La dadiva
La dadiva читать книгу онлайн
El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
La nieve, ausente de las laderas, acecha en los barrancos,
y la primavera de Petersburgo
está llena de excitación y anémonas
y de las primeras mariposas.
Pero no necesito a las vanesas del año anterior,
esas hibernantes descoloridas,
ni a las andrajosas de alas color de azufre
que vuelan por bosques transparentes.
Sin embargo, no dejaré de detectar
las cuatro hermosas alas de gasa
de la polilla geométrida más suave del mundo
Extendida sobre un pálido tronco de abedul.
Este poema es el favorito del autor, pero no lo incluyó en la colección porque, una vez más, el tema guarda relación con el de su padre y la economía artística le aconsejó no tocar ese tema antes del momento oportuno. En cambio reprodujo tales impresiones de primavera como la primera sensación que sigue inmediatamente a las postrimerías de la estación: la blandura del suelo, su familiar proximidad con el pie, y en torno a la cabeza, la corriente de aire totalmente incontenida. Compitiendo entre sí, derrochando furiosas invitaciones, de pie en el pescante y agitando su mano libre y mezclando en su chachara «sos» exagerados, los conductores de droshkillamaban a los recién llegados. Un poco más lejos, un coche abierto, carmesí por dentro y por fuera, nos esperaba: la idea de la velocidad ya había dado un vistazo al volante (los árboles del acantilado sabrán a qué me refiero), mientras su aspecto general aún retenía —por un falso sentido del decoro, supongo— un vínculo servil con la forma de una victoria; pero si esto era realmente un intento de imitación, lo destruía por completo el estruendo del motor con el tubo de escape abierto, un estruendo tan feroz que mucho antes de que apareciéramos, el campesino que venía de frente con su carro de heno saltaba a la cuneta y trataba de encapuchar a su caballo con un saco —tras lo cual él y su carro solían acabar en la zanja o incluso en el campo; donde, un minuto después, habiéndose olvidado de nosotros y nuestro polvo, el silencio rural volvía a ser, fresco y delicado, con sólo un minúsculo resquicio para el canto de una alondra.
Tal vez un día, con suelas extranjeras y tacones gastados desde hace mucho tiempo, sintiéndome un fantasma pese a la idiota materialidad de los aisladores, saldré una vez más de aquella estación y sin compañeros visibles enfilaré el sendero que acompaña a la carretera durante las diez y pico de verstas hasta Leshino. Uno tras otro, los postes telegráficos susurrarán a mi paso. Un cuervo se posará sobre una piedra —se posará y enderezará un ala mal doblada. El día será probablemente algo nublado. Cambios en el aspecto del paisaje circundante, que no puedo imaginar, así como algunos de los mojones más antiguos que por alguna razón se me han olvidado, me saludarán alternativamente, mezclándose incluso de vez en cuando. Creo que mientras camine emitiré algo parecido a un gemido, a tono con los postes. Cuando llegue a los lugares donde crecí y vea esto o aquello —o bien, debido a fuegos, operaciones de reconstrucción, de explotación maderera, o negligencia de la naturaleza, no vea esto ni aquello (pero aun así pueda reconocer algo que me es infinita e inconmoviblemente fiel, aunque sólo sea porque mis ojos, al fin y al cabo, están hechos de la misma materia que el color gris, la claridad, la humedad de aquellos lugares), entonces, después de toda la excitación, sentiré cierta saciedad de sufrimiento —tal vez en la montaña llegaré a una clase de felicidad que aún es prematuro que conozca (sólo sé que cuando la alcance, será con la pluma en la mano). Pero hay algo que definitivamente no encontraré allí esperándome —algo que, por cierto, ha hecho que toda la cuestión del exilio fuera digna de cultivarse: mi infancia y los frutos de mi infancia. Sus frutos —aquí están, hoy, ya maduros; mientras mi infancia ha desaparecido en una distancia aún más remota que la de nuestro norte ruso.
El autor ha encontrado palabras adecuadas para describir sensaciones experimentadas al hacer la transición al campo. Qué divertido es, dice, no tener que ponerse la gorra, o cambiarse las zapatillas para salir corriendo en primavera a la arena color de ladrillo del jardín.
A la edad de diez años se introdujo una diversión nueva. Todavía estábamos en la ciudad cuando la maravilla entró rodando. Durante bastante tiempo la conduje por sus cuernos de carnero de habitación en habitación; ¡con qué gracia tímida se movía por el suelo de parqué hasta que se empalaba en una tachuela! Comparada con mi viejo, lastimoso y desvencijado triciclo, cuyas ruedas eran tan delgadas que se encallaban incluso en la arena de la terraza del jardín, la recién llegada poseía una divina ligereza de movimiento. Esto está bien expresado por el poeta en los siguientes versos:
¡Oh, aquella primera bicicleta!
¡Su esplendor, su altura,
«Dux» o «Pobeda» inscrito en su marco,
el silencio de sus tensos neumáticos!
¡Los caracoleos y escarceos por la verde avenida
donde manchas de sol resbalan por las muñecas
y donde las toperas se antojan negras
y amenazan con provocar una caída!
Pero al otro día uno las roza
y no hay, como en sueños, ningún apoyo,
y confiando en esta sencillez del sueño,
la bicicleta no se desploma.
Y al día siguiente venía inevitablemente la idea de la «rueda libre» —dos palabras que aún hoy no puedo oír sin ver deslizarse una franja de terreno inclinado, suave y caliente, acompañado de un murmullo de goma apenas audible y el más tenue susurro del acero. Montar en bicicleta y a caballo, navegar y bañarse, tenis y croquet; merendar bajo los pinos; el hechizo del molino de agua y el henal —ésta es una lista general de los temas que emocionan a nuestro autor. ¿Qué hay de sus poemas desde el punto de vista de la forma? Éstos, naturalmente, son miniaturas, pero están escritos con una maestría extraordinariamente delicada que hace resaltar con claridad cada cabello, no porque todo esté delineado con un toque en exceso selectivo, sino porque la presencia del menor detalle se comunica involuntariamente al lector por la integridad y honradez de un talento que asegura la observancia por parte del autor de todos los artículos del convenio artístico. Se puede discutir si vale la pena revivir poesía de álbum, pero no puede negarse que, dentro de los límites que se ha fijado, Godunov-Cherdyntsev ha resuelto con corrección su problema métrico. Cada uno de sus poemas brilla con colores tornasolados. Cualquier aficionado a este género pintoresco apreciará este librito, que no tendría nada que decir al ciego que hay en la puerta de iglesia. ¡Qué visión tiene el autor! Al despertarse temprano por la mañana adivinaba qué clase de día haría mirando una rendija de la persiana, la cual mostraba un azul más azul que el azul y era apenas inferior en tono azulado a mi actual recuerdo de él.