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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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En primavera el revólver había crecido. Pertenecía a Rudolf, pero durante mucho tiempo pasó del uno al otro discretamente, como un cálido anillo que se desliza por un cordel en un juego de salón, o una carta marcada. Por extraño que parezca, la idea de desaparecer los tres juntos a fin de restablecer —ya en un mundo diferente —un círculo ideal e impecable, la defendía más encarnizadamente Olia, aunque ahora es difícil determinar quién la propuso primero y cuándo. En esta empresa, el papel de poeta lo asumió Yasha —su posición parecía la más desesperada, ya que, después de todo, era la más abstracta; sin embargo, hay penas que no se curan con la muerte, puesto que pueden ser tratadas mucho más sencillamente por la vida y sus cambiantes anhelos: una bala material carece de poder contra ellas, mientras que, por otro lado, soluciona perfectamente bien las pasiones más groseras de corazones como los de Rudolf y Olia.

Habían hallado una solución y las discusiones al respecto se hicieron fascinantes. A mediados de abril, algo ocurrió en el piso que tenían entonces los Chernyshevski, que al parecer sirvió de impulso final para el áénouement. Los padres de Yasha se habían ido pacíficamente al cine de enfrente. Rudolf se emborrachó de manera inesperada y dio rienda suelta a sus instintos, Yasha le apartó de Olia y todo esto sucedió en el cuarto de baño, y poco después Rudolf, llorando, empezó a recoger el dinero que de un modo u otro se le había caído de los bolsillos del pantalón, y qué opresión sentían los tres, qué vergüenza, y qué tentador era el alivio ofrecido por la escena final programada para el día siguiente.

Después de comer, el jueves, día dieciocho, que también era el decimoctavo aniversario de la muerte del padre de Olia, provisto del revólver, que a estas alturas ya era muy fornido e independiente, y con un tiempo diáfano y frágil (con un húmedo viento del oeste y el color violeta de los pensamientos en todos los jardines), salieron en el tranvía 57 hacia el Grünewald, donde planeaban encontrar un lugar solitario y matarse de un tiro uno después del otro. Se quedaron en la plataforma trasera del tranvía, los tres con gabardina y rostros hinchados y pálidos —y la gorra de gran visera de Yasha, que no llevaba desde hacía unos cuatro años y que por alguna razón se había puesto hoy, le otorgaba un aspecto extrañamente plebeyo; Rudolf iba destocado y el viento despeinaba sus cabellos rubios, apartados de las sienes; Olia se apoyaba en la barandilla, agarrando el hierro negro con una mano firme y blanca que tenía un anillo prominente en el índice —y contemplaba con los ojos semicerrados las calles que se deslizaban tras ella, y todo el rato pisaba por error el pedal del suelo que accionaba la suave campanilla (destinado al pie enorme y pétreo del conductor cuando la parte trasera del coche se convirtiera en la delantera). Desde el interior del coche y a través de la puerta, Yuli Filippovich Posner, ex tutor de un primo de Yasha, se dio cuenta de la presencia del grupo. Asomándose con rapidez —era una persona decidida y confiada—, hizo una seña a Yasha, quien, al reconocerle, fue hacia dentro.

«Me alegro de haberle encontrado», dijo Posner, y después de explicar con todo lujo de detalles que iba con su hija de cinco años (sentada a solas junto a una ventanilla con la flexible nariz apretada contra el cristal) a visitar a su mujer a una clínica de maternidad, sacó la cartera y de ésta su tarjeta de visita, y entonces, aprovechando una parada fortuita del tranvía (el trole se había desenganchado del cable en una curva), tachó su antigua dirección con una pluma y escribió encima la nueva. «Tenga —dijo—, dé esto a su primo en cuanto regrese de Basilea y recuérdele, por favor, que aún tiene varios libros míos que necesito, que necesito mucho.»

El tranvía pasaba a gran velocidad por el Hohenzollerndamm y en la plataforma trasera Olia y Rudolf continuaban viajando al aire libre con la misma seriedad de antes, pero había ocurrido un cambio misterioso: por el acto de dejarles solos, aunque fue un momento (Posner y su hija bajaron muy pronto), Yasha había roto la alianza, por así decirlo, e iniciado su separación, de modo que cuando se reunió con ellos en la plataforma ya estaba solo, aunque ninguno de los tres lo supiera, y la grieta invisible, de acuerdo con la ley que rige todas las grietas, continuó moviéndose y ensanchándose.

En la soledad del bosque primaveral, donde los abedules grisáceos y mojados, particularmente los más pequeños, se agrupaban, inexpresivos, con toda su atención vuelta hacia sí mismos; no lejos del lago plomizo (en cuya vasta orilla no se veía ni un alma, excepto un hombrecillo que tiraba un palo al agua a instancias de su perro), encontraron fácilmente un cómodo lugar solitario y en seguida pusieron manos a la obra; para mayor exactitud, Yasha puso manos a la obra: poseía aquella honradez de espíritu que imparte al acto más temerario una sencillez casi cotidiana. Dijo que se mataría él primero por ser el mayor (tenía un año más que Rudolf y un mes más que Olia) y esta simple observación hizo innecesaria la jugada de echarlo a suertes, que probablemente, en su vulgar ceguera, le hubiera designado a él de todos modos; y despojándose de la gabardina y sin despedirse de sus amigos (lo cual era bien natural teniendo en cuenta su idéntico destino), en silencio, con torpes prisas, bajó la pendiente resbaladiza, cubierta de agujas de pino, hasta llegar al barranco, tan tapizado de matorrales y ramas de roble que, pese a la diafanidad de abril, le ocultaba completamente de los otros.

Estos dos permanecieron largo rato esperando el disparo. No llevaban cigarrillos, pero Rudolf fue lo bastante listo para palpar el bolsillo de la gabardina de Yasha, donde encontró un paquete sin abrir. El cielo se había encapotado, los pinos susurraban con cautela y desde abajo parecía que sus ramas ciegas buscasen algo a tientas. Muy arriba y fabulosamente veloces, con los largos cuellos estirados, pasaron volando dos patos salvajes, uno algo detrás del otro. Después, la madre de Yasha solía enseñar la tarjeta de visita, Ing. Dipl. Julius Posner, en cuyo reverso Yasha había escrito a lápiz: Mamá, papá, aún estoy vivo, tengo mucho miedo, perdonadme. Rudolf no pudo soportarlo más y bajó a ver qué le ocurría. Yasha estaba sentado sobre un tronco entre las hojas aún no contestadas del año anterior, pero no se volvió sólo dijo: «Acabo en seguida.» Había algo rígido en su espalda, como si estuviera controlando un dolor acervo. Rudolf volvió a reunirse con Olia, pero en cuanto la hubo alcanzado ambos oyeron el sordo chasquido del disparo, mientras en la habitación de Yasha la vida continuó unas horas más como si nada hubiese ocurrido —la piel de plátano en un plato, el volumen de poemas de Annenski, El arca de ciprés, y el de Kodasevich, La lira pesada, sobre una silla junto a la cama; la raqueta de ping-pongsobre el diván; murió instantáneamente; sin embargo, para revivirle, Rudolf y Olia le arrastraron por entre los matorrales hasta los juncos y allí le salpicaron y frotaron desesperadamente, de modo que estaba todo manchado de tierra, sangre y lodo cuando la policía encontró el cuerpo. Entonces ambos empezaron a pedir socorro a gritos, pero no acudió nadie: hacía mucho rato que el arquitecto Ferdinand Stockschmeisser se había marchado con su empapado setter.

Volvieron al lugar donde habían esperado el disparo y aquí el crepúsculo empieza a descender sobre la historia. Lo único claro es que Rudolf, ya fuera porque se le ofrecía cierta vacante terrena o porque era simplemente un cobarde, perdió todo deseo de suicidarse, y Olia, aunque hubiera persistido en su intención, no podía hacer nada, ya que él había ocultado inmediatamente el revólver. Permanecieron mucho rato en el bosque, que ya era frío y oscuro y donde crepitaba una llovizna obcecada, hasta una hora estúpidamente tardía. Dice el rumor que fue entonces cuando se convirtieron en amantes, pero esto sería demasiado perentorio. Alrededor de medianoche, en la esquina de una calle llamada poéticamente Senda de Lilas, un sargento de policía escuchó con escepticismo su horrible y voluble relato. Existe una especie de estado histérico que adopta la apariencia de la fanfarronería infantil.

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