La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Oyó que el recibidor se llenaba de voces que se despedían, oyó caer el paraguas de alguien y llegar y detenerse el ascensor reclamado por Zina. Volvió a reinar el silencio. Fiodor fue al comedor, donde Shchyogolev cascaba las últimas nueces, masticándolas sólo con un lado, y Marianna Nikolavna quitaba la mesa. Su rostro rechoncho y sonrosado, las relucientes ventanas de la nariz, las cejas violeta, el cabello color de albaricoque que se volvía azul en la gruesa nuca afeitada, los ojos azules, con el rabillo pintado en exceso, momentáneamente fijos en las últimas gotas del fondo de la tetera, sus anillos, su broche granate, el chal floreado sobre los hombros, todo esto constituía, en su conjunto, una estampa tosca pero de colores muy vivos de un género algo anticuado. Se puso las gafas y leyó una hoja llena de números cuando Fiodor le preguntó cuánto le debía. Al oír esto Shchyogolov arqueó las cejas, sorprendido: estaba seguro de no obtener un céntimo más de su huésped, y como era bondadoso por naturaleza, la víspera había aconsejado a su mujer que no presionara a Fiodor y le escribiera una o dos semanas después desde Copenhague, y le amenazara con dirigirse a sus familiares. Después de pagar, Fiodor se guardó los tres marcos y medio que sobraban de los doscientos y fue a acostarse. En el recibidor se cruzó con Zina, que volvía de abajo. «¿Bien?» —dijo ella, con un dedo en el interruptor— interjección medio inquisitiva, medio apremiante que significaba, más o menos: «¿Vas a pasar? Yo apago la luz, así que date prisa.» El hoyuelo de su brazo desnudo, piernas enfundadas en seda pálida, zapatillas de terciopelo, rostro inclinado hacia abajo. Oscuridad.
Se acostó y empezó a dormirse al murmullo de la lluvia. Como siempre que se hallaba entre el estado consciente y el sueño, se inmiscuyeron toda clase de desechos verbales, brillando y tintineando: «El cristal crujiente de aquella noche cristiana bajo una estrella crisolítica...» y su mente, después de escuchar, aspiró a reunirlos y usarlos y empezó a añadir por su cuenta: Extinguida la luz de Yasnaya Poliana, y Pushkin muerto, y Rusia lejana... pero como esto no servía, el rosario de rimas continuó: «Una estrella fugaz, un crisólito audaz, el avatar de un aviador...» Su mente fue descendiendo poco a poco a un infierno de aliteraciones reptantes, a infernales asociaciones de palabras. A través de su insensata acumulación notó el pinchazo de un botón de la almohada en la mejilla; se volvió del otro lado y vio contra un fondo negro personas desnudas saltando al lago del Grunewald, y un monograma de luz parecido a un infusorio se deslizó en diagonal hasta el extremo más alto de su campo de visión subpalpebral. Tras cierta puerta cerrada de su cerebro, apoyada en la manecilla pero dándole la espalda, su mente empezó a discutir con alguien un secreto importante y complicado, pero cuando la puerta se abrió durante un minuto, resultó que hablaban de sillas, mesas y establos. De pronto, bajo la niebla cada vez más espesa, junto al último peaje de la razón, llegó la vibración argentina de un timbre de teléfono, y Fiodor dio otra media vuelta, se quedó boca abajo, cayéndose... La vibración permanecía entre sus dedos, como si le hubiera picado una ortiga. En el recibidor, donde ya había devuelto el auricular a su caja negra, estaba Zina, que parecía asustada.
—Era para ti —dijo en voz baja—. Tu antigua patrona, Frau Stoboy, quiere que vayas allí inmediatamente. Hay alguien esperándote en su casa. Date prisa.
Fiodor se puso unos pantalones de franela y, jadeando, salió a la calle. En esta época del año hay en Berlín algo similar a las noches blancas de San Petersburgo: el aire era de un gris transparente, y las casas parecían flotar en un espejismo jabonoso. Unos obreros del turno de noche habían levantado el arroyo en el chaflán, y era preciso caminar por estrechos pasadizos de tablas; a cada persona que entraba le daban una lihternita que a la salida debía colgar de un gancho clavado al poste, o bien dejar en la acera junto a unas botellas de leche vacías. Fiodor hizo esto último y siguió andando por las calles sin brillo, y el presentimiento de algo increíble, de una sorpresa imposible y sobrehumana salpicó su corazón con una mezcla de horror y felicidad. En la penumbra gris, unos niños ciegos que llevaban gafas oscuras salieron de dos en dos del edificio de una escuela y pasaron por su lado; estudiaban de noche (en escuelas económicamente oscuras, que durante el día cobijaban a niños videntes), y el clérigo que les acompañaba se parecía al maestro de escuela de Leshino, Bychkov. Apoyado contra un farol y con la cabeza colgando, muy abiertas las piernas en forma de tijera, enfundadas en las perneras de unos pantalones a rayas, y con las manos metidas en los bolsillos, un borracho flaco se antojaba recién salido de las páginas de una vieja revista satírica rusa. Aún había luz en la librería rusa, distribuían libros entre los taxistas nocturnos, y a través de la opacidad amarillenta del cristal distinguió la silueta de Misha Berezovski, que alargaba a alguien el atlas negro de Petrie. ¡Debe ser duro trabajar de noche! La excitación volvió a dominarle en cuanto llegó a su antiguo vecindario. Estaba sin aliento de tanto correr, y la manta enrollada le pesaba mucho en el brazo; tenía que apresurarse, pero no podía recordar el plano de las calles, y la noche cenicienta lo confundía todo, cambiando como en la imagen de un negativo la relación entre las partes oscuras y claras, y no había nadie a quien preguntar, todo el mundo dormía. De pronto se irguió un álamo y detrás una iglesia alta que tenía un rosetón de color rojo violáceo, dividido en rombos de luz policroma: en su interior tenía lugar un servicio nocturno y una vieja enlutada que llevaba un poco de algodón bajo el puente de las gafas, subía a toda prisa los escalones. Fiodor encontró su calle, pero en la entrada un poste con el dibujo de una mano enguantada indicaba que era preciso entrar en la calle por el otro extremo, donde estaba el edificio de correos, pues en este extremo habían depositado un montón de banderas para los festejos del día siguiente. Pero tenía miedo de perderla si daba un rodeo, y además, a la oficina de correos tendría que ir después, si aún no se había enviado un telegrama a su madre. Trepó por tablones, cajas y un ensortijado granadero de juguete y vislumbró la tan conocida casa, frente a la cual los obreros ya habían extendido una alfombra roja desde la acera hasta la esquina, igual como solían hacer frente a su casa del Malecón del Neva las noches de baile. Corrió escaleras arriba y Frau Stoboy le abrió inmediatamente. Tenía las mejillas ardientes y llevaba una bata blanca de hospital —con anterioridad había practicado la medicina—. «Le ruego que no se excite —dijo—. Vaya a su habitación y espere. Debe estar preparado para cualquier cosa», añadió con una nota vibrante en la voz, y le empujó hacia el interior de la habitación que él había creído no volver a ver en su vida. Perdiendo el control de sí mismo, la agarró por el hombro, pero ella se desasió. «Alguien ha venido a verle —dijo Frau Stoboy—; ahora descansa... Espere un par de minutos.» Cerró la puerta de golpe. La habitación estaba igual que cuando vivía en ella: los mismos cisnes y lirios en el papel de la pared, el mismo techo pintado y ornamentado con mariposas tibetanas (allí, por ejemplo, estaba la Thecla bieti). Expectación, temor, la escarcha de la felicidad, el ímpetu de los sollozos, fundidos en una única agitación cegadora mientras esperaba, incapaz de moverse, en el centro de la habitación, escuchando y mirando la puerta. Sabía quién entraría dentro de un momento y le asombraba haber dudado alguna vez de su regreso: la duda se le antojaba ahora igual que la obtusa obstinación de un demente, la desconfianza de un salvaje, la complacencia de un ignorante. El corazón le latía como ante una ejecución, pero al mismo tiempo esta ejecución era un gozo tan inmenso que la vida palidecía ante él, y no podía comprender la repugnancia que solía experimentar cuando, en sueños rápidamente construidos, evocaba lo que ahora iba a ocurrir en la vida real. De repente, la puerta se estremeció (otra, lejana, se había abierto ya) y oyó unos pasos conocidos, el murmullo doméstico de unas zapatillas de tafilete. Sin ruido, pero con terrible fuerza, la puerta se abrió de par en par, y en el umbral apareció su padre. Llevaba un casquete bordado en oro y una chaqueta negra de cheviotcon bolsillos para la pitillera y la lupa; las mejillas atezadas, con dos largos surcos a ambos lados de la nariz, estaban pulcramente afeitadas; algunos cabellos grises brillaban como sal en su barba oscura; entre una red de arrugas, sus ojos rieron, cálidos y francos. Pero Fiodor no se movió, incapaz de dar un paso. Su padre dijo algo, pero en voz tan tenue que le fue imposible entender nada, aunque intuía que tenía relación con su regreso, sano y salvo, humano y real. Pero incluso así, era terrible acercarse —tan terrible que Fiodor sentía que moriría si el recién llegado daba un paso hacia él—. En alguna de las habitaciones de atrás se oyó la risa extasiada de su madre, mientras su padre emitía sonidos suaves separando apenas los labios, como solía hacer cuando tomaba una decisión o buscaba algo en la página de un libro... entonces volvió a hablar —y esta vez sus palabras significaban que todo iba bien, que todo era sencillo, que ésta era la verdadera resurrección, que no podía ser de otro modo, y además: que estaba satisfecho —satisfecho de sus capturas, de su regreso, del libro de su hijo sobre él—, y entonces, por fin, todo se hizo fácil, se encendió una luz, y su padre abrió los brazos con efusiva alegría. Fiodor, con un gemido y un sollozo, se adelantó, y en la sensación colectiva de una chaqueta de lana, manos grandes y el tierno pinchazo de un bigote bien recortado, surgió un calor de felicidad extática, vivo, enorme, paradisíaco, en el cual se fundió y disolvió su corazón gélido.