La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Y al atardecer mira con los mismos ojos entreabiertos en dirección al campo, un lado del cual ya está en la sombra, mientras el otro, más lejano, está iluminado, desde su gran roca central hasta el lindero del bosque que hay más allá, y es brillante como de día.
Se nos antoja que, en realidad, tal vez no era la literatura, sino la pintura para lo que estaba destinado desde la infancia, y aunque no sabemos nada de la situación actual del autor, podemos imaginarnos con claridad a un muchacho con sombrero de paja, sentado muy incómodamente en un banco del jardín con sus utensilios de acuarelista y pintando el mundo legado por sus mayores:
Células de porcelana blanca
contienen miel azul, verde y roja.
Primero, con unas líneas a lápiz,
se forma un jardín sobre papel áspero.
Los abedules, el balcón de la dependencia,
todo tiene manchas de sol. Sumerjo
y aprieto con fuerza la punta del pincel
en rico amarillo anaranjado;
y, mientras tanto, dentro de la amplia copa,
en él esplendor de su cristal tallado,
¡qué colores centellean,
qué éxtasis ha estallado!
Éste, pues, es el librito de Godunov-Cherdyntsev. En conclusión añadamos... ¿Qué más? ¿Qué más? ¡Imaginación, ven en mi ayuda! ¿Puede ser cierto que todas las cosas deliciosamente palpitantes que he soñado y todavía sueño a través de mis poemas no se han perdido en ellos y los ha observado el lector cuya crítica veré antes de que termine el día? ¿Puede ser que haya comprendido todo cuanto hay en ellos, comprendido que además del bueno y querido «pintoresquismo» contienen un significado poético especial (cuando la mente, después de rodearse a sí misma por el laberinto de la subconsciencia, vuelve con una música recién hallada gracias a la cual los poemas son como deben ser)? Mientras los leía, ¿los leyó no sólo como palabras sino como resquicios entre palabras, que es lo que debe hacerse al leer poesía? ¿O los leyó simplemente por encima, le gustaron y los alabó, llamó la atención hacia el significado de secuencia, una peculiaridad que está de moda en nuestro tiempo, cuando el tiempo está de moda: si una colección empieza con un poema sobre «Una pelota perdida», tiene que acabar con otro de «La pelota encontrada».
Sólo cuadros e iconos permanecieron en sus lugares aquel año en que terminó la infancia, y algo ocurrió en la vieja casa: de repente todas las habitaciones intercambiaron sus muebles entre sí, aparadores y biombos, y una multitud de cosas grandes y pesadas: y fue entonces cuando debajo de un sofá, viva, e increíblemente querida, apareció en un rincón.
El exterior del libro es agradable.
Después de exprimir de él la última gota de dulzura, Fiodor se desperezó y se levantó del diván. Se sentía muy hambriento. Las manecillas de su reloj habían empezado a rebelarse últimamente, y de vez en cuando se movían en dirección contraria, por lo que no podía depender de ellas; no obstante, a juzgar por la luz, el día, a punto de emprender un viaje, se había sentado con su familia en una pensativa pausa. Cuando Fiodor salió, se sintió inmerso en una frialdad húmeda (menos mal que me he puesto esto): mientras meditaba sobre sus poemas, la lluvia había lacado la calle de un extremo a otro. El camión ya no estaba y en el lugar que recientemente había ocupado el tractor, quedaba, junto a la acera, un arco iris de aceite, como un trazo de pluma en que predominaba el púrpura. El papagayo del asfalto. ¿Y cuál era el nombre de la empresa de mudanzas? Max Lux. La luz de Max.
«¿He cogido las llaves?», pensó de improviso Fiodor; se detuvo y metió la mano en el bolsillo de la gabardina. Allí localizó un puñado tintineante, pesado y tranquilizador. Cuando, tres años atrás, todavía durante su existencia aquí como estudiante, su madre se trasladó a París para vivir con Tania, le había escrito que no podía acostumbrarse a estar liberada de los perpetuos grilletes que encadenan a un berlinés a la cerradura de la puerta. Él imaginó su alegría cuando leyera el artículo sobre sus poemas y por un instante sintió orgullo maternal de sí mismo; y no sólo esto, sino que una lágrima maternal quemó el borde de sus párpados.
Pero, ¿qué me importa recibir atención durante mi vida, o que no me la presten si no estoy seguro de que el mundo me recuerde hasta la oscuridad de su último invierno, maravillándose como la vieja de Ronsard? Y sin embargo... todavía estoy lejos de los treinta años, y hoy ya se han fijado en mí. ¡Se han fijado! Gracias, patria mía, por este remoto... Pasó junto a él una posibilidad lírica, cantando muy cerca de su oído. Gracias, patria mía, por tu más preciado... Ya no necesito el sonido «ado»: la rima ha generado vida, pero la rima en sí ha sido abandonada. Y al don más descabellado debo mi gratitud... Supongo que «redes» espera entre bastidores. No tenía tiempo de adivinar el tercer verso en aquella explosión de luz. Lástima. Ya se ha ido todo, ha desoído mi apunte.
Compró varios piroshki(uno de carne, otro de col, un tercero de tapioca, un cuarto de arroz, un quinto... no tenía dinero para un quinto) en una tienda de alimentos rusos que era una especie de museo de cera de la gastronomía de la vieja patria, y los consumió rápidamente en un húmedo banco de un jardincillo público.
La lluvia empezó a arreciar: alguien había inclinado súbitamente el cielo. Tuvo que refugiarse bajo la marquesina circular de la parada del tranvía. Allí, en el banco, dos alemanes con carteras discutían un negocio y le conferían detalles tan dialécticos que la naturaleza de la mercancía quedaba disuelta, como cuando se lee un artículo de la Enciclopedia Brockhaus y se pierde el tema, que en el texto sólo está indicado por la letra inicial. Agitando sus cabellos cortos, una muchacha llegó a la parada con un pequeño dogo que estornudaba y recordaba a un sapo. Esto sí que es extraño: «remoto» y «fijado» vuelven a juntarse y cierta combinación suena con persistencia. No me dejaré tentar.
El chaparrón cesó. Con sencillez perfecta —sin dramatismo ni trucos —se encendieron todas las farolas. Decidió que ya podía dirigirse hacia casa de los Chernyshevski para llegar allí alrededor de las nueve, llueve, mueve, conmueve. Como suele ocurrir con los borrachos, algo le protegía cuando cruzaba las calles en este estado. Iluminado por el rayo húmedo de una farola, un coche estaba arrimado a la acera con el motor en marcha; todas las gotas del capó temblaban. ¿Quién podía haberlo escrito? Fiodor no pudo llegar a una conclusión definitiva entre varios críticos emigrados. Éste era escrupuloso, pero carecía de talento; aquél, tramposo, pero dotado; un tercero sólo escribía sobre prosa; un cuarto, únicamente sobre sus amigos; un quinto... y la imaginación de Fiodor conjuró a este quinto: un hombre de su misma edad o incluso, pensó, un año más joven, que durante estos mismos años y en los mismos diarios y revistas de emigrados no había publicado más que él (un poema aquí, un artículo allí), pero que de un modo incomprensible, que se antojaba tan físicamente natural como una especie de emanación, se había revestido con discreción de una aureola de fama indefinible, por lo que su nombre no se pronunciaba muy a menudo, pero cuando se le citaba se hacía de una manera muy diferente de los otros nombres jóvenes; hombre cuyos versos nuevos y cáusticos, Fiodor devoraba rápida y ávidamente en un rincón, se despreciaba a sí mismo y trataba de destruir su maravilla por medio del mero acto de leerlos —tras lo cual no podía librarse durante un día o dos de lo que había leído ni de su propio sentimiento de debilidad o de angustia secreta, como si luchando con otro hubiese herido su partícula más íntima y sacrosanta; un hombre desagradable, solitario y miope, con un defecto repelente en la posición recíproca de sus omoplatos. Pero lo perdonaré todo si es usted.