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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Había pasado dos semanas con él, después de una separación de tres años, y en el primer momento en que, empolvada hasta adquirir una palidez de muerte, con guantes negros y medias negras y un viejo abrigo de piel de foca, la vio descender los peldaños metálicos del vagón, mirando con igual rapidez primero a él y luego a lo que pisaba, y entonces, con el rostro convulso por el dolor de la felicidad, le abrazó, gemía de dicha y le besó en cualquier parte —la oreja, el cuello—, a Fiodor le pareció que la belleza de todo cuanto le inspiraba orgullo había palidecido, pero cuando su visión se ajustó al crepúsculo del presente, tan diferente al principio de la luz de la memoria, que ya se alejaba, volvió a reconocer en ella todo cuanto había amado: el puro contorno de su rostro, que se estrechaba hacia la barbilla, el juego veleidoso de aquellos ojos cautivadores, verdes, marrones y amarillos, bajo las cejas de terciopelo, el paso largo y ligero, la avidez con que encendió un cigarrillo en el taxi, la atención con que miró de pronto —nada confusa, sin embargo, por la excitación del encuentro, como le hubiese ocurrido a cualquier otra persona —la grotesca escena que ambos advirtieron: un motorista imperturbable cargado con un busto de Wagner en el sidecar; y cuando se aproximaban a la casa, la luz del pasado ya había alcanzado al presente, lo había empapado hasta el punto de saturación, y todo volvió a ser lo que fuera en este mismo Berlín tres años antes, como fuera una vez en Rusia, como había sido y sería para siempre.

Encontraron una habitación libre en casa de Frau Stoboy, y allí, la primera tarde (un neceser abierto, anillos sobre el lavabo de mármol), tendida en el sofá y mientras comía con su habitual rapidez las uvas, de las cuales no podía prescindir un solo día, habló de lo que mencionaba constantemente desde hacía casi nueve años, repitió una vez más —sombríamente, con incoherencia, con vergüenza, desviando la mirada, como si confesara algo secreto y terrible, que cada día estaba más convencida de que el padre de Fiodor vivía, que su luto era ridículo, que la vaga noticia de su muerte nadie la había confirmado, que estaba en algún lugar del Tíbet, en China, prisionero, en la cárcel, en una desesperada situación de molestias y privaciones, que convalecía de una larguísima enfermedad— y que de repente, abriría la puerta con estrépito y pisando con fuerza el umbral, entraría en la habitación. Y estas palabras hicieron que Fiodor se sintiera en un grado todavía mayor que antes feliz y asustado al mismo tiempo. Acostumbrado a la fuerza, después de tantos años, a considerar muerto a su padre, intuía algo grotesco en la posibilidad de su vuelta. ¿Era admisible que la vida pudiera realizar no sólo milagros, sino milagros necesariamente desprovistos (de otro modo no podrían soportarse) del menor indicio de lo sobrenatural? El milagro de su regreso consistiría en su naturaleza terrena, en su compatibilidad con la razón, en la rápida introducción de un suceso increíble en la sucesión aceptada y comprensible de los días ordinarios; pero cuanto más crecía con los años la necesidad de tal naturalidad, tanto más difícil resultaba para la vida el hecho de admitirla, y ahora lo que le alarmaba no era simplemente imaginar un fantasma, sino imaginar uno que no sería temible. Había días en que a Fiodor se le antojaba que de improviso, en la calle (en Berlín hay pequeños callejones sin salida donde al atardecer el alma parece disolverse), le abordaría un anciano de setenta años, vestido con harapos de cuento de hadas, con barba hasta los ojos, que le haría un guiño y diría, como había sido su costumbre: «¡Hola, hijo!» Su padre se le aparecía a menudo en sueños, como recién llegado de unos monstruosos trabajos forzados, donde había sufrido torturas físicas que estaba prohibido mencionar, y ahora, con ropa interior limpia —era imposible pensar en el cuerpo que había debajo—, una expresión nada característica de malhumor desagradable y momentáneo, la frente sudorosa y los dientes apenas visibles, estaba sentado a la mesa en el círculo de su familia enmudecida. Pero cuando, superando la sensación de falsedad del mismo estilo impuesto al destino, se obligaba a imaginar la llegada de su padre vivo, entrado en años pero indudablemente el suyo, y la explicación más completa y más convincente posible de su silenciosa ausencia, se sentía sobrecogido, no de felicidad, sino de un terror enfermizo —que, sin embargo, desaparecía en seguida y daba paso a un sentimiento de armonía satisfecha cuando situaba este encuentro más allá del límite de la vida terrena.

Pero, por otro lado... Sucede que te prometen un gran éxito a largo plazo, en el cual no crees ya desde el principio, tan diferente es del resto de las ofertas del destino, y si de vez en cuanto piensas en él, es como quien dice para mimar a tu fantasía, pero cuando, por fin, un día cualquiera en que sopla viento del oeste, llega la noticia —destruyendo simple, instantánea y decisivamente toda esperanza de ella—, te asombra de repente descubrir que aunque no lo creías, habías vivido con el sueño todo este tiempo, sin advertir su presencia constante y cercana, y este sueño se ha hecho tan enorme e independiente que no puedes eliminarlo de tu vida sin practicar un agujero en esta vida. Así Fiodor, contra toda lógica y sin atreverse a imaginar su realización, vivía con el sueño familiar del regreso de su padre, sueño que había embellecido misteriosamente su vida, la había elevado, en cierto modo, sobre el nivel de las vidas circundantes, y capacitado para ver toda clase de cosas interesantes y remotas, del mismo modo que, cuando era niño, su padre solía levantarle por los codos para que pudiese ver qué había de interesante al otro lado de una cerca.

Después del primer atardecer, cuando renovó su esperanza y se convenció de que la misma esperanza alentaba en su hijo, Elisaveta Pavlovna no volvió a referirse a ello con palabras, pero, como de costumbre, existía implícita en todas sus conversaciones, especialmente porque no conversaban mucho en voz alta: con frecuencia, tras varios minutos de animado silencio, Fiodor comprendía de improviso que todo el rato ambos sabían muy bien qué contenía este lenguaje doble, casi sub-gramíneo, que emergía en una sola corriente, como una palabra comprendida por los dos. Y a veces jugaban así: sentados de lado, imaginaban en silencio que cada uno daba el mismo paseo por Leshino, salían del parque, tomaban el sendero que bordeaba el campo (había un río a la izquierda, detrás de los alisos), cruzaban el umbroso cementerio donde cruces manchadas de sol medían algo terriblemente grande con sus brazos y donde resultaba un poco embarazoso arrancar las frambuesas, cruzaban el río, iban otra vez hacia arriba, a través del bosque, hasta una nueva curva del río, hasta el Pont des Vaches y más allá, por entre los pinos y a lo largo del Chemin du Pendu —apodos familiares que no ofendían sus oídos rusos porque habían sido inventados cuando sus abuelos eran niños. Y de pronto, en medio de este paseo silencioso dado por dos mentes, usando, según las reglas del juego, el patrón de un paso humano (podrían haber volado sobre todas sus propiedades en un solo instante), ambos se detenían y decían hasta dónde habían llegado, y cuando resultaba, como ocurría a menudo, que ninguno de los dos había adelantado al otro, habían hecho un alto en el mismo soto, la misma sonrisa aparecía en la madre y el hijo y brillaba a través de su común lágrima.

Muy pronto reanudaron el ritmo interno de la comunicación, porque había muy pocas novedades que no —supieran ya gracias a las cartas. Ella le contó con todo lujo de detalles la reciente boda de Tania, que estaría en Bélgica hasta enero con un marido que Fiodor aún no conocía, caballero agradable, silencioso, muy cortés y del todo insignificante «que trabajaba en el campo de la radio»; y le contó que cuando regresaran, ella se trasladaría a vivir con ellos a un piso nuevo de una casa enorme próxima a una de las puertas de París: estaba contenta de dejar el hotel pequeño de escalera empinada y oscura, donde vivía con Tania en una habitación diminuta pero de muchos rincones, totalmente ocupada por un espejo y visitada por chinches de diverso calibre —desde bebés rosados y transparentes hasta adultos marrones y correosos—, que primero se congregaban tras el calendario de pared que ostentaba un paisaje ruso de Levitán, y luego más cerca del campo de acción, en el bolsillo interior del empapelado roto, directamente sobre la cama de matrimonio; pero la agradable perspectiva de un nuevo hogar no estaba exenta de temor: profesaba cierta antipatía a su yerno y había algo forzado en la alegre y exagerada felicidad de Tania —«Verás, no es del todo de nuestra clase», confesó, subrayando sus palabras con una tensión en las mandíbulas y una mirada baja; pero aquello no era todo, y además Fiodor ya sabía algo de otro hombre a quien Tania amaba sin que ése le correspondiera.

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