La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Hora de levantarse. El calefactor da unas palmadas
al brillante revestimiento
de la estufa, para determinar
si el fuego ha llegado arriba.
Así es. Y a su cálido zumbido
la mañana responde con el silencio de la nieve,
un azul con matices rosados,
y una blancura inmaculada.
Es extraño que un recuerdo se convierta en una figura de cera y el querubín crezca sospechosamente en hermosura a medida que su marco se oscurece por la edad —extraños, muy extraños son los percances de la memoria. Emigré hace siete años; este país extranjero ya ha perdido su aureola de extranjerismo, del mismo modo que el mío propio ha dejado de ser una costumbre geográfica. El año siete. El espíritu vagabundo de un imperio adoptó inmediatamente este sistema de cálculo, afín al introducido previamente por el fogoso ciudadano francés en honor de la reciente libertad. Pero los años se suceden, y el honor no es un consuelo; los recuerdos se desvanecen o adquieren un brillo cadavérico, por lo que en vez de maravillosas apariciones, sólo nos queda un abanico de postales. No hay nada que sirva aquí, ni la poesía ni el estereoscopio —ese artilugio que en un siniestro silencio de ojos saltones solía dotar a una cúpula de tal convexidad y rodear a los bañistas de Karlsbad de tan diabólica semblanza de espacio que, tras esta diversión óptica, las pesadillas me atormentaban mucho más que después de un relato de torturas mongólicas. Recuerdo que esta cámara estereoscópica adornaba la sala de espera de nuestro dentista, el americano Lawson, cuya amante francesa, madame Ducamp, arpía de cabellos grises, se sentaba ante el escritorio entre frascos de rojo elixir Lawson, fruncía los labios y se rascaba nerviosamente el cuero cabelludo mientras intentaba encontrar una hora para Tania y para mí, y finalmente, con un esfuerzo y un chillido, conseguía meter su furiosa pluma entre la Princesse Toumanoff, con un borrón al final, y monsieurDanzas, con un borrón al principio. Ésta es la descripción de un viaje en coche a casa de este dentista, que la víspera había advertido que «éste tendrá que arrancarse»...
¿Cómo será estar sentado
dentro de media hora en esta berlina?
¿Con qué ojos miraré estos copos de nieve
y ramas negras de los árboles?
¿Cómo seguiré de nuevo con la vista
ese canto de acera cónico
con su casquete de algodón? ¿Cómo recordaré
en el camino de vuelta el camino de ida?
(Mientras, con aversión y ternura,
palpo constantemente el pañuelo
donde, envuelto con cuidado, hay algo,
un amuleto en forma de dije de marfil.)
Ese «casquete de algodón» no sólo es ambiguo, sino que ni siquiera empieza a expresar lo que yo quería decir —la nieve amontonada como un casquete sobre conos de granito unidos por una cadena en algún lugar de las proximidades de la estatua de Pedro el Grande. ¡Algún lugar! Ay, ya me resulta difícil recoger todas las partes del pasado; ya estoy olvidando relaciones y conexiones entre objetos que aún pululan en mi memoria, objetos que con ello condeno a la extinción. De ser así, qué burla tan insultante resulta afirmar con presunción que así una impresión previa subsiste dentro del hielo de la armonía.
¿Qué, entonces, me impulsa a componer poemas sobre mi infancia si, a pesar de todo, mis palabras se alejan de la verdad, o matan tanto al leopardo como al ciervo con la bala explosiva de un epíteto «certero»? Pero no hay que desesperarse. Este hombre dice que soy un verdadero poeta —lo cual significa que la caza no fue en vano.
Aquí hay otro poema de doce versos sobre los tormentos de la niñez. Trata de las penosas sensaciones del invierno en la ciudad cuando, por ejemplo, las medias irritan la parte posterior de las rodillas, o cuando la vendedora te ajusta en la mano un guante de piel demasiado estrecho, que hace poco yacía sobre el mostrador como un tajo de verdugo. Hay más: el doble pellizco del corchete (la primera vez que se suelta) mientras te mantienes con los brazos extendidos para que te ajusten el cuello de piel; pero en compensación por todo esto, qué divertido el cambio en la acústica, qué redondos todos los sonidos cuando se levanta el cuello; y ya que hemos rozado las orejas, qué inolvidable la música tensa, sedosa, zumbante mientras te atan las orejeras de la gorra (levanta la barbilla).
Alegremente, para acuñar una frase, la gente joven retoza en un día glacial. A la entrada del parque público tenemos al vendedor de globos; sobre su cabeza, un enorme y susurrante racimo, tres veces su tamaño. Mirad, niños, cómo se ondulan y chocan entre sí, todos llenos del sol de Dios, en tonos rojos, azules y verdes. ¡Una hermosa vista! Por favor, tío, quiero aquel tan grande (el blanco que tiene un gallo pintado y un embrión rojo flotando en su interior, que, cuando se destruye a su madre, escapa hasta el techo y baja al día siguiente, todo arrugado y completamente manso). Ahora los felices niños han comprado su globo de un rublo y el amable buhonero los ha soltado del ondeante manojo. Un momento, muchacho, no lo agarres, déjame cortar el hilo. Tras lo cual vuelve a calzarse los mitones, inspecciona el cordel que le rodea la cintura y del que penden las tijeras y, después de dar media vuelta, empieza a ascender con lentitud en una posición erguida, más y más arriba hacia el cielo azul: mira, ahora su racimo ya no es mayor que uno de uvas, mientras a sus pies se extiende el brumoso, dorado y armonioso San Petersburgo, un poco restaurado, ¡ay!, aquí y allí, según los mejores cuadros de nuestros pintores nacionales.
Pero, bromas aparte, todo era realmente muy hermoso, muy tranquilo. Los árboles del parque remedaban a sus propios fantasmas y el efecto entero revelaba un inmenso talento. Tania y yo nos burlábamos de los trineos de nuestros coetáneos, especialmente si estaban cubiertos de un material de alfombra, con flecos, y tenían un asiento elevado (incluso con respaldo) y riendas que el conductor sostenía mientras frenaba con sus botas de fieltro. Esta clase nunca llegaba al lomo de nieve final, sino que se desviaba casi inmediatamente y empezaba a girar con impotencia mientras continuaba descendiendo, transportando a un niño pálido y resuelto que se veía obligado, una vez extinguido el ímpetu del trineo, a trabajar con los pies a fin de alcanzar el final de la pista helada. Tania y yo teníamos pesados y curvos trineos de Sangalli; tales trineos consistían simplemente en un almohadón rectangular de terciopelo sobre patines curvados en los extremos. No había que arrastrarlos hasta la pendiente —se deslizaban con tan poco esfuerzo y tanta impaciencia por la nieve, barrida en vano, que te golpeaban los talones. Y ya estamos en la colina.