La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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El Berlín de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nostálgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero también una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero también lo es el padre de Fiodor, entomólogo errabundo. ¿Quién ignora la pasión por la entomología de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripción de una librería rusa en Berlín se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocación de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
Vladimir Nabokov
LA DÁDIVA
INTRODUCCIÓN
La mayor parte de La dádiva(en ruso, Dar) fue escrita entre 1935-1937 en Berlín; en 1937 terminé su último capítulo en la Riviera francesa. La principal revista de la emigración, Sovremennye Zapiski, dirigida en París por un grupo de ex miembros del partido social revolucionario, publicó la novela por entregas (63-67, 1937-8); sin embargo, omitió el capítulo cuarto, que rechazó por las mismas razones por las que Vasiliev no admite, en el capítulo tercero, la biografía que contiene; bonito ejemplo de que la vida se ve obligada a imitar al mismo arte que condena. Hasta 1952, casi veinte años después de haberla empezado, no apareció una edición completa de la novela, publicada por la organización samaritana, Editorial Chejov, de Nueva York. Es fascinante imaginar el régimen bajo el cual Darpueda leerse en Rusia.
Desde 1922 yo vivía en Berlín, simultáneamente, pues, con el joven del libro; pero ni esta coincidencia, ni el que yo comparta algunas de sus aficiones, como la literatura y los lepidópteros, debe hacer exclamar «aja» e identificar al dibujante con el dibujo. No soy, ni he sido nunca, Fiodor Gudonov-Cherdyntsev; mi padre no es el explorador del Asia central en quien puedo convertirme algún día; nunca he cortejado a Zina Mertz, y nunca me he preocupado por el poeta Koncheyev o cualquier otro escritor. De hecho, es más bien en Koncheyev, y en otro personaje secundario, el novelista Vladimirov, donde advierto trazos sueltos de mí mismo tal como era alrededor de 1925.
Cuando trabajaba en este libro, no tenía la habilidad de recrear Berlín y su colonia de expatriados tan radical y despiadadamente como lo he hecho en relación con ciertos ambientes de mi posterior obra narrativa en inglés. Aquí y allí, la historia aparece a través del arte. La actitud de Fiodor hacia Alemania refleja, demasiado típicamente, tal vez, el desprecio crudo e irracional que los emigrados rusos sentían por los «nativos» (en Berlín, París o Praga). Además, mi joven protagonista está sometido a la influencia de una naciente y nauseabunda dictadura que pertenece al período en que se escribió la novela y no al que refleja con intermitencias.
La tremenda afluencia de intelectuales, que formaban una parte tan considerable del éxodo general de la Unión Soviética en los primeros años de la Revolución bolchevique, hoy se nos antoja algo parecido a las peregrinaciones de una tribu mítica cuyos signos de aves y signos lunares recupere yo ahora del polvo del desierto. Permanecimos desconocidos para los intelectuales norteamericanos (quienes, hechizados por la propaganda comunista, sólo nos veían como generales malvados, magnates del petróleo y demacradas damas con impertinentes). Aquel mundo ya ha desaparecido. También han desaparecido Bunin, Aldanov, Remizov, así como Vladislav Kodasevich, el más eximio poeta ruso que ha tenido el siglo XX. Aquellos viejos intelectuales se están extinguiendo y no han encontrado sucesores en las llamadas Personas Desplazadas de las dos últimas décadas, que han llevado al extranjero el provincialismo y la falta de cultura de su patria soviética.
Puesto que el mundo de La dádivaes tan fantasmal como la mayoría de mis otros mundos, puedo hablar de este libro con cierto grado de indiferencia. Es la última novela que he escrito, o jamás escribiré, en lengua rusa. Su heroína no es Zina, sino la literatura rusa. La trama del capítulo primero se centra en los poemas de Fiodor. El capítulo II es un impulso hacia Pushkín en la evolución literaria de Fiodor y contiene su tentativa de describir las exploraciones zoológicas de su padre. El capítulo tercero se traslada a Gogol, pero su verdadero eje es el poema de amor dedicado a Zina. El libro de Fiodor sobre Chernyshevski, espiral dentro de un soneto, compone el capítulo cuarto. El último capítulo combina todos los temas precedentes y esboza el libro que Fiodor sueña con escribir algún día: La dádiva. Me pregunto hasta dónde seguirá la imaginación del lector a los jóvenes amantes cuando ya han desaparecido de la escena.
La participación de tantas musas rusas en la orquestación de la novela dificulta en gran manera su traducción. Mi hijo Dimitri Nabokov completó el primer capítulo al inglés, pero los cuidados propios de su carrera le impidieron continuar. Los otros cuatro capítulos los tradujo Michael Scammell. Durante el invierno de 1961, en Montreux, revisé cuidadosamente la traducción de los cinco capítulos. Soy el responsable de las versiones de los diversos poemas y fragmentos de poemas diseminados por todo el libro. El epígrafe no es una invención. El poema final imita una estrofa de Onegin.
VLADIMIR NABOKOV
Montreux, 28 de marzo de 1962
CAPÍTULO PRIMERO
El roble es un árbol. La rosa es una flor.
El ciervo es un animal. El gorrión es un pájaro.
Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable.
P. SMIRNOVSKI, Manual de Gramática Rusa.
Un día nublado pero luminoso, hacia las cuatro de la tarde del primero de abril de 192... (en cierta ocasión un crítico extranjero observó que mientras muchas novelas, la mayoría de las alemanas, por ejemplo, empiezan con una fecha, los autores rusos son los únicos que, fieles a la peculiar honradez de nuestra literatura, omiten la cifra final), un furgón de mudanzas, muy largo y muy amarillo, enganchado a un camión también amarillo, de ruedas traseras descomunalmente abultadas y una anatomía que exhibía con descaro, se detuvo frente al número siete de la calle Tannenberg, en la parte oeste de Berlín. El camión llevaba un ventilador en forma de estrella en la parte delantera. El nombre de la compañía de mudanzas se extendía por todo el lado en letras azules de un metro de altura, cada una de las cuales (incluido un punto cuadrado) estaba sombreada lateralmente con pintura negra: vil tentativa de trepar a la siguiente dimensión. En la acera, delante de la casa (donde yo también residiré), se encontraban dos personas que, evidentemente, habían acudido a recibir su mobiliario (en mi maleta hay más manuscritos que camisas). El hombre, ataviado con un grueso abrigo de color pardo verdoso al que el viento confería una ondulación de vida, era alto, ceñudo y viejo, y el gris de sus patillas se volvía castaño en las cercanías de la boca, donde sostenía con indiferencia una colilla de cigarro, fría y medio deshojada. La mujer, corpulenta y ya no joven, de piernas arqueadas y un rostro seudochino bastante atractivo, llevaba una chaqueta de astracán; el viento, después de rodearla, difundía el olor de un perfume bueno pero algo rancio. Ambos se mantenían inmóviles y miraban fijamente, con tanta atención, que habría podido pensarse que estaban a punto de ser estafados, mientras tres fornidos muchachos de cuellos colorados, que lucían delantales azules, luchaban con sus muebles.