La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Tras lo cual volvió a su casa con el mismo paso elástico. La acera ya estaba vacía, excepto tres sillas azules que parecían haber sido colocadas por niños. Dentro del camión yacía un pequeño piano marrón en posición supina, atado para que no pudiera levantarse, y con sus dos suelas de metal en el aire. Por las escaleras vio bajar a los hombres del camión, con las rodillas hacia fuera, y, mientras pulsaba el timbre de su nueva vivienda, oyó voces y golpes de martillo en el piso superior. Le abrió su patrona y le dijo que le había dejado las llaves en la habitación. Esta mujer alemana, grande y rapaz, tenía un nombre extraño: Klara Stoboy —que para un oído ruso sonaba con sentimental firmeza como «Klara está contigo ( s to-boy)».
Y aquí está la habitación oblonga, con la maleta esperando pacientemente... y en este momento su alegre estado de ánimo se transformó en repulsión: ¡Dios no permita que alguien conozca el horrible y degradante tedio, la constante negativa a aceptar el yugo vil de constantes cambios de domicilio, la imposibilidad de vivir cara a cara con objetos totalmente extraños, el inevitable insomnio en ese diván!
Permaneció un buen rato junto a la ventana. En el cielo lechoso se formaban de vez en cuando concavidades opalinas donde el sol ciego circulaba, y, como respuesta, sobre el techo gris y convexo del camión las esbeltas sombras de las ramas de tilo se apresuraban hacia convertirse en sustancia, pero se disolvían sin haberse materializado. La casa de enfrente estaba medio oculta por el andamiaje, mientras la parte buena de su fachada de ladrillos estaba cubierta por una hiedra que invadía las ventanas. En el fondo del sendero que cruzaba el patio principal, divisó el letrero negro de una carbonería.
En sí mismo, todo esto era una vista, del mismo modo que la habitación en sí era una entidad separada; pero ahora había aparecido un intermediario, y ahora aquella vista se convirtió en la vista desde su habitación y en ninguna otra. El don de la vista que acababa de recibir no la mejoraba. Sería difícil, pensó, transformar el papel de la pared (amarillo pálido, con tulipanes azules) en una estepa lejana. Habría que cultivar durante largo tiempo el desierto del escritorio, para que pudiera hacer germinar sus primeras rimas. Y mucha ceniza de cigarrillo tendría que caer bajo el sillón y entre sus pliegues antes de que pudiera servirle para viajar.
La patrona fue a decirle que le llamaban por teléfono, y él bajando cortésmente los hombros, la siguió hasta el comedor. «En primer lugar, señor mío —dijo Alexander Yakovlevich Chernyshevski—, ¿por qué son tan reacios en su vieja pensión a facilitar su nuevo número? La dejó con un portazo, ¿verdad? En segundo lugar, quiero felicitarle... ¡Cómo! ¿Todavía no se ha enterado? ¿De verdad?» («Todavía no se ha enterado», observó Alexander Yakovlevich, volviendo el otro lado de su voz hacia alguien que estaba fuera del alcance del teléfono.) «Bien, en tal caso, agárrese fuerte y escuche esto —voy a leérselo: "La recién publicada colección de poemas de Fiodor Godunov-Cherdyntsev, autor hasta ahora desconocido, nos parece tan brillante y el talento poético del autor es tan indiscutible..." Escuche, no voy a seguir, será mejor que venga usted a vernos esta noche. Entonces conocerá todo el artículo. No, Fidor Konstantinovich, amigo mío, ahora no le diré nada más, ni quién ha escrito esta crítica, ni en qué periódico ruso ha aparecido, pero si quiere mi opinión personal, no ee ofenda, pero creo que este sujeto le trata con excesiva bondad. Así, pues, ¿vendrá usted? Excelente. Le esperaremos.»
Al colgar el auricular, Fiodor casi derribó de la mesa el bloque con varillas de acero flexible y un lápiz junto a ella; trató de cogerlo, y fue entonces cuando lo tumbó; después su cadera chocó contra la esquina del aparador; luego dejó caer un cigarrillo que estaba sacando del paquete mientras caminaba; y finalmente calculó mal el ímpetu de la puerta, que se abrió con tanta resonancia que Frau Stoboy, que pasaba en aquel momento por el pasillo con un plato de leche en la mano, emitió un glacial «¡Uf!». Él quería decirle que su vestido amarillo pálido con tulipanes azules era bonito, que la raya de sus cabellos rizados y las bolsas temblorosas de sus mejillas le prestaban una majestuosidad a lo George Sand; que su comedor era el colmo de la perfección; pero se conformó con una sonrisa radiante y casi tropezó con las rayas atigradas que no habían seguido al gato cuando éste saltó a un lado; pero, después de todo, nunca había dudado de que sería así, de que el mundo, en la persona de unos cuantos centenares de amantes de la literatura que habían dejado San Petersburgo, Moscú y Kiev, apreciaría inmediatamente su don.
Tenemos ante nosotros un delgado volumen titulado Poemas (sencilla librea de cola de golondrina que en los últimos años se ha hecho tan de rigueur como la trencilla de no hace tanto tiempo —desde «Ensueños lunares» al latín simbólico), que contiene unos cincuenta poemas de doce versos dedicados todos ellos a un único tema: la infancia. Mientras los componía fervientemente, el autor pretendía, por un lado, generalizar las reminiscencias seleccionando elementos característicos de cualquier infancia lograda— de ahí su aparente evidencia; y por otro lado, sólo ha permitido que en sus poemas penetrara su esencia genuina —de ahí su aparente escrupulosidad. Al mismo tiempo tuvo que esforzarse mucho por no perder el control del juego ni el punto de vista del juguete. La estrategia de la inspiración y la táctica de la mente, la carne de la poesía y el espectro de la prosa traslúcida —éstos son los epítetos que nos parecen caracterizar con suficiente exactitud el arte de este joven poeta... Y, después de cerrar su puerta con llave, cogió el libro y se tendió en el diván —tenía que releerlo inmediatamente, antes de que la excitación tuviera tiempo de enfriarse, a fin de comprobar la superior calidad de los poemas e imaginar por adelantado todos los detalles de la gran aprobación que les había concedido aquel crítico inteligente, encantador y todavía sin nombre. Y ahora, al repasarlos y ponerlos a prueba, hacía exactamente lo contrario de lo que había hecho poco rato antes, cuando repasaba todo el libro en un solo pensamiento instantáneo. Ahora, por así decirlo, leía en tres dimensiones, explorando cuidadosamente cada poema, entresacado del resto como un cubo y bañado por todos lados en aquel aire campestre, mullido y maravilloso, después del cual uno se siente tan cansado al atardecer. En otras palabras, mientras leía, volvía a hacer uso de todos los materiales ya elegidos otra vez por su memoria para la extracción de estos poemas, y lo reconstruía todo, absolutamente todo, del mismo modo que un viajero ve a su regreso en los ojos de un huérfano no sólo la sonrisa de su madre, a quien había conocido en su juventud, sino también una avenida que termina en un estallido de luz amarilla y aquella hoja rojiza sobre el banco, y todo lo demás, todo lo demás. La colección se iniciaba con el poema «La pelota perdida», y uno sentía que empezaba a llover. Uno de esos atardeceres, cargados de nubes, que casan tan bien con nuestros abetos septentrionales, se había condensado en torno a la casa. La avenida había vuelto del parque para pasar la noche, y su entrada se hallaba envuelta en penumbra. Ahora, las blancas persianas enrollables separan la habitación de la oscuridad exterior, hacia donde ya se han trasladado las partes más claras de diversos objetos caseros para ocupar vacilantes posiciones a diferentes niveles del jardín irremisiblemente negro. La hora de acostarse está muy cerca.
Los juegos se van haciendo desanimados y algo indiferentes. Ella es vieja y gime dolorosamente mientras se arrodilla en tres laboriosas etapas.