La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Yasha y yo entramos en la Universidad de Berlín casi al mismo tiempo, pero no le conocí, pese a que debimos cruzarnos muchas veces. La diversidad de asignaturas —él estudiaba filosofía, yo estudiaba infusorios —disminuyó la posibilidad de nuestra asociación. Si ahora retornase al pasado, enriquecido en un solo aspecto —conciencia de la actualidad —y siguiera con exactitud todos los vericuetos de mis pasos, seguramente me fijaría en su rostro, ahora tan familiar para mí a través de las fotografías. Es curioso: cuando nos imaginamos volviendo al pasado con el contrabando del presente, qué extraño sería encontrar allí, en lugares inesperados, a los prototipos de los conocidos de hoy, tan jóvenes y frescos, que en una especie de demencia lúcida no te reconocen; así, por ejemplo, una mujer a quien amas desde ayer, aparece como una niña, prácticamente a tu lado en un tren lleno de gente, mientras el transeúnte casual que quince años atrás te preguntó una dirección en la calle, ahora trabaja en tu misma oficina. Entre esta multitud del pasado, sólo alrededor de una docena de caras adquirirían esta importancia anacrónica: los triunfos más bajos transfigurados por el resplandor del as. Y entonces, cuán confiadamente podríamos... Pero, ay, incluso logramos, en un sueño, realizar este viaje de vuelta, en la frontera del pasado tu intelecto presente queda invalidado por completo, y en el ambiente de una clase reunida con atolondramiento por el torpe encargado de los accesorios de la pesadilla, vuelves a no saberte la lección —con todos los matices olvidados de aquellas viejas congojas escolares.
En la universidad, Yasha intimó con dos condiscípulos, Rudolf Baumann, alemán, y Olia G., compatriota suya —los periódicos en lengua rusa no publicaron su nombre completo. Era una muchacha de su misma edad y clase social, e incluso, creo, de su misma ciudad. Sin embargo, sus familias no se conocían. Yo sólo tuve ocasión de verla una vez, en una velada literaria unos dos años después de la muerte de Yasha —recuerdo su frente notablemente despejada y clara, sus ojos color de aguamarina y su boca grande y roja con vello negro sobre el labio superior y un grueso lunar en el centro; tenía los brazos cruzados sobre sus pechos suaves, y en seguida despertó en mí todas las asociaciones literarias indicadas, como el polvo de un bello atardecer de verano y el umbral de una posada de carretera y la mirada observadora de una chica aburrida. En cuanto a Rudolf, nunca le vi, y sólo puedo concluir por las palabras de otras personas que llevaba peinado hacia atrás el cabello rubio pálido y era rápido de movimientos y bien parecido —de una forma dura y musculosa, semejante a un perro de caza. Así, pues, empleo un método diferente para estudiar a cada uno de los tres individuos, lo cual afecta a la vez su sustancia y su coloración, hasta que, en el último momento, los rayos de un sol que es el mío y no obstante me resulta incomprensible, les da de pleno y los iguala en el mismo estallido de luz.
Yasha escribía un diario y en sus notas definió con claridad las relaciones mutuas entre él, Rudolf y Olia como «un triángulo inscrito en un círculo». El círculo representaba la amistad normal, sencilla, «euclidiana» (como él lo expresaba) que les unía a los tres, de modo que si sólo hubiera existido el círculo, su unión habría permanecido feliz, despreocupada e íntegra. Pero el triángulo inscrito dentro de él era un sistema diferente de relaciones, complejo, de formación dolorosa y lenta, que tenía una existencia propia, independiente por completo del recinto común de su amistad uniforme. Éste era el vulgar triángulo de la tragedia, formado dentro de un círculo idílico, y la mera presencia de una estructura tan sospechosamente pura, para no hablar del elegante contrapunto de su evolución, jamás me hubiera permitido convertirla en un cuento corto o una novela.
«Estoy ferozmente enamorado del alma de Rudolf —escribía Yasha en su estilo agitado y neorromántico—. Amo sus proporciones armoniosas, su salud, su alegría de vivir. Estoy ferozmente enamorado de esta alma desnuda, bronceada, ágil, que tiene una respuesta para todo y marcha por la vida de la misma manera que una mujer que confía en sí misma va por un salón de baile. No puedo imaginar sino del modo más complejo y abstracto, en comparación con el cual Kant y Hegel son un juego de niños, el violento éxtasis que experimentaría si... ¿Si qué? ¿Qué puedo hacer con su alma? Esto es lo que me mata —esta nostalgia de una herramienta misteriosa (así anhelaba Albrecht Koch «una lógica dorada» en un mundo de dementes). Mi sangre palpita, mis manos se hielan como las de una colegiala cuando me quedo a solas con él, y él lo sabe y siente aversión hacia mí y no oculta su repugnancia. Estoy ferozmente enamorado de su alma —y esto es tan estéril como estar enamorado de la luna.»
Los escrúpulos de Rudolf son comprensibles, pero si se examina el asunto desde más cerca, se sospecha que tal vez la pasión de Yasha no era tan anormal y que, después de todo, su excitación se parecía mucho a la de numerosos muchachos rusos de mediados del siglo pasado, que temblaban de felicidad cuando, levantando las sedosas pestañas, su pálido maestro —futuro guía, futuro mártir—, se volvía hacia ellos; y yo me habría negado a ver en el caso de Yasha una desviación incorregible si Rudolf hubiera sido en un grado mínimo un maestro, un mártir o un guía; y no lo que era en realidad, un «Bursch» cualquiera, un «buen chico» alemán, pese a cierta propensión a la poesía tenebrosa, la música pobre y el arte desequilibrado —lo cual no le afectaba en modo alguno aquella solidez fundamental que había cautivado a Yasha, o creía que le había cautivado.
Hijo de un respetable y estúpido profesor y de la hija de un funcionario civil, había crecido en un maravilloso ambiente burgués, entre un aparador como una catedral y los lomos de libros adormecidos. Tenía buen carácter, aunque no era bueno; sociable, pero un poco asustadizo; impulsivo, y al mismo tiempo calculador. Se enamoró decididamente de Olia después de una excursión en bicicleta con ella y Yasha por la Selva Negra, viaje que, como más tarde testificó en el juicio, «nos abrió los ojos a los tres»; se enamoró de ella al nivel más bajo, primitiva e impacientemente, pero recibió de ella una brusca repulsa, intensificada por el hecho de que Olia, muchacha indolente, codiciosa y lánguidamente extravagante, «comprendió que se había enamorado» de Yasha (en aquellos mismos bosques de abetos, junto al mismo lago negro y redondo), y esto oprimió tanto a este último como a Rudolf el ardor de Yasha, y a ella misma el ardor de Rudolf, por lo que la relación geométrica de sus sentimientos mutuos quedó completa, recordando las interconexiones tradicionales y algo misteriosas entre las dramatis personae de los dramaturgos franceses del siglo XVIII, donde X es la amante de Y («enamorado de Y») e Y es el amant de Z («enamorado de Z»).
Cuando llegó el invierno, el segundo invierno de su amistad, ya tenían una conciencia clara de la situación; dedicaron el invierno a estudiar su condición de inevitable. En apariencia todo iba bien: Yasha leía incesantemente; Rudolf jugaba a hockey, empujando con maestría el disco de goma sobre el hielo; Olia estudiaba historia del arte (que, en el contexto de la época, suena —como el tono de todo el drama en cuestión— a nota insoportablemente típica y, por tanto, falsa); sin embargo, por dentro se desarrollaba un tormento oculto y doloroso que se volvió formidablemente destructivo en el momento en que estos infortunados jóvenes empezaron a encontrar cierto placer en su triple tortura.
Durante largo tiempo respetaron el acuerdo tácito (sabiendo cada uno, sin vergüenza ni remedio, todo sobre los demás) de no mencionar nunca sus sentimientos cuando los tres estuvieron juntos; pero en cuanto uno de ellos estaba ausente, los otros dos empezaban, sin que pudieran evitarlo, a discutir su pasión y su sufrimiento. Por alguna razón celebraron la víspera del Año Nuevo en el restaurante de una de las estaciones de Berlín —tal vez porque en las estaciones ferroviarias el equipaje de tiempo es particularmente impresionante —y después fueron a pasear por el barro multicolor de calles torvas y festivas, y Rudolf propuso irónicamente un brindis al descubrimiento de su amistad —y desde entonces, al principio con discreción, pero pronto con todo el arrebato de la franqueza, discutieron sus sentimientos estando presentes los tres. Fue entonces cuando el triángulo empezó a corroer su circunferencia. Los padres de Chernyshevski, así como los de Rudolf y la madre de Olia (escultora, obesa, de ojos negros y todavía guapa, de voz suave, que había enterrado a dos maridos y solía llevar largos collares que parecían cadenas de bronce), no sólo no intuían que se estaba fraguando algo fatídico, sino que habrían replicado confiadamente (de haber surgido un preguntón vano entre los ángeles que ya convergían, pululaban y se atareaban profesionalmente en torno a la cuna de un pequeño y oscuro revólver recién nacido) que todo iba bien, que todo el mundo era feliz. Después, sin embargo, cuando hubieron ocurrido los hechos, sus burladas memorias realizaron grandes esfuerzos para encontrar trazas y pruebas de lo que iba a suceder en el curso rutinario de los días de idéntico matiz —y, sorprendentemente, las encontraron. Así madame G., cuando fue a dar el pésame a madame Chernyshevski, creyó totalmente lo que decía al insistir en que había tenido presentimientos de la tragedia durante mucho tiempo —desde el día en que entró en el salón sumido en la penumbra y vio, en actitudes inmóviles en el sofá, adoptando las diversas inclinaciones dolientes de las alegorías que se ven en los bajorrelieves de las lápidas, a Olia y sus dos amigos, reunidos en silencio; fue sólo una fugaz y momentánea armonía de sombras, pero madame G. aseguró haberse fijado en aquel momento, o, con más probabilidad, lo archivó para volver a él unos meses después.