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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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... imagínate —un viaje de luna de miel, los Pirineos, la dicha divina de todas las cosas, del sol, de los arroyos, de las flores, de las cumbres nevadas, incluso de las moscas de los hoteles —y de estar juntos en todo momento. Y entonces, una mañana, yo tenía dolor de cabeza o algo parecido, o el calor era excesivo para mí. Me dijo que daría un paseo de media hora antes de almorzar. Recuerdo con extraña claridad que me senté en una terraza del hotel (a mi alrededor, paz, las montañas, los maravillosos riscos de Gavarnie) y empecé a leer por primera vez un libro nada apropiado para muchachas jóvenes, Une vie de Maupassant. Recuerdo que entonces me gustó mucho. Miro mi relojito de pulsera y veo que ya es hora de almorzar, ha pasado más de una hora desde que se fue. Espero. Al principio estoy un poco enfadada, pero luego empiezo a preocuparme. Sirven el almuerzo en la terraza, pero soy incapaz de comer. Voy hasta el prado que hay delante del hotel, vuelvo a mi habitación, salgo una vez más. Al cabo de otra hora me hallaba en un estado indescriptible de terror, agitación, y Dios sabe qué. Viajaba por primera vez, no tenía experiencia y me asustaba con facilidad, y además, estaba Une vie... Decidí que me había abandonado, los pensamientos más terribles y estúpidos se cruzaban por mi imaginación, el día estaba pasando, me parecía que el servicio me miraba maliciosamente —¡oh, no puedo describírtelo! Empecé incluso a meter vestidos en una maleta a fin de volver inmediatamente a Rusia, y entonces decidí de pronto que estaba muerto, salí corriendo y empecé a murmurar algo insensato sobre llamar a la policía. De improviso le vi cruzar el prado con el rostro más alegre que había observado en él, aunque estaba siempre alegre; se acercaba saludándome con la mano como si nada hubiera ocurrido, y sus pantalones claros tenían manchas verdes y húmedas, había perdido el sombrero de paja, la chaqueta estaba rota en un lado... Supongo que ya habrás adivinado qué ocurrió. Gracias a Dios que al menos logró atraparlo —con el pañuelo, al borde de un despeñadero —sino habría pasado la noche en las montañas, como me explicó tranquilamente... Pero ahora quiero contarte otra cosa, de un período algo posterior, cuando yo ya sabía cómo podía ser una separación realmente larga. Tú eras muy pequeño entonces, aún no tenías tres años, no puedes acordarte. Aquella primavera se marchó a Tashkent. Desde allí debía emprender un viaje el primer día de junio y estar ausente por lo menos dos años. Era la segunda gran ausencia desde que estábamos casados. Ahora pienso a menudo que si sumáramos todos los años que pasó sin mí desde el día de nuestra boda, no superarían en su totalidad los de su ausencia actual. Y también pienso en el hecho de que a veces me parecía que era desgraciada, pero ahora sé que siempre era feliz, que aquella desdicha era uno de los colores de la felicidad. En suma, ignoro que me ocurrió aquella primavera, siempre me portaba un poco tontamente cuando se iba, pero aquella vez me porté de un modo vergonzoso. Decidí de repente que le alcanzaría y viajaría con él al menos hasta el otoño. Reuní mil cosas en secreto; no sabía absolutamente nada de lo que se necesitaba, pero se me antojó que iba bien provista de todo. Recuerdo prismáticos, un bastón de alpinista, una cama de campaña, un casco para el sol, un abrigo de piel de liebre salido directamente de La hija del capitán, un pequeño revólver de nácar, una especie de lona encerada que me daba miedo y una complicada cantimplora cuyo tapón no sabía desenroscar. En resumen, piensa en el equipo de Tartarín de Tarascón: no sé cómo logré abandonaros ni cómo os dije adiós, esto lo cubre una especie de niebla, y tampoco recuerdo cómo escapé a la vigilancia de tío Oleg ni cómo llegué a la estación. Pero estaba asustada y alegre a la vez, me sentía una heroína, y en las estaciones todo el mundo miraba mi conjunto de viaje inglés, con su corta falta a cuadros ( entendons-nous, hasta el tobillo), los prismáticos en un hombro y una especie de bolso en el otro. Éste era mi aspecto cuando salté del tarantass en un poblado de las afueras de Tashkent, y bajo el sol brillante, jamás lo olvidaré, vi a tu padre a unos cien metros del camino: estaba, un pie descansando sobre una piedra blanca y un codo apoyado en una valla, hablando con dos cosacos. Corrí por la grava, gritando y riendo; él se volvió lentamente, y cuando yo, como una tonta, me detuve de pronto frente a él, me miró de arriba abajo, entrecerró los ojos, y con una voz horriblemente inesperada dijo tres palabras: «Vete a casa.» Y yo di media vuelta al instante, volví a mi vehículo, subí y observé que él había puesto de nuevo el pie en el mismo lugar y apoyado el codo como antes y reanudado su conversación con los cosacos. Y ahora yo me alejaba, estupefacta, petrificada, y sólo en algún lugar del fondo de mi ser se hacían preparativos para una tempestad de lágrimas. Pero luego, unos tres kilómetros más allá (y aquí irrumpía una sonrisa a través de la línea escrita), él me alcanzó, rodeado de una nube de polvo, montando un caballo blanco, y esta vez nos separamos de modo muy diferente, por lo que continué mi viaje a San Petersburgo casi tan alegre como lo había abandonado, sólo que me preocupabais vosotros dos y no dejaba de preguntarme cómo estaríais, pero no importa, gozabais de buena salud.

En cierto modo me parece que recuerdo todo esto, quizá porque más adelante lo mencionaron con frecuencia. En general, toda nuestra vida cotidiana estaba impregnada de historias acerca de mi padre, de preocupación por él, esperanzas de su regreso, la pena oculta de las despedidas y la alegría salvaje de los recibimientos. Su pasión se reflejaba en todos nosotros, coloreada de diferentes maneras, captada de distintos modos, pero permanente y habitual. El museo que tenía en casa, con hileras de armarios de roble y cajones de cristal, llenos de mariposas crucificadas (el resto —plantas, escarabajos, pájaros, roedores y reptiles— se lo daba a sus colegas para que lo estudiaran), que olía como se huele probablemente en el Paraíso, y donde los ayudantes de laboratorio trabajaban ante mesas colocadas junto a las ventanas de una pieza, era una especie de hogar central y misterioso que iluminaba desde dentro toda nuestra casa de San Petersburgo —y sólo el bramido a mediodía del cañón de Petropavlosk podía quebrar su silencio. Nuestros parientes, amigos no entomólogos, criados y la humildemente quisquillosa Yvonna Ivanovna no hablaban de las mariposas como de algo que existiera realmente sino como cierto atributo de mi padre, que existían sólo porque él existía, o como una enfermedad a la que todo el mundo se había acostumbrado hacía tiempo, por lo que la entomología se convirtió para nosotros en una especie de alucinación habitual, como un inofensivo fantasma doméstico que, sin sorprender a nadie, se sienta todas las noches junto a la chimenea. Al mismo tiempo, ninguno de nuestros innumerables tíos y tías sentía el menor interés por su ciencia ni había leído siquiera su popular trabajo, leído y releído por docenas de miles de rusos cultos. Naturalmente, Tania y yo habíamos aprendido a apreciar a nuestro padre desde la más tierna infancia y nos parecía aún más encantador que, por ejemplo, aquel Harold acerca del cual nos contaba historias, el Harold que luchaba con leones en la arena bizantina, que perseguía bandoleros en Siria, se bañaba en el Jordán, tomó por asalto ochenta fortalezas en África, «la Tierra Azul», salvó a los islandeses de morir de hambre —y era famoso desde Noruega a Sicilia y desde Yorkshire a Novgorod. Más tarde, cuando caí bajo el hechizo de las mariposas, algo se desdobló en mi alma y reviví los viajes de mi padre como si los hubiera hecho yo mismo: en mis sueños veía el camino tortuoso, la caravana, las montañas de múltiples tonos, y envidiaba a mi padre loca y angustiosamente, hasta derramar lágrimas —lágrimas cálidas y violentas que fluían a mis ojos en la mesa, mientras discutíamos sus cartas escritas por el camino o incluso a la sola mención de un lugar muy lejano. Todos los años, al aproximarse la primavera, antes de trasladarnos al campo, sentía dentro de mí una lastimosa fracción de lo que hubiera sentido antes de partir hacia el Tibet. En la avenida Nevski, durante los últimos días de marzo, cuando los bloques de madera de los espaciosos pavimentos de las calles brillaban con un tono azul oscuro por el sol y la humedad, podía verse volando muy por encima de los carruajes, a lo largo de las fachadas de las casas, frente al ayuntamiento y los tilos de la plaza, frente a la estatua de Catalina, la primera mariposa amarilla. La gran ventana de la clase estaba abierta, los gorriones se posaban en el alféizar y los maestros dejaban pasar las lecciones, permitiendo que las reemplazaran cuadrados de cielo azul y balones de fútbol que caían del espacio azulado. Por alguna razón yo siempre tenía malas notas en geografía, y qué expresión tenía el profesor de geografía cuando mencionaba el nombre de mi padre, qué inquisitivas eran las miradas que me dirigían mis condiscípulos en estas ocasiones y cómo palpitaba la sangre en mi interior, de dicha contenida y de miedo a expresar esta dicha— y ahora pienso en lo poco que sé, en lo fácil que es para mí cometer algún error estúpido al describir las investigaciones de mi padre.

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