La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Mi pelota ha rodado bajo la cómoda de la niñera.
En el suelo, una vela
tira de los bordes de las sombras
hacia un lado y otro, pero la pelota ha desaparecido.
Entonces llega el torcido atizador.
Se arrastra y se desgañifa en vano,
hace salir un botón
y luego media galleta.
De pronto la pelota surge, corriendo
hacia la oscuridad temblorosa,
cruza toda la estancia y en seguida desaparece
bajo el sofá inexpugnable.
¿Por qué no me satisface del todo el calificativo «temblorosa»? ¿Será que la mano colosal del titiritero aparece por un instante entre las criaturas cuyo tamaño la vista había llegado a aceptar (de modo que la primera reacción del espectador al final del espectáculo es :«¡Cuánto he crecido!»)? Después de todo, la habitación temblaba realmente, y el movimiento intermitente, parecido a un tiovivo, de las sombras en la pared cuando se llevan la luz, o el abultamiento de las monstruosas gibas del difuso camello del techo cuando la niñera forcejea con el voluminoso e inestable biombo de cañas (cuya expansión es inversamente proporcional a su grado de equilibrio) —todo esto constituye mis primeros recuerdos, los más próximos a la fuente original. Mi pensamiento inquisitivo se vuelve a menudo hacia esa fuente original, hacia ese vacío invertido. Y así, el estado nebuloso del niño siempre se me antoja una convalecencia lenta tras una terrible enfermedad, y el apartamiento de una no existencia original se convierte en un acercamiento a ella cuando fuerzo la memoria hasta el mismo límite con objeto de saborear aquella oscuridad y utilizar sus lecciones como medio de prepararme para la oscuridad futura; pero al volver mi vida del revés, para que el nacimiento se convierta en muerte, no consigo ver al borde de esta muerte invertida nada que corresponda al terror ilimitado que, según dicen, experimenta incluso un centenario cuando se enfrenta con el final positivo; nada, excepto tal vez las susodichas sombras, que se levantan desde algún lugar bajo cuando la vela se dispone a abandonar la habitación (mientras la sombra de la bola de latón izquierda de los pies de mi cama pasa como una cabeza negra, hinchándose al moverse), ocupa su lugar acostumbrado sobre la cama de mi cuarto infantil, y en sus rincones parecen de bronce y sólo tienen una semejanza casual con sus modelos naturales.
En toda una colección de poemas, que desarman por su sinceridad... no, esto es una tontería —¿por qué hay que «desarmar» al lector? ¿Acaso es peligroso? En toda una colección de excelentes... o, para darle más énfasis, notables poemas, el autor no sólo canta a estas temibles sombras sino también a momentos más alegres. ¡Tonterías, he dicho! Mi panegirista desconocido y sin nombre no escribe así, y ha sido sólo por su causa que he poetizado el recuerdo de dos juguetes preciosos y, supongo, antiguos. El primero era una amplia maceta pintada que contenía una planta artificial de un país cálido, sobre la que descansaba un ave canora tropical, disecada, de aspecto tan asombrosamente vivo que parecía a punto de levantar el vuelo, con plumaje negro y pecho de amatista; y, cuando con halagos se obtenía la gran llave del ama de llaves Ivonna Ivanovna, y se introducía en un lado de la maceta y se hacía girar con fuerza varias veces, el pequeño ruiseñor malayo abría el pico... no, ni siquiera abría el pico, porque había ocurrido algo raro al viejo mecanismo, a uno u otro de los muelles, que, no obstante, reservaba su acción para más tarde: el pájaro no cantaba entonces, pero si uno se olvidaba de él y una semana después pasaba por casualidad frente a su elevada percha encima del armario, algún temblor misterioso le obligaba de pronto a emitir sus mágicos trinos —y qué maravillosa y largamente gorjeaba, hinchando el pecho encrespado; terminaba; entonces, cuando uno salía, pisaba otra tabla y, como respuesta especial, el pájaro emitía un último silbido y enmudecía a mitad de una nota. El otro de los juguetes poetizados, que estaba en otra habitación, también sobre un estante alto, se comportaba de manera similar, pero con una sombra burlona de imitación —del mismo modo que el espíritu de parodia siempre acompaña a la poesía auténtica. Se trataba de un payaso vestido de satén y pieles que se elevaba sobre dos enjalbegadas barras paralelas y solía ponerse en movimiento tras una sacudida accidental, al son de una música en miniatura de cómica pronunciación que sonaba bajo su pequeña plataforma mientras levantaba las piernas enfundadas en medias blancas y los zapatos con pompones, arriba, cada vez más arriba, con sacudidas apenas perceptibles —y de pronto todo se detenía y él queda inmóvil en una postura ladeada. ¿Tal vez ocurre lo mismo con mis poemas? Pero la veracidad de yuxtaposiciones y deducciones se preserva mejor a veces en el lado izquierdo de la dialéctica verbal.
Por la acumulación de piezas poéticas del libro obtenemos de manera gradual la imagen de un niño en extremo receptivo que vive en un ambiente favorable en grado superlativo. Nuestro poeta nació el 12 de julio de 1900, en la mansión de Leshino, que había sido durante generaciones la heredad de los Godunov-Cherdyntsev. Incluso antes de alcanzar la edad escolar, el niño ya había leído un considerable número de libros de la biblioteca de su padre. En sus interesantes memorias, fulano de tal recuerda el entusiasmo del pequeño Fedia y de su hermana Tania, dos años mayor que él, por el teatro de aficionados, y que incluso escribieron ellos mismos piezas teatrales para representarlas... Esto, buen hombre, puede ser cierto de otros poetas, pero en mi caso es una mentira. Siempre he sentido indiferencia por el teatro; aunque recuerdo que teníamos un teatro de marionetas, con árboles de cartón y un castillo almenado cuyas ventanas de celuloide, del color de la mermelada de frambuesa, dejaban ver llamas pintadas, como las del cuadro de Vereshchagin del «Incendio de Moscú», cuando dentro se encendía una vela, y fue precisamente esta vela lo que, no sin nuestra participación, causó finalmente el incendio de todo el edificio. ¡Oh, pero Tania y yo éramos muy exigentes en cuanto a juguetes! A menudo recibíamos cosas lamentables de personas indiferentes del exterior. Cualquier regalo que llegase en una caja plana de cartón, con la tapa ilustrada, presagiaba un desastre. A una tapa así traté de dedicarle mis estipulados doce versos, pero por alguna razón el poema no surgió. Una familia sentada en torno a una mesa circular iluminada por una lámpara; el niño luce un imposible traje de marinero con corbata roja, la niña lleva botas de cordones, también rojas; ambos, con expresiones de sensual deleite, están pasando cuentas de varios colores por varillas parecidas a pajas, haciendo cestitas, jaulas de pájaros y cajas; y, con similar entusiasmo, sus mentecatos padres participan en el mismo pasatiempo —el padre, con una considerable pelambrera en el rostro complacido, la madre, con sus imponentes pechos; el perro también mira hacia la mesa, y en último término puede verse acomodada a la envidiosa abuela. Ahora estos mismos niños han crecido y con frecuencia vuelvo a verlos en anuncios: él, con mejillas relucientes y morenas, chupa voluptuosamente un cigarrillo o sostiene en la mano bronceada, muestra también una sonrisa carnívora, un bocadillo que contiene algo rojo («¡coman más carne!»); ella sonríe a una media que lleva puesta o, con malvada afición, vierte nata artificial sobre frutas en conserva; y con el tiempo se convertirán en viejos vivaces, sonrosados y golosos —y aún tendrán ante sí la infernal belleza negra de ataúdes de roble en un escaparate decorado con palmeras... Así se desarrolla junto a nosotros un mundo de hermosos demonios, en una relación alegremente siniestra con nuestra existencia cotidiana; pero en el hermoso demonio hay siempre un defecto secreto, una verruga vergonzosa en el reverso de esta apariencia de perfección: el atractivo glotón del anuncio, atiborrándose de gelatina, nunca conocerá los tranquilos goces del gastrónomo, y sus modas (retrasándose junto a la cartelera mientras nosotros seguimos caminando) van siempre un poco a la zaga de las de la vida real. Algún día volveré para discutir sobre este vengador, que encuentra un punto débil para su golpe exactamente donde parece residir todo el sentido y el poder del ser a quien ataca.