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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Empezó subrayando que los gastos del baile benéfico de Año Nuevo eran exorbitantes; Gurman intentó replicar... el presidente, señalando a Shirin con su lápiz, le preguntó si había terminado... «¡Déjenle hablar, no le interrumpan!», gritó Shajmatov desde su asiento, y el lápiz del «presidente», temblando como la lengua de una culebra, le apuntó a él antes de volver a Shirin, quien se limitó a inclinar la cabeza y se sentó. Gurman se levantó pesadamente, llevando el peso de su tristeza con desprecio y resignación, y empezó a hablar... pero Shirin no tardó en interrumpirle y Kraevich agarró la campana. Gurman acabó, y entonces el tesorero pidió la palabra, pero Shirin ya estaba levantado y continuaba: «La explicación del honorable caballero de la bolsa...» El presidente tocó la campana, pidió más moderación y amenazó con negarles autorización para hablar. Shirin volvió a saludar con la cabeza y dijo que sólo quería formular una pregunta: según las palabras del tesorero, en caja había tres mil setenta y seis marcos y quince pfennigs. ¿Podía ver este dinero ahora mismo?

«Bravo», gritó Shajmatov, y el miembro menos atractivo del sindicato, el poeta místico, soltó una risotada, aplaudió y casi se cayó de la silla. El tesorero, blanco como la nieve, se puso a hablar en un rápido murmullo... Mientras hablaba así y era interrumpido por confusas exclamaciones del auditorio, un tal Shuf, flaco, afeitado, parecido a un piel roja, abandonó su rincón, se acercó a la mesa del comité, inadvertido gracias a sus suelas de goma, y la golpeó de repente con el puño rojo, con tal fuerza que hasta la campana dio un brinco. «Está mintiendo», bramó y volvió a su asiento.

Se desencadenó un alboroto en todos los puntos de la sala cuando, para desconsuelo de Shirin, se puso de manifiesto que había otra facción deseosa de hacerse con el poder, y se trataba del grupo que siempre quedaba excluido y al que pertenecía el místico y también el piel roja, así como el individuo bajo y barbudo y varios tipos andrajosos y desequilibrados, uno de los cuales se puso a leer inopinadamente una lista de candidatos para el comité, todos ellos inaceptables. La batalla tomó un nuevo giro, bastante complicado, ya que ahora eran tres los grupos beligerantes. Se oyeron expresiones como «traficante del mercado negro», «no es digno de batirse en duelo» y «usted ya ha sido derrotado». Incluso Busch habló, tratando de ahogar las exclamaciones insultantes, pero debido a la oscuridad natural de su estilo, nadie pudo comprender' de qué hablaba hasta que se sentó y explicó que estaba totalmente de acuerdo con el orador precedente. Gurman, que sólo con las ventanas de la nariz ya expresaba sarcasmo, jugaba con su boquilla. Vasiliev abandonó su asiento y se retiró a un rincón, donde fingió leer el periódico. Lishnevski pronunció un discurso demoledor dirigido principalmente al miembro de la junta semejante a un sapo pacífico, quien se limitó a extender los brazos y mirar con expresión de impotencia a Gurman y al tesorero, quienes se esforzaban por no mirarle. Al final, cuando el poeta místico se levantó, tambaleándose, y con una sonrisa muy prometedora en el rostro sudoroso empezó a hablar en verso, el presidente agitó con furia la campana y anunció una pausa, tras la cual se celebrarían las elecciones. Shirin corrió hacia Vasiliev y le habló con persuasión, mientras Fiodor, sintiendo un repentino aburrimiento, encontraba su impermeable y se abría paso hasta la calle.

Estaba enfadado consigo mismo: ¡sacrificar por esta ridícula representación la estrella fija de su cita nocturna con Zina! El deseo de verla al instante le torturó con su imposibilidad paradójica: si no durmiera a seis metros de la cabecera de su cama, el acceso a ella sería mucho más fácil. Un tren se extendió sobre el viaducto: el bostezo iniciado por una mujer ante la ventana iluminada del primer coche fue completado por otra mujer en el último coche. Fiodor Konstantinovich se dirigía hacia la parada del tranvía por una calle ruidosa, de un negro brillante. El letrero iluminado de un cabaret subía los peldaños de las letras colocadas verticalmente; se apagaban todas a la vez, y entonces la luz volvía a trepar: ¿qué palabra babilónica llegaría hasta el cielo?... un nombre compuesto con un trillón de matices: diamanteclarolunalilas-fogosoardientevioleta, etc., ¡y muchísimos más! ¿Y si intentara telefonear? Sólo tenía una moneda en el bolsillo y era preciso decidirse: telefonear significaba en cualquier caso no poder tomar el tranvía, pero telefonear en balde, o sea no hablar con la propia Zina (hacerla avisar por su madre no estaba permitido por el código) y además volver a pie sería demasiado irritante. Me arriesgaré. Entró en una cervecería, llamó, ¡y todo se acabó en un santiamén! Contestó un número equivocado, el mismo número que el ruso anónimo trataba siempre de obtener y siempre le contestaban los Shchyogolev. Qué remedio, tendría que ir a pata, como diría Boris Ivanovich.

En la esquina siguiente su presencia disparó el mecanismo de muñeca de las prostitutas que deambulaban allí. Una de ellas trató incluso de fingir que miraba un escaparate, y era triste pensar que conocía de memoria estos corsés color de rosa y estos maniquíes dorados. De memoria... «Cariño», dijo otra con una sonrisa inquisitiva. La noche era cálida, empolvada de estrellas. Andaba a paso rápido y sentía en la cabeza destocada la embriaguez del narcótico aire nocturno, y más adelante, cuando caminaba entre jardines, llegaron flotando hasta él fantasmas de lilas, la oscuridad del follaje y olores desnudos y maravillosos que se extendían por el césped.

Tenía calor y la frente le ardía cuando por fin cerró con suavidad la puerta tras de sí y se encontró en el oscuro recibidor. El cristal opaco de la parte superior de la puerta de Zina semejaba un mar radiante: debía leer en la cama, pensó, pero mientras estaba mirando este cristal misterioso, ella tosió, dio media vuelta y la luz se apagó. Qué absurda tortura. Entrar allí, entrar... ¿Quién lo sabría? La gente como su madre y su padrastro duermen el sueño, insensible en un ciento por ciento, de los campesinos. La escrupulosidad de Zina: jamás abriría al rasgeo minúsculo de una uña. Pero sabe que estoy en el recibidor oscuro, y ahogándome. Durante los últimos meses esta habitación prohibida se había convertido en una enfermedad, una carga, una parte de sí mismo, pero hinchada y sellada: el neumotorax de la noche.

Se quedó un momento más, y de puntillas alcanzó su habitación. Pensándolo bien, todo emociones francesas. Fama Mour. Dormir, dormir, la languidez de la primavera carece de talento. Vencerse a sí mismo: un retruécano monástico. ¿Qué haremos? ¿A qué estamos esperando, exactamente? En cualquier caso, no encontraré una esposa mejor. Pero, ¿acaso necesito una esposa? «Aparta esa lira, no tengo sitio para moverme...» No,.jamás le oiría semejantes palabras, ésta era la cuestión.

Y pocos días después, de una manera sencilla e incluso un poco tonta, surgió una solución al problema, cuya gran complejidad casi hacía sospechar un error en su construcción. Boris Ivanovich, cuyos negocios iban de mal en peor desde hacía algunos años, recibió la inesperada oferta, por parte de una firma berlinesa, de un respetable cargo representativo en Copenhague. Dentro de dos meses, a principios de julio, tendría que trasladarse allí por un plazo mínimo de un año, y si todo iba bien, para siempre. Marianna Nikolavna, que por alguna razón amaba Berlín (lugares conocidos, excelentes instalaciones sanitarias, aunque ella era sucia), sentía tristeza de tener que marcharse, pero ésta se disipó en cuanto pensó un poco en las mejores condiciones de vida que le esperaban. Así, pues, quedó decidido que a partir de julio Zina permanecería sola en Berlín y seguiría trabajando para Traum hasta que Shchyogolev «le encontrara un empleo» en Copenhague, adonde Zina debería dirigirse «en cuanto» la llamaran (es decir, esto es lo que pensaban los Shchyogolev; Zina había decidido algo muy diferente). Había que resolver la cuestión del apartamento. Los Shchyogolev no querían venderlo, por lo que empezaron a buscar a alguien que lo alquilase. Lo encontraron en la persona de un joven alemán de gran futuro comercial, quien, acompañado de su novia —chica sencilla, sin afeites, domésticamente robusta, que llevaba un abrigo verde—, inspeccionó el apartamento: comedor, dormitorio, cocina, Fiodor en la cama, y se declaró satisfecho. Sin embargo, no alquilaría el apartamento hasta el mes de agosto, por lo que durante un mes tras la marcha de los Shchyogolev, Zina y el inquilino podrían continuar en él. Contaban los días: cincuenta, cuarenta y nueve, treinta, veinticinco, cada uno de estos números tenía su propio rostro: una colmena, una urraca en un árbol, la silueta de un caballo de ajedrez, un hombre joven. Desde la primavera, sus citas nocturnas dejaban atrás las márgenes de su calle inicial (farol, tilo, valla), y ahora sus inquietos paseos les llevaban, en círculos cada vez más amplios, a rincones distantes y siempre nuevos de la ciudad. Una vez era un puente sobre un canal, otra un bosquecillo de enredaderas en un parque, tras cuyo varaseto se deslizaban las luces, otra una calle sin pavimentar entre solares llenos de neblina en los cuales se estacionaban camiones oscuros, otra unas arcadas extrañas, imposibles de encontrar a la luz del día. Cambio de costumbres antes de emigrar; excitación; un dolor lánguido en los hombros.

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