La dadiva
La dadiva читать книгу онлайн
El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El bosque que yo encontré aún estaba vivo, exuberante, lleno de pájaros. Había oropéndolas, palomas y grajos; un cuervo pasó volando, con un jadeo de alas: kshu, kshu, kshu; un carpintero de cabeza roja picoteaba el tronco de un pino, y a veces, me imagino, imitando vocalmente su picoteo, para prestarle más fuerza y convicción (en honor de la hembra); porque no hay nada tan divino y encantador en la naturaleza como los engaños ingeniosos con que nos sorprende en lugares inesperados: el saltamontes, por ejemplo (pone en marcha su pequeño motor pero siempre le cuesta: tsig, tsig, tsig, y sale disparado), después de saltar y aterrizar, reajusta inmediatamente la posición de su cuerpo volviéndose de tal modo que la dirección de sus rayas oscuras coincida con la de las agujas caídas (¡o de sus sombras!). Pero, cuidado: me gusta recordar lo que escribió mi padre: «Al observar de cerca, no importa cuánto, los acontecimientos de la naturaleza, debemos impedir que en el proceso de observación nuestra razón —ese intérprete locuaz que siempre se adelanta— nos anticipe explicaciones que luego empiezan a influir, de modo imperceptible, el mismo curso de la observación, deformándolo: así la sombra del instrumento cae sobre la verdad.»
Déme la mano, querido lector, y entremos juntos en el bosque. Mire: observe primero estos claros con grupos de cardos, ortigas y adelfillos sedosos, entre los que encontrará toda clase de trastos: a veces incluso un colchón viejo, de muelles rotos y oxidados: ¡no lo desdeñe! Aquí hay un soto de pequeños abetos donde una vez descubrí un hoyo cavado cuidadosamente antes de morir por el animal que yacía dentro, un perro joven, de hocico largo y raza de lobo, doblado en una curva de maravillosa gracia, pata contra pata. Y ahora vienen montículos desnudos, sin maleza —sólo con una alfombra de agujas pardas bajo pinos simplistas, entre los cuales se balancea una hamaca llena de un cuerpo poco exigente— y también se ve el esqueleto de alambre de una pantalla, tirado por el suelo. Un poco más allá tenemos un terreno baldío rodeado de acacias blancas, y sobre la arena gris, ardiente y pegajosa hay una mujer sentada, en ropa interior, con las horribles piernas desnudas estiradas, zurciendo una media, mientras a su alrededor gatea un niño sucio de polvo. Desde aquí aún puede verse la avenida y el fulgor de los radiadores de los automóviles, pero si se penetra un poco más, ya el bosque vuelve por sus fueros, los pinos se ennoblecen, el musgo cruje bajo los pies, e invariablemente se ve algún vagabundo dormido, con un periódico tapándole la cara: el filósofo prefiere el musgo a las rosas. Éste es el lugar exacto donde cayó el otro día un aeroplano pequeño: alguien que llevaba a su novia de paseo por el cielo azul, se entusiasmó en exceso, perdió el control de la palanca de mando y se sumergió con un chasquido y un crujido directamente entre los pinos. Por desgracia, llegué demasiado tarde: ya habían tenido tiempo de llevarse los restos, y dos policías montados se alejaban al paso hacia la avenida, pero aún podía verse el impacto de una muerte osada bajo los pinos, uno de los cuales había sido cortado en dos por un ala, y el arquitecto Stockschmeisser, que paseaba con su perro, estaba contando lo ocurrido a un niño y su niñera; pocos días después ya no quedaba ninguna huella (sólo la herida amarilla en el pino), e ignorantes por completo del hecho, un anciano y su esposa —ella en corpiño y él en calzoncillos —habían sencillos ejercicios gimnásticos en el mismo lugar.
Algo más lejos todo era más bonito: los pinos estaban a sus anchas, y entre sus troncos rosados y escamosos, el grácil follaje de los serbales bajos y el verdor vigoroso de los robles convertían las rayas de sol del bosque de pinos en multitud de vivaces manchas moteadas. En la densidad de un roble, cuando se miraba desde abajo, la superposición de hojas sombreadas e iluminadas, verde oscuro y esmeralda brillante, se antojaba un rompecabezas unido por sus bordes ondulados, y sobre estas hojas, dejando que el sol acariciara su seda amarilla y parda o cerrando con fuerza las alas, se posó una mariposa de alas esquinadas, que tenía una raya blanca en el vientre punteado de oscuro; de pronto echó a volar y se paró en mi pecho desnudo, atraída por el sudor humano. Y todavía más arriba, encima de luí rostro levantado, las copas y los troncos de los pinos participaban en un complejo intercambio de sombras, y su follaje me recordaba las algas meciéndose en el agua transparente. Y si levantaba aún más la cabeza, de modo que la hierba (de un verde primitivo e inexpresable desde este punto de vista invertido) pareciera estar creciendo hacia abajo, hacia una luz transparente y vacía, experimentaba algo similar a lo que debe sentir un hombre que ha volado a otro planeta (con diferente gravedad, diferente densidad y una presión diferente sobre los sentidos), en especial, cuando una familia que iba de excursión pasó cabeza abajo, dando a cada uno de sus pasos una sacudida extraña y elástica, y lanzando una pelota que parecía caer, cada vez más despacio, en un abismo turbulento.
Si se avanzaba aún más —no hacia la izquierda, donde el bosque se prolongaba infinitamente, ni tampoco hacia la derecha, donde quedaba interrumpida por un seto de abedules jóvenes, que olían fresca y puerilmente a Rusia—, el bosque volvía a ser menos denso, perdía la maleza y descendía por pendientes arenosas a cuyos pies el ancho lago se elevaba sobre pilares de luz. El sol iluminaba caprichosamente la orilla opuesta, y cuando, con la llegada de una nube, el mismo aire parecía cerrarse como un gran ojo azul para volver a abrirse lentamente, una orilla iba siempre a la zaga de la otra en el proceso de oscurecerse e iluminarse. En la otra orilla apenas había playa arenosa, y los árboles bajaban todos juntos hasta los juncos densos, mientras más arriba se encontraban pendientes cálidas y secas cubiertas de trébol, acedera y tártago y bordeadas del exuberante verde oscuro de robles y hayas, que descendían temblando hasta los húmedos barrancos en uno de los cuales se había quitado la vida Yasha Chernyshevski.
Cuando yo entraba por las mañanas en este mundo del bosque, cuya imagen había elevado, cabe decir, con mis propios esfuerzos por encima del nivel de esas ingenuas impresiones domingueras (papeles en el suelo, una muchedumbre de excursionistas) de las que se componía el concepto berlinés del «Grünewald»; cuando en estos bochornosos días laborables de. verano me dirigía a su parte sur, a sus profundidades, a lugares salvajes y secretos, experimentaba tanto placer como si se tratara de un paraíso primitivo a tres kilómetros de la Agamemnonstrasse. Al llegar a uno de mis rincones favoritos, que combinaba mágicamente una libre afluencia de sol con la protección del follaje, me desnudaba y tendía boca arriba sobre la manta, colocando bajo la cabeza el innecesario bañador. Gracias al tono bronceado de todo mi cuerpo (sólo las plantas, palmas y arrugas en torno a los ojos conservaban su color natural), me sentía un atleta, un Tarzán, un Adán, cualquier cosa menos un ciudadano desnudo. La incomodidad que suele acompañar a la desnudez depende de la conciencia de nuestra indefensa blancura, que ha perdido hace mucho tiempo toda relación con los colores del mundo circundante y por esta razón se encuentra en disonancia artificial con él. Pero el efecto del sol remedia esta deficiencia, nos hace iguales a la naturaleza en nuestro derecho a la desnudez, y el cuerpo bronceado ya no siente vergüenza. Todo esto parece arrancado de un folleto nudista, pero la propia verdad no tiene la culpa si coincide con la verdad que un pobre sujeto ha pedido prestada.
El sol brillaba con fuerza. El sol me lamía todo el cuerpo con su lengua grande y suave. Poco a poco sentía que me volvía transparente, que me había fundido en el fuego y sólo existía gracias a él. Del mismo modo que se traduce un libro a un idioma exótico, así yo me traducía al sol. El Fiodor Godunov-Cherdyntsev flaco, helado, invernal, estaba ahora tan lejos de mí como si le hubiera desterrado a la provincia de Yukutsk. Era una pálida copia de mí mismo, mientras este yo estival era su magnífica reproducción de bronce. Mi yo personal, el que escribía libros, el que amaba las palabras, los colores, los fuegos de artificio mentales, a Rusia, el chocolate, a Zina, parecía haberse desintegrado, disuelto; después de convertirse en transparente por la fuerza de la luz, ahora lo asimilaba el resplandor del bosque veraniego, con sus agujas satinadas y sus hojas de un verde celestial, con sus hormigas corriendo sobre la lana radiante, transfigurada, de la manta de viaje, con sus pájaros, olores, aliento cálido de las ortigas y el olor de esperma de la hierba calentada por el sol, con su cielo azul donde zumbaba un avión muy alto, que parecía cubierto por una capa de polvo azul, la esencia azul del firmamento: el avión era azulado, como el pez está mojado en el agua.