La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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«Vaya, vaya, se acabó», dijo en voz baja y emergió de debajo del nutrido grupo de álamos situado en la resbaladiza y arcillosa carretera zemskaya(rural) —¡y qué justa esta designación! —que descendía hasta una hondonada, y reunía allí todos sus surcos en un barranco apaisado, lleno hasta el borde de espeso café crème.
¡Amado mío! ¡Dibujo de tintes elíseos! Una vez, en Ordos, mi padre trepó a una colina después de una tormenta e inadvertidamente entró en la base de un arco iris —¡el más raro de los sucesos!—, encontrándose en un aire coloreado, en un juego de luces como en el paraíso. Dio un paso más y abandonó el paraíso.
El arco iris ya se estaba desvaneciendo. La lluvia había cesado del todo, hacía un calor asfixiante, un tábano de ojos satinados se posó en su manga. Un cuco empezó a llamar en un soto, con apatía, casi inquisitivamente: el sonido se hinchó como una cúpula y, nuevamente como una cúpula, incapaz de encontrar una solución. Era probable que el pobre y rechoncho pájaro hubiera volado lejos, pues todo se repitió desde el principio al estilo de un reflejo reducido (buscaba, quién sabe, un lugar para el mejor y más triste efecto). Una mariposa enorme, de vuelo plano, negra y azulada con una franja blanca, describió un arco sobrenaturalmente suave, se posó en la tierra húmeda, plegó las alas y con ello desapareció. Esta es de la clase que de vez en cuando te trae, jadeando, un muchacho campesino, aprisionándola en su gorra con ambas manos. Ésta es de la clase que se eleva desde los lentos cascos del dócil caballito del médico, cuando éste, sosteniendo en el regazo las riendas casi superfluas, o las ata a la barra delantera, se dirige pensativamente hacia el hospital por el umbroso camino. Pero hay ocasiones en que uno se tropieza con cuatro alas blancas y negras, con reverso color de ladrillo, diseminadas como naipes por la senda del bosque: el resto lo ha devorado un pájaro desconocido.
Saltó por encima de un charco en que dos escarabajos se aferraban a una brizna de paja y se estorbaban mutuamente, e imprimió su planta en el borde del camino: huella muy significativa, que siempre mira hacia arriba y siempre ve a aquel que ha desaparecido. Mientras atravesaba un campo, solo, bajo la magnífica velocidad de las nubes, recordó que, con sus primeros cigarrillos en su primera pitillera, había abordado a un viejo labrador para pedirle fuego; el campesino extrajo una caja de su pecho macilento y se la alargó sin sonreír, pero soplaba el viento, una cerilla tras otra se apagó apenas encendida, y después de cada una se sintió más avergonzado, mientras el hombre observaba con indiferente curiosidad los dedos impacientes del joven despilfarrador.
Se adentró más en el bosque; habían colocado tablas en el sendero, negras y viscosas, que tenían adheridas amentos y hojas de un marrón rojizo. ¿Quién habría dejado caer un hongo, después de romper su abanico blanco? En respuesta llegó el eco de unos gritos: un grupo de muchachas cogía setas y arándanos, ¡éstos parecían mucho más oscuros en las cestas que en sus tallos! Entre los abedules había un viejo conocido, con doble tronco, una lira de abedul, y junto a él un viejo poste con una tabla; nada podía distinguirse en ella salvo agujeros de bala; una vez su tutor inglés había disparado contra ella con una Browning —también él se llamaba Browning—; y entonces su padre había tomado la pistola, llenado de balas el cargador, con rapidez y destreza, y borrado una nítida K con siete disparos.
Más lejos, una orquídea de pantano florecía sin ceremonia en un tramo de terreno cenagoso, tras el cual se vio obligado a cruzar un camino vecinal, y a la derecha vio brillar una blanca puerta de torniquete: la entrada al parque. Adornado con helechos en el exterior, bordeado de exuberantes jazmines y madreselvas en el interior, oscurecido en algunos lugares por agujas de abeto y aclarado en otros por hojas de álamo, este parque enorme, denso, de múltiples sendas, se mantenía en un equilibrio de sol y sombra, que de noche a noche formaba en su variabilidad una armonía peculiar y única. Si en la avenida palpitaban círculos de luz cálida, era seguro que una franja de grueso terciopelo se extendía en la distancia, tras la cual venía otra vez un tamiz leonado y más lejos, al fondo, una rica negrura que, transferida al papel, sólo satisfacía al acuarelista mientras la pintura permanecía húmeda, por lo que tendría que pintar capa tras capa para mantener su belleza —que se desvanecería inmediatamente. Todas las sendas llevaban a la casa, pero pese a la geometría, daba la impresión de que el camino más corto no era la recta avenida, esbelta y lisa, con una sombra sensitiva (que se elevaba, como una mujer ciega, para salir a tu encuentro y tocarte la cara) y un estallido de luz esmeralda en el mismo extremo, sino cualquiera de sus tortuosas vecinas, llenas de malas hierbas. Avanzó por su senda favorita ha( ia la casa todavía invisible, por delante del banco donde, según la tradición establecida, sus padres solían sentarse la víspera de las partidas regulares de su padre: él, con las rodillas separadas, hacía girar entre sus manos las gafas o un clavel, mantenía la cabeza baja, con un sombrero de paja sobre la coronilla y una sonrisa taciturna, casi burlona, en torno a los ojos semicerrados y en las comisuras de los labios, cerca de las raíces de su bien cuidada barba; y su madre le contaba algo, desde el lado, desde debajo de su gran sombrero blanco y tembloroso; o practicaba pequeños agujeros en la arena con la punta de su sombrilla. Pasó junto a una gran roca por la que trepaban ramas de serbal (una se había vuelto para echar una mano a las jóvenes), junto a un terreno que había sido un estanque en tiempos de su abuelo y junto a unos abetos bajos, que solían parecer redondos en invierno, bajo el peso de la nieve; la nieve acostumbraba caer lentamente y muy enhiesta, y podía seguir cayendo así tres días, cinco meses, nueve años —y ya, delante de él, en un espacio claro cruzado por puntos blancos, podía verse una vaga mancha amarilla, que de pronto quedaba enfocada, se estremecía, se espesaba y se transformaba en un tranvía; y la nieve húmeda seguía cayendo, oblicuamente, cubriendo la superficie izquierda de un pilar de cristal, la parada del tranvía, mientras el asfalto permanecía negro y desnudo, como incapaz por naturaleza de aceptar algo blanco, y entre los letreros de las farmacias, papelerías y tiendas de ultramarinos qué flotaban ante sus ojos, y que al principio eran incluso incomprensibles, sólo uno parecía escrito en ruso: Kakao. Mientras tanto, todo cuanto acababa de imaginar con tanta claridad pictórica (lo cual era sospechoso por sí mismo, como la intensidad de los sueños en un momento inoportuno del día o después de un somnífero) pali—.deció, se oxidó y desintegró, y al mirar a su alrededor (como en un cuento de hadas desaparecen las escaleras detrás de quien las está montando), todo se derrumbó y desapareció, una última configuración de los árboles, como personas venidas a despedir a alguien y ya desvanecidas, un trozo de arco iris descolorido por la lluvia, la senda de la que sólo quedaba el gesto de una curva, una mariposa prendida de un alfiler, con sólo tres alas y sin abdomen, un clavel en la arena, junto a la sombra del banco, los últimos detalles más persistentes, y un momento después Fiodor cedió todo esto sin lucha a su présente, y directamente de sus reminiscencias (rápidas e insensatas, que le visitaban como el ataque de una enfermedad fatal a cualquier hora y en cualquier lugar), directamente del paraíso de invernadero del pasado, subió a un tranvía berlinés.
Se dirigía a una lección, llegaba tarde, como de costumbre, y también como de costumbre le invadía un odio vago, maligno y profundo hacia la torpe lentitud del medio de transporte menos dotado de todos, hacia las calles familiares sin remedio y feas sin remedio que se deslizaban al otro lado de la ventanilla húmeda, y más que nada, hacia los pies, costados y cuellos de los pasajeros nativos. Su corazón sabía que también podía incluir entre ellos a individuos auténticos, completamente humanos, de pasiones altruistas, tristezas puras e incluso recuerdos que brillarían durante toda su vida, pero por alguna causa tenía la impresión de que todos estos ojos fríos y resbaladizos, que le miraban como si llevase un tesoro ilegal (lo cual, esencialmente, era cierto respecto a su don), sólo podían pertenecer a brujas maliciosas y buhoneros pervertidos. La opinión rusa de que el alemán es vulgar en grupos reducidos y en grupos numerosos, insoportablemente vulgar, era, estaba convencido, una opinión indigna de un artista; pero a pesar de ello le acometió un temblor, y solamente el sombrío cobrador, de ojos inquietos y con un parche en el dedo, buscando eterna y laboriosamente un equilibrio y lugar para pasar entre las convulsas sacudidas del coche y el apretado número de pasajeros que iban de pie, parecía por su aspecto exterior, si no un ser humano, por lo menos el pariente pobre de un ser humano. En la segunda parada, un hombre flaco que llevaba un abrigo corto de cuello de piel de zorro, un sombrero verde y polainas raídas, se sentó enfrente de Fiodor. Al acomodarse le rozó con la rodilla y con la esquina de una voluminosa cartera con asa de cuero, y este detalle trivial convirtió su irritación en una especie de puro furor, por lo que miró fijamente al recién llegado, leyó sus facciones, concentró instantáneamente en él todo su pecaminoso odio (hacia esta pobre nación, lastimosa y moribunda) y supo con precisión por qué le odiaba: por aquella frente estrecha, por aquellos ojos pálidos por Vollmilchy Extrastark, lo cual comportaba la legal existencia de lo diluido y lo artificial; por su burlón sistema de ademanes (amenazando a los niños, no como nosotros —con un dedo tieso, perpetuo recordatorio del Juicio divino—, sino con un dígito horizontal, imitando a un palo); por su afición a las vallas, las hileras, la mediocridad; por el culto a la oficina; por el hecho de que si escuchas su voz interna (o cualquier conversación en la calle), oirás inevitablemente cifras, dinero; por un humor de retrete y tosca risa; por la gordura de los traseros de ambos sexos, aunque el resto del sujeto no sea grueso; por la falta de delicadeza; por la visibilidad de la limpieza —el brillo de los fondos de las sartenes en la cocina y la bárbara suciedad de los cuartos de baño; por su debilidad por los trucos sucios, por buscar trucos sucios, por el abominable objeto pegado cuidadosamente a las barandillas de los jardines públicos; por el gato ajeno ensartado vivo como venganza de un vecino, con un alambre minuciosamente retorcido en un extremo; por su crueldad en todo, satisfecha de sí misma, considerada natural; por la amabilidad inesperada y entusiasta con que cinco transeúntes te ayudan a recoger del suelo unos cuartos de penique; por... De este modo enumeró los puntos de su parcial acusación, mirando al hombre que tenía delante —hasta que éste se sacó del bolsillo un ejemplar del periódico de Vasiliev y tosió a gusto con entonación rusa.