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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Pensó que estaba retrasando mucho sus pasos, pero los relojes que encontraba en su camino (los gigantes que emergían de las tiendas de los relojeros) avanzaban con lentitud todavía mayor, y cuando, ya casi en su destino, adelantó con una zancada a Liubov Markovna, que iba al mismo lugar, comprendió que la impaciencia le había impulsado durante todo el camino, como por una escalera automática que transforma incluso a un hombre inmóvil en un corredor.

¿Por qué esta mujer flaccida, desagradable y entrada en años seguía pintándose los ojos cuando ya llevaba impertinentes? Los cristales exageraban la irregularidad y crudeza de la torpe ornamentación y como resultado, su mirada perfectamente inocente se volvía tan ambigua que era imposible rehuirla: la hipnosis del terror. De hecho, casi todo en ella parecía basado en una incomprensión desafortunada —y uno se preguntaba si no era siquiera una forma de demencia el creer que hablaba alemán como una nativa, que Galsworthy era un gran escritor, o que Georgy Ivanovich Vasiliev se sentía patológicamente atraído hacia ella. Era una de las más fieles asiduas de las fiestas literarias que los Chernyshevski, junto con Vasiliev, grueso y viejo periodista, organizaban en sábados alternos; hoy sólo era martes; y Liubov Markovna aún vivía de sus impresiones del sábado anterior, que compartía generosamente. Los hombres, en su compañía, acababan por convertirse fatalmente en patanes distraídos. El propio Fiodor sintió que empezaba a ocurrirle a él, pero por suerte ya estaban llegando a la puerta y allí la sirvienta de los Chernyshevski ya esperaba con las llaves en la mano; en realidad, la habían enviado a recibir a Vasiliev, que padecía una dolencia muy rara de las válvulas cardíacas —de hecho, la había convertido en su afición y a veces llegaba a casa de sus amigos con un modelo anatómico del corazón y lo demostraba todo con claridad y entusiasmo. «Nosotros no necesitamos el ascensor», dijo Liubov Markovna y empezó a subir las escaleras con un paso pesado que se tornaba curiosamente suave y silencioso en los descansillos; Fiodor tenía que avanzar en zigzag y a paso reducido detrás de ella, como a veces se ve hacer a los perros, sorteando y adelantando el talón de su dueño ya por la derecha, ya por la izquierda.

La propia Alexandra Yakovlevna les abrió la puerta. Fiodor apenas tuvo tiempo de fijarse en su desusada expresión (como si desaprobara algo o quisiera evitar algo rápidamente), pues su marido irrumpió en el recibidor sobre sus cortas y rechonchas piernas, agitando un periódico mientras corría.

—Aquí está —gritó, moviendo espasmódicamente hacia abajo una comisura de los labios (tic adquirido tras la muerte de su hijo)—. Mire, aquí está!

—Cuando me casé con él —observó madame Chernyshevski—, creía que su humor era más sutil.

Fiodor vio con sorpresa que el periódico que aceptó, vacilante, de manos de su anfitrión, era alemán.

—¡La fecha! —gritó Chernyshevski—. ¡Adelante, mire la fecha, jovencito!

—Primero de abril —dijo Fiodor con un suspiro, e inconscientemente dobló el periódico—. Sí, claro, debí recordarlo.

Chernyshevski estalló en feroces carcajadas.

—No se enfade con él, se lo ruego —dijo su esposa con tono de indolente pesar, y contoneando ligeramente las caderas, tomó al joven por la muñeca.

Liubov Markovna cerró de golpe su bolso y entró majestuosamente en el salón.

Era una habitación más bien pequeña, amueblada con gusto mediocre, y mal iluminada, con una sombra remolona en un rincón y un falso jarrón de Tanagra sobre una repisa inasequible, y cuando hubo llegado el último invitado y madame Chernyshevski, por un momento de un notable parecido —como suele ocurrir— con su propia tetera (azul, brillante), empezó a servir el té, la reducida vivienda adquirió el ambiente de cierta intimidad conmovedora y provinciana. En el sofá, entre almohadones de diversos tonos —todos ellos difusos y poco atractivos—, una muñeca de seda con las piernas lánguidas de un ángel y los ojos oblicuos de un gato persa era oprimida alternativamente por dos personas instaladas con gran comodidad: Vasiliev, enorme, barbudo, con calcetines de antes de la guerra estirados sobre el tobillo; y una joven frágil, de encantadora debilidad, párpados rosados y aspecto general de una rata blanca; su nombre de pila era Tamara (que habría sido más apropiado para la muñeca), y su apellido recordaba el nombre de uno de esos paisajes montañosos alemanes que cuelgan en las tiendas de marcos. Fiodor se sentó junto a la estantería y trató de fingir buen humor, pese al nudo que le atenazaba la garganta. Kern, un ingeniero civil que presumía de haber sido amigo íntimo del difunto Alexander Blok (el celebrado poeta), produjo un ruido pegajoso al extraer un dátil de una caja rectangular. Liubov Markovna examinó atentamente los papeles de una gran bandeja decorada con un abejorro mal dibujado y, después de interrumpir su examen con brusquedad, se contentó con un bollo —de los espolvoreados con azúcar, que siempre ostentan una huella anónima. El anfitrión estaba contando una vieja historia sobre la inocentada de un estudiante de medicina en Kiev... Pero la persona más interesante de la habitación se hallaba sentada a cierta distancia, junto al escritorio, y no tomaba parte en la conversación general —aunque la seguía con silenciosa atención. Era un joven que se parecía un poco a Fiodor —no tanto en sus rasgos faciales (en aquel momento difíciles de distinguir) como en la tonalidad de su aspecto en conjunto: el tono castaño rojizo de la cabeza redonda, de pelo muy corto (moda que, según las reglas del mas reciente romanticismo peterburgués, convenía más a un poeta que los bucles desgreñados); la transparencia de las grandes orejas, delicadas y algo protuberantes; la esbeltez del cuello con la sombra de un hoyuelo en la nuca. Estaba sentado en la misma actitud que a veces adoptaba Fiodor —la cabeza algo inclinada, las piernas cruzadas, los brazos más que cruzados, enlazados, como si sintiera frío, por lo que el descanso del cuerpo se expresaba más por proyecciones angulares (rodilla, codo, hombro delgado) y la contracción de todos los miembros que por el relajamiento del cuerpo cuando una persona está descansando y escuchando. Las sombras de dos volúmenes que había sobre el escritorio imitaban a un puño y el borde de una solapa, mientras la sombra de un tercer volumen, apoyado contra los otros, podría haber pasado por una corbata. Era unos cinco años más joven que Fiodor y, en lo concerniente al rostro en sí, si se juzgaba por las fotografías de las paredes del salón y del dormitorio contiguo (sobre la mesilla entre las dos camas que lloraban por la noche), no había tal vez ningún parecido, salvo cierto alargamiento del perfil, combinado con huesos frontales prominentes y la oscura profundidad de las cuencas de los ojos —como las de Pascal, según los fisonomistas—, así como algo en común en el grosor de las cejas... pero no, no era una cuestión de parecido corriente, sino de similitud espiritual genérica entre dos muchachos angulosos y sensitivos, cada uno extraño a su manera. Este joven tenía la mirada baja y una sombra de burla en los labios, y estaba en una posición modesta y no muy cómoda en una silla en torno a cuyo asiento relucían tachuelas de cobre, situada a la izquierda del escritorio atestado de diccionarios; y Alexander Yakovlevich Chernyshevski, con un esfuerzo convulsivo, como recobrando el equilibrio perdido, apartaba la vista de este difuso joven mientras proseguía la alegre charla tras la cual intentaba ocultar su dolencia mental.

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