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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Si madame Chernyshevski hubiera conocido a Olia en seguida después del suceso, tal vez éste habría adquirido una especie de sentido sentimental para ambas. Por desgracia, el encuentro se produjo varios meses después, porque, en primer lugar, Olia se marchó, y en segundo, el dolor de madame Chernyshevski no adquirió inmediatamente aquella forma industriosa e incluso extasiada que Fiodor encontró cuando apareció en escena. En cierto sentido, Olia no tuvo suerte: ocurrió que había vuelto para la fiesta de compromiso de su hermanastro y la casa estaba llena de invitados; y cuando madame Chernyshevski llegó sin avisar, bajo un tupido velo de luto, con una selección variada de sus dolientes archivos (fotografías cartas) en el bolso, bien preparada para el éxtasis de lágrimas compartidas, fue recibida por una joven perezosamente cortés y perezosamente impaciente, con un vestido que se transparentaba a medias, labios muy rojos y gruesa nariz empolvada de blanco, y desde la pequeña antesala a donde condujo a la invitada podía oírse el lamento de un fonógrafo, y, como es natural, no se produjo una comunión de almas. «Me limité a darle una buena ojeada», contó madame Chernyshevski, tras lo cual recortó cuidadosamente muchas fotografías tanto a Olia como a Rudolf; no obstante, este último la había visitado en seguida, caído de rodillas a sus pies y golpeado su cabeza contra la esquina blanda del diván, yéndose después con su maravilloso paso elástico hacia la Kurfürstendamm, que rutilaba tras un chaparrón de primavera.

La muerte de Yasha causó el efecto más doloroso en su padre. Tuvo que pasar todo el verano en un sanatorio y nunca se restableció del todo: el tabique que dividía la temperatura ambiente de la razón del mundo infinitamente odioso, frío y fantasmal en que había entrado Yasha se derrumbó de improviso, y restaurarlo era imposible, por lo que hubo que cubrir la brecha de forma provisional y tratar de no mirar el temblor de los pliegues. A partir de aquel día, el otro mundo empezó a filtrarse en su vida; pero no había manera de resolver esta constante comunicación con el espíritu de Yasha y al final habló de ello a su mujer, con la vana esperanza de hacer así inofensivo el fantasma alimentado por el secreto; el secreto debió volver, porque pronto hubo de buscar de nuevo la ayuda tediosa, esencialmente mortal, de cristal y goma de los médicos. De este modo vivía sólo a medias en este mundo, al cual se agarraba tanto más ávida y desesperadamente, y cuando uno escuchaba su conversación vivaz y miraba sus facciones regulares, resultaba difícil imaginar las experiencias sobrenaturales de este hombre bajo, rechoncho, de aspecto saludable, con su calva y los escasos cabellos a ambos lados, pero todavía era más extraña la convulsión que le desfiguraba súbitamente; el hecho de que a veces, durante semanas enteras, llevase un guante de algodón gris en la mano derecha (sufría un eczema) también insinuaba un misterio pavoroso, como si, repelido por el tacto impuro de la vida, o quemado por otra existencia, reservara su apretón desnudo para encuentros inhumanos, apenas imaginables. Mientras tanto, nada se detuvo con la muerte de Yasha y estaban sucediendo muchas cosas interesantes: en Rusia se observaba un incremento de abortos y el retorno de las villas veraniegas; en Inglaterra había huelgas de una u otra clase; Lenin tuvo una muerte chapucera; murieron la Duse, Puccini y Anatole France; Mallory e Irvine perecieron cerca de la cumbre del Everest; y el anciano príncipe Dolgoruki, con zapatos de cuero trenzado, visitó secretamente Rusia para ver de nuevo el alforfón en flor; mientras en Berlín aparecieron taxis de tres ruedas, sólo para desaparecer poco después, y el primer dirigible cruzó lentamente el océano y los diarios hablaron mucho de Coué, Chang Tsolin y Tutankhamen, y un domingo, un joven comerciante berlinés y su amigo cerrajero salieron de excursión al campo en una gran carreta de cuatro ruedas, con sólo un ligerísimo olor de sangre, alquilado a su vecino, el carnicero: dos gruesas sirvientas y los dos hijos pequeños del comerciante iban sentados en sillas de terciopelo en la carreta, los niños lloraban, el comerciante y su amigo tragaban cerveza y excitaban a los caballos, el tiempo era espléndido, por lo que, en su euforia, chocaron a propósito con un ciclista astutamente acorralado, le golpearon con violencia en la zanja, destrozaron su carpeta (era pintor) y siguieron su camino, muy felices, y el artista, cuando hubo recobrado el sentido, les alcanzó en el jardín de una posada, pero el policía que trató de establecer sus identidades también fue golpeado, tras lo cual continuaron felices por la carretera, y cuando vieron que las motos de la policía estaban ganando terreno, abrieron fuego con sus revólveres y en el tiroteo que se armó una bala mató al hijo de tres años del alegre comerciante.

—Escuche, tenemos que cambiar de tema —dijo en voz baja madame Chernyshevski—. Me da miedo que mi marido oiga cosas como ésta. Usted tiene una poesía nueva, ¿verdad?, Fiodor Konstantinovich va a leernos una poesía —proclamó en voz alta, pero Vasiliev, medio recostado, sostenía en una mano una monumental boquilla con un cigarrillo sin nicotina, y con la otra despeinaba distraídamente a la muñeca, que ejecutaba toda clase de evoluciones emocionales en su regazo, continuó explicando durante más de medio minuto que este alegre incidente lo había investigado el día anterior ante un tribunal.

—No llevo nada encima y no sé nada de memoria —repitió varias veces Fiodor.

Chernyshevski se volvió con rapidez hacia él y colocó sobre su manga la mano pequeña y peluda.

—Tengo la impresión de que aún está enfadado conmigo. ¿No? ¿Palabra de honor? Después he comprendido que era una broma cruel. No tiene buen aspecto. ¿Cómo le va todo? Aún no me ha explicado por qué ha cambiado de domicilio.

Lo explicó: a la pensión donde vivía desde hacía un año y medio llegaron de improviso unos conocidos suyos, pelmazos muy bondadosos, inocentemente inoportunos, que no dejaban de «entrar para charlar un rato». Al cabo de poco tiempo, Fiodor tuvo la sensación de que la pared que separaba su habitación de la suya se había derrumbado, dejándole indefenso. Naturalmente, en el caso del padre de Yasha hubiera sido inútil cualquier cambio de domicilio.

Vasiliev se había levantado. Silbando con suavidad, ligeramente inclinada su enorme espalda, examinaba los libros de las estanterías; sacó uno, lo abrió, dejó de silbar y, jadeando, empezó a leer para sus adentros la primera página. Su lugar en el diván fue ocupado por Liubov Markovna y su voluminoso bolso: ahora que sus ojos cansados estaban desnudos, su expresión se suavizó, y con una mano raramente mimada empezó a acariciar la nuca dorada de Tamara.

—¡Sí! —exclamó bruscamente Vasiliev, cerrando el libro de golpe e introduciéndolo en el primer hueco disponible—. Todo en este mundo ha de tener un fin, camaradas. En cuanto a mí, mañana he de levantarme a las siete.

El ingeniero Kern echó una ojeada a su muñeca.

—¡Oh, quédese un poco más! —pidió madame Cherny-shevski, implorando con sus ojos azules, y volviéndose hacia el ingeniero, que se había levantado y estaba detrás de su silla vacía, que movió un poco hacia un lado (así un comerciante ruso, tras saciarse de té, colocaría el vaso boca abajo sobre el platillo), empezó a hablar sobre la conferencia que él había prometido pronunciar en la reunión del próximo sábado —su título era «Alexander Blok en la guerra».

—Por error he puesto «Blok y la guerra» en las invitaciones —dijo ella—, pero no importa, ¿verdad?

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