La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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En general, Tania y yo preferíamos los juegos movidos a los tranquilos —correr, el escondite, batallas. cuán notablemente la palabra «batalla» ( srashenie) sugiere el sonido de compresión elástica cuando introducíamos el proyectil en la pistola de juguete —un palito de madera coloreada, de quince centímetros, privado de su punta de goma para incrementar el choque contra la hojalata dorada de un peto (lucido por alguien mezcla de coracero y piel roja), que causaba una respetable abolladura pequeña.
...Cargas hasta el fondo el cañón,
con un crujido de muelles
que lo aprietan elásticamente contra el suelo,
y ves, medio oculto tras la puerta,
que tu doble se ha detenido en el espejo,
con las plumas multicolores de su tocado
completamente erizadas.
El autor tuvo ocasión de ocultarse (ahora estamos en la mansión de los Godunov-Cherdyntsev en el Muelle Inglés del Neva, donde aún hoy continúa emplazada) entre cortinajes, bajo las mesas, detrás de los tiesos almohadones de divanes de seda, en un armario, donde cristales de naftalina crujían bajo los pies (y desde donde podía observarse sin ser visto a un criado pasando lentamente, que parecía extrañamente distinto, vivo, etéreo, oliendo a manzanas y té), y también bajo una escalera en espiral o tras un solitario aparador olvidado en una habitación vacía sobre cuyos polvorientos estantes vegetaban objetos tales como un collar hecho de dientes de lobo; un pequeño y barrigudo ídolo de almástiga; otro de porcelana, con la lengua salida en un saludo nacional; un ajedrez con camellos en lugar de alfiles; un dragón articulado de madera; una caja de rapé Soyot de cristal empañado; ídem, de ágata; la pandereta de un chamán y la correspondiente pata de conejo; una bota de piel de wapiti, con doble suela hecha con la corteza de la madreselva azul; una moneda tibetana ensiforme; una copa de jade de Kara; un broche de plata con turquesas; una lámpara de lama; y un montón de trastos similares que —como polvo, como la postal de un balneario alemán con su «Gruss» en nácar— mi padre, que no podía soportar la etnografía, había traído por casualidad de sus fabulosos viajes. Los verdaderos tesoros —su colección de mariposas, su museo— se conservaban en tres salas cerradas con llave; pero el presente libro de poemas no contiene nada sobre ellos: una intuición especial advirtió al joven autor que algún día desearía hablar de un modo muy distinto, no en versos como miniaturas, cadenciosos y con magia, sino con palabras viriles, diferentes, muy diferentes, sobre su famoso padre.
Algo ha desafinado de nuevo, y puede oírse la voz petulante y átona del crítico (tal vez incluso del sexo femenino). Con cálido afecto, el poeta recuerda las habitaciones de la casa familiar donde pasó su infancia. Había sido capaz de infundir mucho lirismo a las descripciones poéticas de los objetos entre los cuales transcurrió. Cuando se escucha con atención... Cuando todos, atenta y devotamente... Los compases del pasado... Así, por ejemplo, describe pantallas, litografías de las paredes, el pupitre de la clase, la visita semanal de los pulidores del suelo (que dejan tras de sí un olor compuesto de «escarcha, sudor y almáciga»), y la comprobación de los relojes:
Los jueves viene de la relojería
un anciano cortés, que procede
a dar cuerda con mano pausada
a todos los relojes de la casa.
Echa una ojeada a su propio reloj
y pone en hora el reloj de la pared.
Se sube a una silla y espera
a que él reloj toque las doce
completamente. Entonces, tras haber hecho bien
su agradable tarea,
coloca sin ruido la silla en su lugar,
y con un ligero zumbido el reloj hace tictac.
Con un breve chasquido ocasional de su péndulo y observando una extraña pausa, como para acumular fuerzas antes de dar la hora. Su tictac, como un centímetro desenrollado, servía de ilimitada medición de mis insomnios. Para mí era tan difícil conciliar el sueño como estornudar sin haberme cosquilleado con algo el interior de la nariz, o suicidarme por un medio que estuviera a disposición del cuerpo (tragándome la lengua o algo parecido). Al principio de la angustiosa noche aún podía ganar tiempo subsistiendo a base de conversaciones con Tania, cuya cama estaba en la habitación contigua; pese a lo ordenado, abríamos un poco la puerta, y entonces, cuando oíamos a nuestra institutriz entrar en su habitación, adyacente a la de Tania, uno de nosotros la cerraba con suavidad: un salto con pies descalzos y luego una zambullida en la cama. Mientras la puerta estaba entreabierta podíamos intercambiar acertijos de dormitorio en dormitorio, enmudeciendo de vez en cuando (aún puedo oír el tono de este doble silencio en la oscuridad), ella para adivinar el mío, yo para pensar en otro. Los míos tendían siempre a ser fantásticos y tontos, mientras Tania era fiel a los modelos clásicos:
« Mon premier est un metal précieux,
mon second est un habitant des cieux,
et mon tout est un fruit délicieux .»
A veces se quedaba dormida mientras yo esperaba pacientemente, en la creencia de que luchaba con mi adivinanza, y ni mis súplicas ni mis imprecaciones lograban desvelarla. Después de esto viajaba durante más de una hora por la oscuridad de mi lecho, arqueando sobre mí la ropa de la cama, a fin de formar una caverna, en cuya distante salida podía vislumbrar un poco de luz oblicua y azulada que no tenía nada en común con mi dormitorio, ni con la noche del Neva, ni con los pliegues oscuros, traslúcidos y exuberantes de las cortinas de las ventanas. La caverna que estaba explorando ocultaba en sus recovecos y grietas una realidad tan soñadora, repleta de tan opresivo misterio, que en mi pecho y en mis oídos se iniciaba un latido semejante al de un tambor ahogado; allí dentro, en sus profundidades, donde mi padre había descubierto una nueva especie de murciélago, divisaba los pómulos altos de un ídolo tallado en la roca; y cuando finalmente me adormecía, una docena de manos fuertes me daban la vuelta y, con un horrible sonido de seda desgarrada, alguien me descosía de arriba a abajo y una mano ágil se introducía dentro de mí y me exprimía vigorosamente el corazón. O bien me convertía en un caballo, gritando con voz mongólica: chamanes tiraban con lazos de sus corvejones, hasta que sus patas se rompían con un crujido y caían en ángulos rectos en relación con el cuerpo —mi cuerpo—, que yacía con el pecho apretado contra la tierra amarilla, y, como señal de una agonía extrema, la cola del caballo se elevaba como una fuente; volvía a caer, y yo me despertaba.