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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Los abedules amarillos, mudos en el cielo azul...

y sobre Berlín, empezando con la estrofa:

Aquí está todo en lamentable estado; la luna, incluso, es demasiado tosca aunque, dice el rumor, viene directa de Hamburgo, donde hacen estas cosas... y el que la conmovía más que ninguno, aunque no se le ocurría conectarlo con el recuerdo de una mujer joven, muerta hacía mucho tiempo, a quien Fiodor amó a las dieciséis años:

Una noche, entre el crepúsculo y el río, en el viejo puente estábamos tú y yo. «¿Olvidarás algún día —pregunté —ese vencejo que acaba de pasar?» Y tú respondiste, muy seria: «¡Jamás!» ¡Y qué sollozos nos hicieron temblar, y qué grito, en su vuelo, emitió la vida!

Hasta la muerte, hasta mañana, hasta siempre,

tú y yo una noche en el viejo puente.

Pero se hacía tarde, mucha gente se movía ya hacia la salida, una dama se estaba poniendo el abrigo de espaldas al estrado, los aplausos fueron escasos... La noche húmeda brillaba en la calle, con un viento huracanado: nunca, nunca llegaremos a casa. Pero, no obstante, llegó un tranvía, y colgado de una correa, en el pasillo, al lado de su madre sentada junto a la ventana, Fiodor pensó con repentina aversión en los versos que había escrito aquel día, en las fisuras de las palabras, por donde se escapaba la poesía, y al mismo tiempo con altiva y gozosa alegría, con impaciencia apasionada, ya estaba buscando la creación de algo nuevo, algo todavía desconocido, genuino, que correspondiera plenamente al don que sentía en su interior como una carga.

La víspera de la marcha se quedaron hasta muy tarde en la habitación de Fiodor, ella, en el sillón, iba zurciendo con facilidad y destreza (cuando antes no sabía siquiera coser un botón) sus lastimosas prendas, mientras él, en el sofá, se mordía las uñas y leía un libro grueso y deteriorado; antes, en su adolescencia, había pasado de largo algunas páginas —«Angelo», «Viaje a Arzrum»—, pero en los últimos tiempos era precisamente en ellas donde encontraba un placer especial. Acababa de llegar a las palabras: «La frontera tenía algo misterioso para mí; viajar era mi sueño favorito desde la infancia», cuando de pronto sintió una punzada dulce y potente. Sin comprenderlo todavía, dejó el libro a un lado y alargó a tientas la mano hacia una caja de cigarrillos de manufactura doméstica. En aquel momento su madre, sin levantar la cabeza, observó: «¡Imagínate qué se me ha ocurrido recordar! Esas graciosas rimas sobre polillas y mariposas que él y tú compusisteis juntos mientras íbamos de paseo, ¿te acuerdas? ''Tu franja azul, Catócala, se ve a través de su párpado gris."» «Sí —contestó Fiodor—, algunas eran verdaderas epopeyas: "Una hoja muerta no es más blanquecina que una arbórea recién nacido."» ¡Qué sorpresa fue! Su padre acababa de traer de sus viajes el primer espécimen, hallado durante la marcha inicial a través de Siberia —aún no había tenido tiempo de describirlo—, y el primer día después de su regreso, en el parque de Leshino, a dos pasos de la casa, sin pensar para nada en lepidópteros, mientras paseaba con su mujer e hijos, tiraba una pelota de tenis para los foxterriers, se recreaba en su vuelta, en el tiempo apacible y en la salud y alegría de su familia, pero al mismo tiempo observaba inconscientemente con el ojo experimentado del cazador hasta el último insecto de su camino, señaló repentinamente a Fiodor con la punta del bastón una gorda polilla Epicnoptera, de un gris rojizo, de la clase que imita a las hojas, que colgaba dormida de un tallo bajo de un arbusto; estuvo a punto de seguir caminando (los miembros de esta especie se parecían mucho), pero de pronto se puso en cuclillas, arrugó la frente, inspeccionó su hallazgo y exclamó con voz jubilosa: «¡Vaya, es increíble! ¡No tendría que haber ido tan lejos!» «Yo siempre lo he dicho», intercaló su mujer con una carcajada. El peludo y pequeño monstruo que tenía en la mano pertenecía a la nueva especie que acababa de traer —¡y ahora aparecía aquí, en la provincia de San Petersburgo, cuya fauna había sido tan bien investigada! Pero, como ocurre a menudo, el ímpetu de la poderosa coincidencia no se detuvo aquí, fue capaz de una nueva fase: sólo unos días más tarde su padre se enteró de que esta nueva polilla había sido incluida entre los especímenes de San Petersburgo por un colega suyo, y Fiodor lloró toda la noche: ¡se habían adelantado a su padre!)

Y ahora Elisaveta Pavlovna estaba a punto de regresar a París. Esperaron largo rato en el estrecho andén, junto al ascensor del equipaje, mientras en las otras vías los tristes trenes urbanos se detenían un momento y cerraban después sus puertas con estrépito. Entró velozmente el expreso de París. Su madre subió al vagón e inmediatamente sacó la cabeza por la ventanilla, sonriente. Ante el cercano y opulento coche cama, despidiendo a una anciana de aspecto sencillo, había una pareja: una belleza pálida, de labios rojos, con un abrigo de seda negra y alto cuello de piel, y un famoso piloto acrobático; todo el mundo le observaba, miraban su bufanda, su espalda, como esperando encontrar alas en ella.

—Tengo que hacerte una sugerencia —dijo su madre en tono alegre cuando se separaron—. Me han sobrado unos setenta marcos que a mí no me sirven de nada, y tú tienes que comer mejor. No puedo ni mirarte, estás tan delgado. Toma, cógelos.

— Avec joie—contestó él, e inmediatamente se imaginó un pase de un año para la biblioteca pública, chocolate con leche y alguna mercenaria muchacha alemana que, en sus momentos más bajos, siempre deseaba conseguir para sí.

Pensativo, abstraído, vagamente atormentado por la idea de que en sus conversaciones con su madre había olvidado decir lo principal, Fiodor volvió a su casa, se quitó los zapatos, rompió la esquina de una barra de chocolate junto con el papel de plata, se acercó el libro que había dejado abierto sobre el sofá... «La cosecha ondeaba, esperando la hoz.» ¡De nuevo aquella punzada divina! ¡Cómo le inspiraba, cómo se insinuaba, la frase sobre el Terek («¡A fe que el río era pavoroso!) o —incluso más certera e íntimamente:— sobre las mujeres tártaras: «Montaban a caballo, envueltas en yashmaks: todo cuanto podía verse eran sus ojos y los tacones de sus zapatos.»

Así escuchaba el sonido más puro del diapasón de Pushkin —y ya sabía con exactitud qué requería de él este sonido. Dos semanas después de la marcha de su madre le escribió sobre lo que había concebido, lo que le había ayudado a concebir el ritmo transparente de «Arzrum», y ella contestó como si ya lo hubiera sabido:

—Hacía mucho tiempo que no era tan feliz como lo he sido contigo en Berlín, pero ten cuidado, esta empresa no es nada fácil. El corazón me dice que la llevarás a cabo magníficamente, pero recuerda que necesitas mucha información exacta y muy poco sentimentalismo familiar. Si te hace falta algo, te diré lo que pueda, pero ocúpate de la investigación especial allí donde estás y, aún más importante, procúrate todos sus libros y los de Grigori Efimovich, y los del Gran Duque, y muchos otros; naturalmente, ya sabes cómo obtener todo esto, y asegúrate de ponerte en contacto con Vasili Germanovich Krüger, averigua si aún sigue en Berlín, recuerdo que una vez viajaron juntos, y dirígete a otras personas, tú sabes a quién mejor que yo, escribe a Avinov, a Verity, escribe a aquel alemán que solía visitarnos antes de la guerra, ¿Benhaas? ¿Bahnhaas? Escribe a Stuttgart, a Londres, a Tring, que está en Oxford, a todas partes, débrouille-toi, porque yo no sé nada de estas cuestiones y todos estos nombres solamente me suenan en el oído. Pero qué segura estoy de que lo conseguirás, cariño mío.

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