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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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No obstante, continuó esperando —el trabajo en perspectiva era un soplo de dicha, y temía que la premura estropeara esta dicha, aparte de que la compleja responsabilidad de la obra le asustaba, aún no estaba preparado para ella. Siguiendo su programa de entrenamiento durante toda la primavera, se alimentó de Pushkin, inhaló a Pushkin (el lector de Pushkin ve incrementada la capacidad de sus pulmones). Estudió la exactitud de las palabras y la pureza absoluta de su conjunción; llevó la transparencia de la prosa hasta los límites del verso libre y entonces la dominó: en esto le ayudó un ejemplo vivo de la prosa de Pushkin en Historia de la rebelión de Vugachiov:

Dios nos libre de ver un motín ruso sin sentido y sin piedad...

A fin de fortalecer los músculos de su musa se llevaba en sus caminatas páginas enteras de Pugachiov aprendidas de memoria, como un hombre que emplease una barra de hierro en lugar de un bastón. Desde un cuento de Pushkin se aproximó a él Karolina Schmidt, «muchacha cargada de colorete, de apariencia modesta y sumisa», que adquirió la cama en que falleció Schoning. Pasado el bosque de Grunewald, un administrador de correos que se parecía a Simeón Vyrin (de otro cuento), encendía su pipa junto a la ventana, donde también había macetas con flores de balsamina. El sarafan de la Damisela convertida en Campesina podía verse entre los arbustos de alisos. Se hallaba en aquel estado de ánimo y de mente «en que la realidad, cediendo a las fantasías, se funde con ellas en las nebulosas visiones del primer sueño».

Pushkin entró en su sangre. A la voz de Pushkin se unió la voz de su padre. Besó la mano pequeña y cálida de Pushkin, tomándola por otra mano grande que olía al kalach del desayuno (un bollo blando). Recordó que la niñera suya y de Tania procedía del mismo lugar que la Arina de Pushkin —Suyda, justo después de Gatchina: y a una hora en coche de su zona más allá de Gatchina— y ella también hablaba «con un sonsonete». Oyó a su padre, en una fresca mañana veraniega, mientras bajaban a la casita de baño del río, en cuya pared de tablas centelleaba el reflejo dorado del agua, repetir con clásico fervor lo que él consideraba el verso más bello no sólo de Pushkin sino de todos los versos escritos en el mundo: «Tut Apollon-ideal, tatn Niobeya-pechal» («Aquí está el ideal de Apolo, allí, la aflicción de Níobe»), y el ala bermeja y el nácar de una fritillaria de Níobe fulguró sobre las escabiosas del prado ribereño, donde, durante los primeros días de junio, comparecía, escaso, el pequeño Apolo Negro.

Infatigablemente, en éxtasis, preparaba ahora realmente su obra (en Berlín, con un reajuste de trece días, también eran los primeros días de junio), compilaba material, leía hasta el amanecer, estudiaba mapas, escribía cartas y veía a las personas necesarias. De la prosa de Pushkin había pasado a su vida, por lo que al principio el ritmo de la era de Pushkin se mezcló con el ritmo de la vida de su padre. Libros científicos (con el sello de la Biblioteca de Berlín siempre en la página noventa y nueve), tales como los conocidos volúmenes de Viajes de un naturalista con desconocidas encuademaciones negras y verdes, se codeaban con las viejas revistas rusas en que buscaba la luz reflejada de Pushkin. En ellas, un día, tropezó con las notables Memorias del pasado de A. N. Sujoshchokov, en las cuales había entre otras cosas dos o tres páginas acerca de su abuelo, Kiril Ilych (su padre se refirió a ellas una vez —con desagrado), y el hecho de que el escritor de estas memorias le mencionara casualmente en relación con sus pensamientos sobre Pushkin se le antojó ahora de particular significación, pese a que describía a Kiril Ilych como un juerguista y un haragán.

Sujoshchokov escribía:

Dicen que un hombre a quien han amputado la pierna por la cadera puede sentirla durante largo tiempo, moviendo dedos inexistentes y flexionando inexistentes músculos. Del mismo modo continuará sintiendo Rusia la presencia viva del Pushkin. Hay algo seductor, como un abismo, en su fatal destino, y de hecho, él mismo intuía que habría tenido, y tendría, un arreglo de cuentas especial con el destino. Además de extraer poesía de su pasado, el poeta la encontraba asimismo en pensamientos trágicos sobre el futuro. Conocía bien la triple fórmula de la existencia humana: irrevocable, irrealizable, inevitable. Pero, ¡cómo deseaba vivir! En el ya mencionado álbum de mi tía «académica» escribió personalmente una poesía que todavía recuerdo, tanto mental como visualmente, de modo que aún puedo ver su posición en la página:

Oh, no, mi vida no se ha hecho tediosa,

todavía la quiero, todavía la amo.

Mi alma, aunque su juventud haya desaparecido,

no está completamente yerta.

El destino aún me consolará; gozaré

todavía de una novela de genio,

veré aún a un Mickiéwicz maduro

con algo que yo pueda acariciar.

No creo que se pueda encontrar otro poeta que haya escudriñado el futuro —en broma, supersticiosamente o con inspirada seriedad —con tanta frecuencia. Aun hoy vive en la provincia de Kursk, ha rebasado ya la marca de los cien años, anciano a quien recuerdo de edad avanzada, estúpido y malicioso —en cambio Pushkin ya no está entre nosotros. Al conocer a notables talentos y presenciar notables sucesos en el curso de mi larga vida, he meditado a menudo sobre cómo habría reaccionado a esto y aquello: ¡podría haber visto la emancipación de los siervos y leído Anna Karenina...! Volviendo ahora a estos ensueños míos, recuerdo que una vez en mi juventud tuve algo parecido a una visión. Este episodio psicológico está estrechamente relacionado con el recuerdo de un personaje que aún hoy goza de buena salud, a quien llamaré Ch. —espero que no me reprochará esta reposición de un pasado remoto. Nos conocimos a través de nuestras familias —mi abuelo había sido amigo de su padre. En 1836, cuando se hallaban en el extranjero, el tal Ch., que entonces era muy joven —apenas diecisiete años—, se peleó con su familia (precipitando así, según dicen, la muerte de su padre, héroe de la Guerra napoleónica), y en compañía de unos comerciantes de Hamburgo embarcó tranquilamente con rumbo a Boston, desde donde se trasladó a Texas y allí se dedicó con éxito a la cría de ganado. De este modo transcurrieron veinte años. Perdió la fortuna que había amasado jugando al ecartéen un barco del Mississippi, la recuperó en las casas de juego de Nueva Orleans, volvió a despilfarrarla, y tras uno de esos duelos escandalosamente prolongados y ruidosos en un local cerrado, que entonces estaban tan de moda en Louisiana —y después de muchas otras aventuras—, sintió nostalgia de Rusia, donde, oportunamente, le esperaba una heredad, y con la misma despreocupada facilidad con que le había abandonado, regresó a Europa. Cierta ocasión, en un día de invierno de 1858, nos visitó sin previo aviso en nuestra casa de la Moyka, en San Petersburgo. Nuestro padre estaba ausente y nosotros, la gente joven, atendimos al visitante. Cuando vimos a este mequetrefe estrafalario, vestido de negro y con sombrero también negro, romántico y tenebroso atuendo contra el que destacaba de manera deslumbrante la camisa de seda blanca, con suntuosos pliegues, y el chaleco azul, lila y rosa de botones de brillantes, mi hermano y yo apenas pudimos contener la risa y decidimos al punto aprovecharnos del hecho de que durante todos estos años no había oído absolutamente nada de su patria, como si se hubiera caído en una trampa, de modo que ahora, como un Rip van Winkle de cuarenta años que se despierta en un San Petersburgo transformado, Ch. tenía avidez de noticias, de las cuales nosotros resolvimos darle muchas, mezcladas con nuestros descarados inventos. A la pregunta, por ejemplo, de si Pushkin estaba vivo y qué escribía, yo repliqué con la blasfemia: «Pues sólo hace unos días que publicó un nuevo poema.» Sin embargo, la noche que llevamos al teatro a nuestro invitado, las cosas no salieron muy bien. En lugar de ofrecerle una nueva comedia rusa, le llevamos a ver Ótelo, interpretado por el gran trágico negro Aldridge. Al principio nuestro ganadero americano pareció muy divertido por la aparición de un negro auténtico en el escenario. Pero permaneció indiferente al maravilloso magnetismo de su interpretación y le interesó más examinar al auditorio, en especial nuestras damas de San Petersburgo (con una de las cuales se casó poco después), a las que en aquel momento devoraba la envidia de Desdémona. —Mire quién hay a nuestro lado —dijo de pronto mi hermano, en voz baja, a Ch.—. Allí, a la derecha.

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