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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Subió otra ladera y en su cumbre, junto a un sendero que descendía, sentado en un banco a la sombra de un roble, dibujando lenta y pensativamente en la arena con el bastón, se hallaba un joven de hombros redondos, vestido con un traje negro. Cuánto calor debe tener, pensó el desnudo Fiodor. El joven levantó la vista... El sol se volvió y con el delicado gesto de un fotógrafo levantó un poco su rostro, un rostro exangüe, de ojos separados, grises y miopes. Entre los bordes de su cuello almidonado (del tipo llamado una vez en Rusia «delicia del perro»), centelleaba un botón sobre el nudo flojo de la corbata.

—Qué moreno está —dijo Koncheyev—; no creo que sea bueno para usted. ¿Y dónde están sus ropas?

—Allí —repuso Fiodor—, al otro lado, en el bosque.

—Alguien puede robárselas —oservó Koncheyev—. No en vano dice el proverbio: A ruso generoso, prusiano ligero de manos.

Fiodor se sentó y replicó:

—No existe tal proverbio. A propósito, ¿sabe dónde estamos? Detrás de aquellas moreras, en una hondonada, es donde se mató de un tiro el joven Chernyshevski, el poeta.

—¡Oh!, ¿fue aquí? —dijo Koncheyev sin un interés especial—. No sé si está enterado de que su Olga se casó hace poco con un peletero y marchó a Estados Unidos. No del todo el lancero con quien se casó la Olga de Pushkin, pero aun así...

—¿No tiene calor? —le preguntó Fiodor.

—En absoluto. Tengo el pecho delicado y siempre siento frío. Pero, claro, al estar sentado junto a un hombre desnudo uno es físicamente consciente de que existen tiendas de ropa, y el propio cuerpo se siente ciego. Además, me parece que cualquier trabajo mental le ha de resultar completamente imposible en tal estado de desnudez.

—Un buen argumento —sonrió Fiodor—. Se tiene la impresión de vivir de modo superficial, en la superficie de la propia piel...

—Exacto. No interesa otra cosa que patrullar el propio cuerpo y perseguir al sol. Pero a la mente le gustan las cortinas y la cámara oscura. La luz del sol es buena en el grado en que acrecienta el valor de la sombra. Una cárcel sin carcelero y un jardín sin jardinero es, a mi juicio, la disposición ideal. Dígame, ¿leyó lo que dije sobre su libro?

—Sí —replicó Fiodor, y se fijó en una oruguita geométrica que comprobaba el número de centímetros que había entre los dos escritores—, claro que lo leí. Al principio quería escribirle una carta de agradecimiento —ya sabe, con una conmovedora referencia a mi falta de merecimientos, etc.—, pero luego pensé que ello introduciría un intolerable olor humano en el ámbito de la libre opinión. Y además, si he escrito un buen libro, debo estar agradecido a mí mismo y no a usted, del mismo modo que usted debe agradecer a sí mismo y no a mí el haber comprendido algo que era bueno, ¿no es así? Si empezamos a hacernos reverencias, en cuanto uno se detenga, el otro se sentirá ofendido y se alejará al instante.

—No esperaba perogrulladas de usted —dijo Koncheyev con una sonrisa—. Sí, todo esto es cierto. Una vez en mi vida, sólo una vez, di las gracias a un crítico, y él me replicó: «Verá, ¡la cuestión es que su libro me ha gustado realmente!», y este «realmente» me serenó para siempre. A propósito, no dije todo cuanto podía decir sobre usted... Le acribillaron de tal modo por defectos inexistentes que me pasaron las ganas de insistir en aquellos que me resultaban obvios. Además, o se librará de ellos en su próxima obra o se convertirán en virtudes especiales muy suyas, como una partícula, en un embrión se convierte en un ojo. Usted es zoólogo, ¿verdad?

—En cierto modo, como aficionado. Pero, ¿cuáles son esos defectos? Me pregunto si coinciden con los que yo conozco.

—Primero, excesiva confianza en las palabras. A veces ocurre que, a fin de introducir la idea necesaria, sus palabras tienen que pasarla de contrabando. La frase puede ser excelente, pero aun así existe contrabando y, además, contrabando gratuito, puesto que el camino legal está abierto. Pero sus contrabandistas, amparándose en un estilo oscuro y con toda clase de operaciones complicadas, importan mercancías que en todos los casos no pagan derechos. Segundo, cierta torpeza en la reproducción de las fuentes: parece usted indeciso sobre si reforzar su estilo en discursos y sucesos pasados o conceder más importancia a estos últimos. Me tomé la molestia de confrontar uno o dos pasajes de su libro con el contexto de la edición de obras completas de Chernyshevski, el mismo ejemplar que debió usar usted: encontré ceniza de su cigarrillo entre las páginas. Tercero, a veces lleva la parodia a tal grado de naturalidad que llega a convertirse en un auténtico pensamiento serio, pero en este nivel titubea de improviso, cae en un amaneramiento que es de usted y no la parodia de un amaneramiento, aunque es precisamente lo que está ridículizando —como si alguien que hiciese la parodia de un actor que lee mal a Shakespeare, se dejara llevar por su ardor, y tras un comienzo logrado, mutilara accidentalmente un verso. Cuarto, en una o dos de sus transiciones se observa algo mecánico, cuando no automático, que sugiere que está persiguiendo su propia ventaja y tomando el rumbo que encuentra más fácil. En un pasaje, por ejemplo, un mero retruécano sirve como transición. Quinto y último, a veces dice cosas calculadas principalmente para pinchar a sus contemporáneos, pero cualquier mujer le dirá que nada se pierde con más facilidad que una horquilla —y no digamos del hecho de que el menor cambio de la moda puede desterrar el uso de las horquillas: ¡piense en la cantidad de pequeños objetos punzantes que se han hallado bajo tierra y cuyo uso exacto no conoce ningún arqueólogo! El verdadero escritor ha de ignorar a todos los lectores menos uno, el del futuro, quien, a su vez, es sólo el autor reflejado en el tiempo. Creo que tal es la suma de mis quejas contra usted y, hablando en general, son triviales. Quedan totalmente eclipsadas por la brillantez de sus logros, sobre los que aún podría extenderme mucho.

—Oh, esto es menos interesante —dijo Fiodor, quien durante esta parrafada (como solían escribir Turguenev, Goncharov, el conde Salias, Grigorovich y Boborykin) había asentido con la cabeza, expresando aprobación—. Ha diagnosticado muy bien mis defectos —continuó— y corresponden a mis propias quejas de mí mismo, aunque, naturalmente, yo los pongo en otro orden —algunos de los puntos van unidos mientras otros se subdividen. Pero además de las deficiencias que ha observado en mi libro, me doy perfecta cuenta de tres más, como mínimo, y quizá son los más importantes. Sin embargo, no pienso nombrárselas, pues ya no aparecerán en mi próximo libro. ¿Quiere que ahora hablemos de su poesía?

—No, gracias, prefiero no hacerlo —repuso Koncheyev, temeroso—. Tengo razones para pensar que a usted le gusta mi obra, pero soy orgánicamente contrario a discutirla. Cuando era pequeño, antes de acostarme solía rezar una oración larga y confusa que mi difunta madre —mujer piadosa y muy desgraciada— me había enseñado (ella, desde luego, habría dicho que estas dos cosas son incompatibles, pero aun así, lo cierto es que la felicidad no toma los hábitos). Yo recordaba esta oración y la recé durante años, casi hasta la adolescencia, pero un día analicé su sentido, comprendí todas las palabras y, en cuanto la hube comprendido, la olvidé inmediatamente, como si hubiera roto un hechizo irrecuperable. Tengo la impresión de que podría ocurrir lo mismo con mis poesías, que si intento explicarlas racionalmente, perderé al instante mi capacidad de escribirlas. Sé que usted corrompió hace tiempo su poesía con palabras y significado, y ahora no es probable que continúe escribiendo versos. Es usted demasiado rico, demasiado codicioso. El encanto de la Musa reside en su pobreza.

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