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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Salían con frecuencia; como siempre, Elisaveta Pavlovna parecía buscar algo, recorriendo velozmente el mundo con una mirada ligera de sus ojos resplandecientes. Las vacaciones alemanas resultaron húmedas, los charcos daban a las aceras el aspecto de estar llenas de agujeros, las luces de los árboles navideños ardían, opacas, en los escaparates, y aquí y allí, en las esquinas de las calles, un Santa Claus comercial con abrigo rojo y mirada hambrienta distribuía volantes. Un malvado había tenido la idea de colocar en el escaparate de unos almacenes maniquíes esquiadores sobre nieve artificial bajo la Estrella de Belén. Una vez vieron un modesto desfile comunista chapoteando en el barro —con banderas mojadas—; la mayoría de los manifestantes parecían maltratados por la vida, algunos eran jorobados, otros cojos o enfermos, y había muchas mujeres de aspecto humilde y varios reposados burgueses de poca monta. Fiodor y su madre fueron a echar una ojeada a la casa de apartamentos donde los tres habían vivido durante dos años, pero el portero ya no era el mismo, el antiguo propietario había muerto, extraños visillos pendían tras las familiares ventanas, y ya no quedaba nada que sus corazones pudieran reconocer. Fueron a un cine donde proyectaban una película rusa que mostraba con especial complacencia los goterones de sudor que rodaban por las caras de los obreros de una fábrica, mientras el dueño de la fábrica fumaba todo el tiempo un cigarro. Y, por supuesto, la llevó a ver a madame Chernyshevski.

La presentación no fue un éxito completo. Madame Chernyshevski recibió a su invitada con una ternura melancólica destinada a expresar que la experiencia del dolor las había unido larga e íntimamente; pero lo que más interesaba a Elisaveta Pavlovna era qué pensaba la otra de los versos de Fiodor y por qué no escribía a nadie sobre ellos. «¿Puedo abrazarla antes de que se vaya?», inquirió madame Chernyshevski, poniéndose anticipadamente de puntillas —era bastante más baja que Elisaveta Pavlovna, quien se inclinó hacia ella con una sonrisa inocente y radiante que destruyó por completo el significado del abrazo. «No importa, hay que ser valiente —dijo la dama, y les acompañó hasta el descansillo, al tiempo que se cubría el mentón con el peludo chal que la envolvía—. Hay que ser valiente; yo he aprendido a serlo tanto que podría dar lecciones de resistencia, pero creo que usted también ha pasado con honores por esta escuela.»

«¿Sabes una cosa? —observó Elisaveta Pavlovna mientras bajaba ligera pero cautelosamente las escaleras, sin volverse a mirar a su hijo—. Creo que compraré tabaco y papel para cigarrillos, de otro modo resultan muy caros —y añadió inmediatamente, con la misma voz—: Dios mío, qué lástima me inspira.» Y, en efecto, era imposible no apiadarse de madame Chernyshevski. Hacía tres meses que su marido estaba internado en un instituto para enfermos mentales, «un semimanicomio», como bromeaba él mismo en sus momentos de lucidez. Fiodor no le había visitado desde octubre, y una sola vez. En una sala bien amueblada encontró a un Chernyshevski más gordo, más sonrosado, afeitado a la perfección y completamente loco, calzado con zapatillas de goma y cubierto con una capa impermeable con capucha. «¡Cómo! ¿Está usted muerto?», fue lo primero que preguntó, más descontento que sorprendido. En su calidad de «Presidente de la Sociedad para la Lucha con el Otro Mundo», inventaba continuamente métodos para evitar la infiltración de fantasmas (su médico, que empleaba un nuevo sistema de «connivencia lógica», no se oponía a ello), y ahora, basándose probablemente en su cualidad no conductora en otra esfera, estaba probando la goma, pero era evidente que los resultados habían sido casi siempre negativos hasta ahora, porque cuando Fiodor fue a coger una silla que estaba algo apartada, Chernyshevski dijo con irritación: «Déjela, ya ve que hay dos sentados en ella», y este «dos» y la tiesa capa que soltaba agua a cada movimiento, y la presencia silenciosa del enfermero, como si se tratara de una visita en la cárcel, y toda la conversación del paciente se le antojaron a Fiodor una vulgarización caricaturesca, insoportable, de aquel estado de ánimo complejo, transparente y todavía noble, aunque demente a medias, en que Chernyshevski se había comunicado recientemente con su difunto hijo. Con las inflexiones de comedia vulgar que antes reservaba para las bromas —pero que ahora usaba en serio—, se embarcó en prolongadas lamentaciones, por algún motivo todas en alemán, sobre el hecho de que la gente gastara dinero en inventar cañones antiaéreos y gases venenosos y no le importara otra lucha millones de veces más importante. Fiodor tenía en la sien un arañazo ya cicatrizado —aquella mañana se había dado un golpe contra el radiador al recuperar apresuradamente el tapón de un tubo de pasta dentífrica que había rodado hasta allí. De pronto, Chernyshevski interrumpió su discurso, señaló el arañazo con aprensión y ansiedad: «Was haben Sie da?», preguntó con una mueca de dolor, y en seguida sonrió de modo desagradable y, con enfado y agitación crecientes, empezó a decir que no podían tomarle el pelo —había reconocido al instante, dijo, un reciente suicidio. El enfermero se acercó a Fiodor y le pidió que se marchara. Y mientras caminaba por el jardín de fúnebre exuberancia, junto a arriates donde florecían dalias de color carmesí, en un sueño bienaventurado y un reposo eterno, en dirección al banco donde le esperaba madame Chernyshevski (quien no entraba nunca a ver a su marido, pero pasaba días enteros en la inmediata proximidad del edificio, preocupada, activa, siempre con paquetes) —caminando por la abigarrada grava, entre arbustos de mirto que se antojaban muebles, y tomando por paranoicos a los visitantes con quienes se cruzaba, el trastornado Fiodor no dejaba de reflexionar sobre el hecho de que la desgracia de los Chernyshevski parecía ser una variación burlona del tema de su propio pesar bañado en esperanza, y hasta mucho después no comprendió todo el refinamiento del corolario y todo el equilibrio irreprochable con que estos sonidos colaterales habían sido incluidos en su propia vida.

Tres días antes de la marcha de su madre tuvo lugar en una gran sala de actos bien conocida.por los rusos de Berlín y que pertenecía a una sociedad de dentistas, a juzgar por los retratos de venerables odontólogos que miraban desde las paredes, una velada literaria abierta en que también tomó parte Fiodor Konstantinovich. Había acudido poca gente y hacía frío; junto a las puertas merodeaban, fumando, los mismos representantes de la intelectualidad rusa local que había visto mil veces y, como de costumbre, al ver un rostro conocido y amable, Fiodor se apresuraba a ir a su encuentro con sincero placer, que se convertía en aburrimiento tras el primer arranque de conversación. Elisaveta Pavlovna estaba acompañada en la primera fila por madame Chernyshevski, y por el hecho de que su madre volvía la cabeza de un lado a otro mientras se arreglaba el peinado, Fiodor, que paseaba por el vestíbulo, concluyó que le interesaba muy poco la compañía de su vecina. Por fin dio comienzo el programa. El primero en leer fue un escritor de fama que en su tiempo había aparecido en todas las críticas rusas, anciano de cabellos grises y rostro afeitado, que recordaba algo a una abubilla, con ojos demasiado bondadosos para la literatura; con una voz de inflexión corriente leyó un relato sobre la vida de San Petersburgo en vísperas de la revolución, que incluía a una vampiresa que aspiraba éter, elegantes espías, champaña, Rasputin y puestas de sol apocalípticamente apopléticas sobre el Neva. Después un tal Kron, que escribía bajo el seudónimo de Rostislav Strannyy(Rostislav el Extraño), les deleitó con una larga historia sobre una romántica aventura en la ciudad de los cien ojos, bajo cielos desconocidos; por consideración a la belleza había colocado los epítetos después de los nombres, los verbos también se habían escapado Dios sabe dónde y por alguna razón repetía una docena de veces la palabra storoshko, «cautelosamente». («Ella, cautelosamente, dejó caer una sonrisa»; «Los castaños florecieron, cautelosamente».) Después del descanso afluyeron los poetas: un joven alto, de cara muy pequeña, otro, más bien bajo, pero con una gran nariz, una dama entrada en años que llevaba gafas, otra, más joven, otro —y, finalmente, Koncheyev, que en contraste con la triunfante precisión y refinamiento de los demás, murmuró sus versos en voz baja y cansada; pero había, independientemente, tal música en ellos, era tal el abismo de significado de los versos oscuros en apariencia, tan convincentes eran los sonidos y de modo tan inesperado, de las mismas palabras que rimaba cualquier poeta surgía, jugaba y se desvanecía, sin saciar jamás la sed, una perfección única que no tenía parecido con las palabras ni las necesitaba, que por primera vez en toda la velada el aplauso no fue fingido. El último en aparecer fue Godunov-Cherndyntsev. De los poemas escritos durante el verano, leyó los que tanto gustaban a Elisaveta Pavlovna —sobre Rusia:

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