La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Nos subíamos a una plataforma salpicada y rutilante... (El agua traída en cubos para verterla sobre el trineo había salpicado los peldaños de madera, por lo que tenían una capa de hielo rutilante, pero la bienintencionada aliteración no había podido incluir todo esto.)
Se trepaba a una salpicada y rutilante plataforma,
y se caía osadamente de barriga
sobre el trineo, que traqueteaba
al bajar por el azul; y luego,
cuando la escena sufría un cambio sombrío,
y en el cuarto infantil ardía tristemente
la escarlatina en Navidad,
o en Pascua, la difteria,
se bajaba, cual cohete, la brillante, quebradiza,
exagerada colina de nieve
en una especie de parque mitad tropical,
mitad Tavricheski
adonde, por la fuerza del delirio, el general Nikolai Mijailovich Przhevalski era transferido, junto con su camello de piedra, desde el parque Alexandrovski próximo a nosotros, y donde se convertía inmediatamente en una estatua de mi padre, que en aquel momento se encontraba entre Kokand y Ashjabad, por ejemplo, o en una ladera de la cordillera Tsinin. ¡Cuántas enfermedades padecimos Tania y yo! A veces juntos, a veces por turnos; y cuánto sufría yo cuando oía, entre el golpe de una puerta distante y el sonido tenue y contenido de otra, el estallido de sus pasos y risas, que sonaban celestialmente indiferentes hacia mí, que me ignoraban, distantes hasta el infinito de mi abultada compresa con relleno de hule marrón, mis piernas doloridas, la pesadez y el encogimiento de mi cuerpo; pero si era ella la enferma, ¡qué real y terreno, qué parecido a un elástico balón de fútbol me sentía yo cuando la veía en la cama, rodeada de un aire de lejanía, como si mirase hacia el otro mundo y sólo el fláccido forro de su ser estuviese vuelto hacia mí! Permítanme describir la última fase anterior a la capitulación, cuando, sin abandonar todavía el curso normal de la jornada, ocultándote a ti mismo la fiebre, el dolor de las articulaciones, y abrigándote al estilo mexicano, disfrazas la imperiosidad del escalofrío febril como las exigencias del juego; y cuando, una hora después, te has rendido y acabado en la cama, tu cuerpo ya no cree que hace poco rato estuviera jugando, arrastrándose a cuatro patas por el suelo del vestíbulo, por el parqué, por la alfombra. Describamos —la sonrisa inquisitiva y de alarma de mi madre cuando acaba de colocarme el termómetro en la axila (tarea que no confiaba ni al mayordomo ni a la institutriz). «Bueno, te has metido en un buen lío, ¿verdad?», dice, intentando todavía bromear al respecto. Luego, un minuto después: «Ya lo sabía ayer, sabía que tenías fiebre, no puedes engañarme.» Y tras otro minuto: «¿Cuánta crees que tienes?» Y, finalmente: «Me parece que ya podemos quitarlo». Acerca a la luz el tubo de cristal incandescente y, frunciendo sus bellas cejas de piel de foca —que Tania ha heredado—, mira durante largo tiempo... y entonces, sin decir nada, agita calmosamente el termómetro y lo devuelve a su funda, mirándome como si no me reconociera del todo, mientras mi padre cabalga al paso por una llanura vernal toda azulada de lirios; describamos también el estado delirante en que uno siente crecer unos números enormes, que le hinchan el cerebro, acompañados del parloteo incesante de alguien que no se refiere en absoluto a uno, como si en el oscuro jardín del manicomio del libro de contabilidad, algunos de sus personajes, salidos a medias (o con más precisión, salidos en un cincuenta y siete, coma, ciento once por ciento) de su terrible mundo de intereses acumulados, aparecieran en sus papeles de repertorio como vendedora de manzanas, cuatro cavadores de zanjas y Cierta Persona que ha legado a sus hijos una caravana de fracciones, y hablaran, acompañados por el susurro nocturno de los árboles, de algo en extremo tonto y doméstico, y por ello tanto más horrible, tanto más condenado a convertirse en aquellos mismos números, en aquel universo matemático que se extiende hasta el infinito (una expansión que a mi juicio proyecta una extraña luz sobre las teorías macrocósmicas de los físicos actuales). Describamos, finalmente, el restablecimiento, cuando ya no sirve de nada agitar el termómetro para que baje y se abandona con indiferencia sobre la mesilla de noche, donde una asamblea de libros ha venido a felicitarte y unos cuantos juguetes (mirones indolentes) han llegado para desplazar a los semivacíos frascos de turbias pociones.
Un recado de escribir, con mi papel de cartas es lo que veo más intensamente: las hojas están adornadas con una herradura y mi monograma. Me había convertido en todo un experto en iniciales retorcidas, sellos grabados, flores secas y estrujadas (que una niña me envió desde Niza) y lacre, de destellos rojos y broncíneos.
Ninguno de los poemas del libro alude a algo extraordinario que me ocurrió mientras convalecía de un caso de pulmonía especialmente grave. Cuando todo el mundo se había trasladado al salón (para usar una expresión victoriana), uno de los invitados que (para seguir usándola) había guardado silencio toda la velada... La fiebre había remitido durante la noche y por último me arrastré hasta tierra firme. Estaba, permítanme decirlo, débil, lleno de caprichos y transparente —tan transparente como un huevo de cristal tallado. Mi madre había salido a comprarme —no recuerdo exactamente qué —una de esas fruslerías que yo reclamaba de vez en cuando con la caprichosidad de una mujer embarazada, olvidándome por completo de ellas casi en seguida; pero mi madre hacía una lista de estos desiderata. Mientras yacía en la cama entre capas azuladas de crepúsculo interior, me sentía evolucionar hacia una lucidez increíble, como cuando una remota franja de cielo radiantemente pálido se dibuja entre largas y vespertinas nubes y uno puede divisar el cabo y las playas de Dios sabe qué lejanas islas —y se tiene la impresión de que si se da rienda suelta a la volátil mirada se llegará a discernir un barco rutilante, anclado en la húmeda arena, y huellas de pasos llenos de agua brillante. Creo que en aquel momento alcancé el límite máximo de la salud humana: mi mente acababa de sumergirse y aclararse en una negrura peligrosa, sobrenaturalmente limpia; y ahora, sin moverme y sin cerrar siquiera los ojos, vi con el pensamiento a mi madre, con un abrigo de chinchilla y velo de topos negros, que subía al trineo (que en la antigua Rusia parecía siempre tan pequeño comparado con el enorme y acolchado asiento del cochero) y sostenía contra el rostro el peludo manguito gris mientras se deslizaba tras un par de cabellos negros cubiertos con una red azul. Calle tras calle se sucedían sin ningún esfuerzo por mí parte; montones de nieve azotaban la parte delantera del trineo. Ahora se ha detenido. Vasili, el lacayo, baja de su estribo, al tiempo que desengancha la manta hecha de piel de oso, y mi madre avanza con rapidez hacia una tienda cuyo nombre y mercancía no tengo tiempo de identificar, ya que en aquel instante mi tío, su hermano, pasa por allí y la llama (pero ella ya ha desaparecido), y yo le sigo involuntariamente unos pasos, tratando de reconocer el rostro del caballero con quien habla mientras se aleja, pero, al darme cuenta, retrocedo y floto a toda prisa, por así decirlo, hasta el interior de la tienda, donde mi madre ya está pagando diez rublos por un lápiz verde Faber completamente corriente, que ahora dos dependientes envuelven con cariño en papel marrón y entregan a Vasili, que lo lleva detrás de mi madre hasta el trineo, el cual recorre velozmente unas calles anónimas y se detiene ante nuestra casa, que ahora se adelanta para recibirlo; pero aquí el curso cristalino de mi clarividencia quedó interrumpido por la llegada de Ivonna Ivanovna con caldo y tostadas. Yo necesitaba de su ayuda para incorporarme en ia cama. Dio una palmada a la almohada y colocó la bandeja plegable (con sus patas enanas y una zona perpetuamente pegajosa cerca de su esquina sudoccidental) sobre la manta y frente a mí. De improviso se abrió la puerta y entró mi madre, sonriendo, sostenía un paquete largo, envuelto en papel marrón, como si fuera una alabarda. De él emergió un lápiz Faber de un metro de longitud y grosor correspondiente: un gigante que había pendido horizontalmente en el escaparate como un anuncio y un día había despertado mi caprichoso anhelo. Yo aún debía encontrarme en aquel feliz estado en que cualquier extrañeza desciende sobre nosotros como un semidiós y se mezcla, inadvertida, con el gentío dominguero, puesto que en aquel momento no sentí ningún asombro ante lo ocurrido y sólo me dije para mis adentros que me había equivocado respecto al tamaño del objeto; pero más tarde, cuando hube adquirido más fuerza y tapado con pan ciertas rendijas, reflexioné con atisbos de superstición sobre mi acceso de clarividencia (el único que he experimentado en mi vida), del cual estaba tan avergonzado que lo oculté incluso de Tania; y casi derramé lágrimas de. confusión cuando nos encontramos por casualidad, el día de mi primera salida, con un pariente lejano de mi madre, un tal Gaydukov, que le dijo: «Tu hermano y yo te vimos el otro día cerca de Treumann», Mientras tanto, el aire de los poemas se ha hecho más cálido y nos estamos preparando para volver al campo, adonde solíamos trasladarnos incluso en abril durante los años anteriores a mi asistencia a la escuela (no la empecé hasta la edad de doce años).