La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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—Es extraño —observó Fiodor—: una vez, hará unos tres años, imaginé con gran claridad una conversación con usted acerca de estos temas ¡y resulta que fue algo similar! Aunque, como es natural, usted me aduló descaradamente y cosas por el estilo. El hecho de que le conozca tan bien sin conocerle me hace feliz hasta lo increíble, porque ello significa que en el mundo hay uniones que no dependen en absoluto de amistades en masa, afinidades necias o «el espíritu de la época», y tampoco de organizaciones místicas o asociaciones de poetas, en las cuales sus esfuerzos conjuntos prestan «fulgor» a una docena de bien avenidas mediocridades.
—En todo caso, quiero advertirle —dijo Koncheyev con franqueza— que no se haga ilusiones respecto a nuestra similitud: usted y yo diferimos en muchas cosas. Yo tengo costumbres diferentes, gustos distintos; por ejemplo, no puedo soportar a su Fet, y en cambio soy un ardiente admirador del autor de El dobley Los poseídos, a quien usted está dispuesto a menospreciar... Hay muchas cosas de usted que no me gustan —su estilo de San Petersburgo, su tinte gálico, su neovolterianismo y su debilidad por Flaubert— y, perdóneme, considero sencillamente un ultraje su obscena desnudez deportiva. Pero, teniendo en cuenta estas reservas, es probable que pudiéramos decir que en alguna parte —no aquí sino en otro plano, de cuyo ángulo, por cierto, usted tiene una idea aún más vaga que yo—, en algún lugar de las afueras de nuestra existencia, muy lejos, de un modo misterioso e indefinible, un vínculo bastante divino está creciendo entre nosotros. Pero quizás usted siente y dice todo esto porque alabé su libro en la prensa —lo cual puede ocurrir, ya lo sabe.
—Sí, lo sé. También yo lo he pensado. En especial porque antes solía envidiar su fama. Pero en conciencia...
—¿Fama? —interrumpió Koncheyev—. No me haga reír. ¿Quién conoce mis poesías? Mil, mil quinientos, como máximo dos mil expatriados inteligentes, de los cuales un noventa por ciento no las comprende. ¡Dos mil entre tres millones de refugiados! Esto es éxito provinciano, pero no fama. Tal vez el futuro me resarcirá, pero tendrá que pasar mucho tiempo para que el tungo y el calmuco del «Exegi monumentum» de Pushkin se arranquen de las manos mi «Comunicación», mientras el finés los mira con envidia.
—Pero existe un sentimiento consolador —dijo Fiodor, meditabundo—. Se pueden pedir préstamos a la herencia. ¿No le divierte imaginar que un día, en este mismo lugar, junto a este lago y bajo este roble, un soñador vendrá a sentarse e imaginará a su vez que usted y yo nos sentamos aquí una mañana?
—Y el historiador le dirá secamente que nunca paseamos juntos, que apenas nos conocíamos y que cuando nos veíamos, sólo hablábamos de cosas intrascendentes.
—¡Inténtelo de todos modos! Trate de experimentar aquella emoción extraña, futura, retrospectiva... ¡Todos los pelos del alma se ponen de punta! Sería algo bueno en general poner fin a nuestra bárbara concepción del tiempo; encuentro especialmente encantador oír hablar a la gente de que la tierra se congelará dentro de un trillón de años y todo desaparecerá a menos que traslademos a tiempo nuestros talleres tipográficos a una estrella vecina. O las tonterías sobre la eternidad: se ha concedido tanto tiempo al universo que la fecha de su fin ya debiera haber llegado, del mismo modo que es imposible en un solo segmento de tiempo imaginarse entero un huevo colocado en una carretera por la que pasa incesantemente un ejército. ¡Qué estupidez! Nuestro erróneo concepto del tiempo como algo en expansión es una consecuencia de nuestra condición finita, que al encontrarse siempre al nivel del presente, comporta una elevación constante entre el abismo acuoso del pasado y el abismo aéreo del futuro. Así la existencia es una transformación eterna del futuro en el pasado —proceso esencialmente fantasmal—, mero reflejo de las metamorfosis materiales que se producen en nuestro interior. En estas circunstancias, el intento de comprender el mundo se reduce a un intento de comprender lo que nosotros mismos hemos hecho deliberadamente incomprensible. El absurdo al que llega el pensamiento indagador sólo es un signo natural y genérico de que pertenece al hombre, y esforzarse por obtener una respuesta es lo mismo que pedir al caldo de gallina que empiece a cloquear. La teoría que me parece más tentadora —que no existe el tiempo, que todo es el presente situado como un resplandor más allá de nuestra ceguera— es una hipótesis finita tan imposible como todas las demás. «Lo entenderás cuando seas mayor», éstas son realmente las palabras más sabias que conozco. Y si añadimos a esto que la naturaleza veía doble cuando nos creó (oh, este maldito emparejamiento que es imposible rehuir: caballo-vaca, gato-perro, rata-ratón, pulga-chinche), que la simetría en la estructura de los cuerpos animados es una consecuencia de la rotación de los mundos (una peonza que gire durante el tiempo suficiente empezará, tal vez, a vivir, crecer y multiplicarse), y que en nuestra lucha hacia la asimetría, hacia la desigualdad, puedo detectar un alarido de libertad genuina, un impulso por abandonar el círculo...
— Herrliches Wetter, in der Zeitung steht es aber, dass es morgen bestimtht regnen wirdl—dijo finalmente el joven alemán que estaba sentado en el banco junto a Fiodor y en el cual éste había descubierto un parecido con Koncheyev.
La imaginación otra vez —¡y qué lástima! Incluso le he inventado una madre difunta a fin de hacer caer en la trampa a la verdad... ¿Por qué nunca puede convertirse en realidad una conversación con él, por qué no encuentra el camino de la realización? ¿O acaso esto es una realización y no se necesita nada mejor... ya que una conversación real tendría que ser decepcionante —con la confusión del tartamudeo, las vacilaciones, la paja de palabras triviales?
— Da kommen die Wolken schot—continuó el Koncheyev alemán, señalando con el dedo una nube pechugona que se elevaba por el oeste. (Con toda probabilidad, un estudiante. Quizá con una vena filosófica o musical. ¿Dónde estará ahora el amigo de Yasha? Sería difícil que viniera por aquí.)
— Halb fünf ungefáht—añadió en respuesta a la pregunta de Fiodor, y, recogiendo el bastón, se levantó del banco. Su silueta oscura y encorvada se fue alejando por las sombras del sendero. (¿Un poeta, tal vez? Después de todo, en Alemania tenía que haber poetas. Mezquinos, locales —pero aun así, no eran carniceros. ¿O sólo un acompañamiento de la carne?)
Le daba pereza nadar hasta la otra orilla; siguió a paso lento la vereda que bordeaba el lago por su lado norte. En el lugar donde un ancho declive arenoso llegaba hasta el agua, formando una margen resbaladiza que apuntalaban las raíces al descubierto de unos cuantos pinos recelosos, encontró otro grupo de gente, y más abajo, sobre una franja de hierba, vio tendidos tres cadáveres desnudos, blanco, rosado y marrón, como una muestra triple del efecto del sol. Más lejos, en la curva del lago, había un terreno pantanoso, y la tierra oscura, casi negra, se adhirió con refrescante tacto a sus plantas desnudas. Volvió a subir por una pendiente cubierta de agujas, y caminó por el bosque moteado hasta su guarida. Todo era alegre, triste, soleado, sombreado —no deseaba volver a casa, pero ya era hora de regresar. Se tendió un momento junto a un árbol viejo que parecía haberle hecho una seña—. «Te mostraré algo interesante.» Entre los árboles sonó una pequeña canción, y al poco rato, andando a buen paso, aparecieron cinco monjas —caras redondas, hábitos negros y cofias blancas —y la cancioncilla, medio de colegiala, medio angélica, revoloteó en torno a ellas todo el tiempo, mientras primero una y luego otra se agacharon sin detenerse para arrancar sendas flores modestas (invisibles para Fiodor, aunque estaba muy cerca) y en seguida se enderezaron, muy ágiles, alcanzando simultáneamente a las otras, recuperando el ritmo y añadiendo esta flor fantasma a un ramillete fantasma con un ademán idílico (juntando un instante el pulgar y el índice, y curvando con delicadeza los otros dedos) —y todo se parecía tanto a una escena teatral— y cuánta destreza había en todo ello, qué infinidad de gracia y de arte, qué gran director se ocultaba tras los pinos, qué bien calculado estaba todo —el ligero desorden del grupo y su reunión posterior, tres delante y dos detrás, y el hecho de que una de las jóvenes rezagadas riera brevemente (con buen humor muy monjil) porque una de las que iban delante, en un arranque de expansividad, casi desafinó una nota especialmente celestial, y el gradual amortiguamento de la canción a medida que se alejaba, mientras un hombro seguía inclinándose y unos dedos buscaban una brizna de hieba (pero ésta, meciéndose, continuó brillando al sol... ¿dónde había ocurrido esto antes —qué se había enderezado y empezado a mecerse...?)— y ahora todas se alejaban entre los árboles a paso rápido, calzadas con zapatos de botones, y un niño medio desnudo, fingiendo buscar una pelota en la hierba, grosera y automáticamente repitió un trozo de su canción (del llamado por los músicos «estribillo bufo»). ¡Qué bien montado estaba todo! ¡Cuánto trabajo empleado en esta escena rápida y ligera, en este diestro pasaje, qué músculos había bajo aquella tela negra y de aspecto basto que después del entreacto cambiarían por etéreos tutus de bailarina!
