La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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«Algún día —pensó— tengo que utilizar una escena semejante para empezar una buena novela, extensa y anticuada.» Este efímero pensamiento tuvo un matiz de descuidada ironía; ironía, no obstante, completamente innecesaria, porque alguien dentro de él, en su nombre, independiente de él, había absorbido todo esto, lo había registrado v archivado. Él mismo acababa de instalarse, y ahora, por primera vez, en el estado todavía insólito de «residente», había salido corriendo a comprar unas cuantas cosas. Conocía la calle y también todo el barrio: la pensión que acababa de dejar no estaba lejos; pero hasta ahora la calle había serpenteado de un lado a otro sin ninguna relación con él; hoy se había detenido de repente; en lo sucesivo se establecería como una extensión de su nuevo domicilio.
Bordeada de tilos medianos, con gotitas de lluvia esparcidas entre sus intrincadas ramas negras según la futura distribución de las hojas (mañana, cada gota contendría una pupila verde); dotada de una suave superficie alquitranada de unos nueve metros de anchura y aceras jaspeadas (construidas a mano y agradables para los pies), ascendía en ángulo apenas perceptible y empezaba con una oficina de correos y terminaba con una iglesia, como una novela epistolar. Con ojo experimentado buscó en ella algo que pudiera convertirse en una pesadilla cotidiana, una tortura diaria para sus sentidos, pero no parecía haber nada de esto a la vista, y la luz difusa del gris cielo primaveral no sólo no despertaba sospecha alguna sino que incluso prometía suavizar cualquier insignificancia que, a buen seguro, en tiempo más radiante no dejaría de aparecer, y que podía ser cualquier cosa: el color de un edificio, por ejemplo, que inmediatamente provocara un gusto desagradable en la boca, un resto de harina de avena, o incluso de confite; un detalle arquitectónico que llamara ostentosamente la atención cada vez que se pasara por delante; la irritante imitación de una cariátide, un adorno y no un soporte, que incluso bajo un peso más ligero se desmoronaría, convertido en polvo de yeso; o bien, sujeto al tronco de un árbol con una tachuela oxidada, la esquina inútil pero preservada eternamente de un aviso escrito a mano (tinta borrosa, perro azul desaparecido) que ya no servía de nada pero que no habían arrancado por completo; o un objeto de un escaparate, o un olor que en el último momento se negaba a facilitar un recuerdo que parecía a punto de proclamar a gritos, y permanecía en cambio en su esquina de la calle, un misterio encerrado en sí mismo. No, no había nada de eso (todavía no, por lo menos); sería una buena idea, pensó, estudiar algún día con calma la secuencia de tres o cuatro clases de tiendas para ver si tenía razón al conjeturar que semejante secuencia seguiría su propia ley de composición, de manera que, tras descubrir la composición más frecuente, pudiera deducirse el ciclo medio de las calles de una ciudad determinada, por ejemplo: estanco, farmacia, verdulería. En la calle Tannenberg estas tres se hallaban separadas y aparecían en esquinas diferentes; sin embargo, tal vez el agrupamiento rítmico aún no se había establecido, y en el futuro, cediendo a aquel contrapunto (mientras los propietarios se arruinaban o trasladaban), empezarían de manera gradual a reunirse de acuerdo con la pauta correcta: la verdulería, con una mirada por encima del hombro, cruzaría la calle, a fin de estar primero a siete puertas de distancia, y luego a tres, de la farmacia —de un modo parecido a cómo, en el anuncio de una película, las letras desordenadas encuentran su lugar; y al final siempre hay una que da una especie de salto mortal y va a buscar apresuradamente su posición (un personaje cómico, el inevitable simplón entre los nuevos reclutas); y así irían esperando a que quedara libre una tienda adyacente, tras lo cual ambas guiñarían el ojo al estanco de enfrente, como diciendo: «De prisa, ven aquí»; y sin que nadie se diera cuenta todas se habrían colocado en hilera, formando una línea característica. Dios mío, cuánto odio todo esto —¡los objetos de los escaparates, el rostro obtuso de la mercancía, y, sobre todo, el ceremonial de la transacción, el intercambio de pegajosos cumplidos antes y después! Y esas pestañas bajas del precio modesto... la nobleza del descuento... el altruismo de los anuncios... toda esta repugnante imitación de lo bueno, que tiene una rara habilidad para atraer a las personas buenas: Alexandra Yakovlevna, por ejemplo, me confesó que cuando va a comprar a tiendas conocidas se siente moralmente trasplantada a un mundo especial donde se embriaga con el vino de la honradez y la dulzura de favores mutuos, y replica a la almibarada sonrisa del vendedor con una sonrisa de radiante embeleso.
El tipo de tienda berlinesa donde entró puede determinarse adecuadamente por la presencia, en un rincón, de una mesita que sostenía un teléfono, una guía, narcisos en un jarrón y un gran cenicero. Esta tienda no tenía los cigarrillos emboquillados rusos que él prefería, y se habría marchado con las manos vacías a no ser por el chaleco de botones de nácar del propietario y su calva color calabaza. Sí, toda mi vida me cobraré este pequeño pago en especie para compensarme de mi excesivo dispendio por mercancías que me obligan a comprar.
Mientras cruzaba hacia la farmacia de la esquina volvió involuntariamente la cabeza a causa de un rayo de luz que había rebotado de su sien, y vio, con aquella rápida sonrisa con que saludamos un arco iris o una rosa, un paralelogramo de cielo, cegadoramente blanco, que estaban descargando del camión —un armario de luna, a través del cual, como a través de una pantalla de cine, pasó un reflejo impecable y claro de ramas, deslizándose y meciéndose, no arbóreamente, sino con una vacilación humana, producida por la naturaleza de los que Uavaban a cuestas este cielo, estas ramas, esta fachada deslizante.
Siguió caminando hacia la tienda, pero lo que acababa de ver —ya fuera porque le había proporcionado un placer afín, o porque le había cogido por sorpresa y sobresaltado (como caen los niños desde el henal a la oscuridad elástica) —desató en él aquel algo agradable que desde hacía varios días se hallaba en el fondo oscuro de todos sus pensamientos, y que se apoderaba de él a la menor provocación: mi colección de poemas acaba de publicarse; y cuando, como ahora, su mente daba un brinco, es decir, cuando recordaba los cincuenta poemas que acababan de publicarse, recorría en un solo instante el libro entero, de forma que, en la niebla instantánea de su música locamente acelerada, no se podía captar un sentido legible de las líneas revoloteadoras —las familiares palabras pasaban de largo, girando en medio de una espuma violenta (cuya ebullición se transformaba en una poderosa corriente si se fijaba la vista en tila, como solíamos hacer mucho tiempo atrás, mirándola desde un oscilante puente de molino hasta que el puente se convertía en la popa de un barco: ¡adiós!) —y esta espuma, y este revoloteo, y un verso separado que pasaba solitario, gritando desde lejos con salvaje éxtasis, probablemente le llamaba al hogar, todo esto, junto con el blanco cremoso de la cubierta, se fundía en una sensación maravillosa de pureza excepcional... «¡Qué estoy haciendo!», pensó y recobró bruscamente el sentido y se dio cuenta de que lo primero que había hecho al entrar en la tienda siguiente era depositar el cambio, que le habían dado en el estanco, en el islote de goma que había en el centro del mostrador de cristal, a través del cual vislumbró el tesoro sumergido de perfumes embotellados, mientras la mirada de la vendedora, condescendiente hacia su extraña conducta, seguía con curiosidad esta mano distraída que pagaba una compra todavía no mencionada.
—Una pastilla de jabón de aceite de almendras, por favor —dijo con dignidad.