La dadiva
La dadiva читать книгу онлайн
El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Los periódicos diagnosticaban al verano todavía joven un calor excepcional, y hubo en efecto una larga hilera de días espléndidos, interrumpida de vez en cuando por la interjección de una tormenta. Por la mañana, mientras Zina se marchitaba al calor maloliente de la oficina (sólo los sobacos de la chaqueta de Hamekke eran más que suficientes... ¿y cómo calificar los cuellos de las mecanógrafas, que se derretían como la cera, y la pegajosa negrura del papel carbón?), Fiodor se iba al Grünewald a pasar todo el día, abandonando sus lecciones y trataba de no pensar en el pago atrasado de su habitación. Jamás se había levantado a las siete, le habría parecido algo monstruoso, pero ahora, bajo la nueva luz de la vida (en la que de algún modo se mezclaba la madurez de su talento, un presentimiento de nuevos esfuerzos y la proximidad de la dicha completa con Zina), experimentaba un placer directo en la velocidad y ligereza de estos madrugones, en aquella explosión de movimiento, en la sencillez ideal de vestirse en tres segundos: camisa, pantalones y sandalias sin calcetines, tras lo cual envolvía el bañador en una manta de viaje, se la ponía bajo el brazo, cogía al pasar por el recibidor una naranja y un bocadillo y echaba a correr escaleras abajo.
Una alfombrilla vuelta hacia atrás mantenía la puerta abierta de par en par mientras el portero sacudía el polvo de otra alfombra golpeándola con energía contra el tronco de un limero inocente: ¿qué he hecho para merecer esto? El asfalto aún estaba a la sombra azulada de las casas. En la acera brillaban los primeros y frescos excrementos de un perro. Un coche fúnebre, que ayer se encontraba frente a un taller de reparaciones, salió con cautela por un portal y bajó por la calle vacía, y en su interior, tras el cristal y unas rosas blancas artificiales, en lugar de un ataúd había una bicicleta: ¿de quién? ¿por qué? La lechería ya estaba abierta, pero el perezoso estanquero continuaba dormido. El sol jugaba sobre diversos objetos del lado derecho de la calle, como una urraca eligiendo con el pico cosas minúsculas que brillan; y en el extremo, donde la cruzaba el profundo barranco de un ferrocarril, una nube de humo de locomotora apareció de improviso a la derecha del puente, se desintegró contra sus costillas de hierro y volvió a recuperar inmediatamente su forma blanca en el otro lado, donde se alejó serpenteando por entre los árboles. Al cruzar el puente después de la nube, Fiodor se alegró, como de costumbre, al ver la maravillosa poesía de los terraplenes de la vía férrea, su naturaleza libre y diversa: una multitud de langostas y sauces, matorrales, abejas, mariposas; todo esto vivía en aislamiento y despreocupación de la tosca vecindad del polvo de carbón que brillaba más abajo, entre los cinco chorros de raíles, y en dichosa ignorancia de los bastidores de la ciudad, de los muros agrietados de las casas viejas que tostaban sus espaldas tatuadas al sol de la mañana. Más allá del puente, cerca del pequeño jardín público, dos ancianos empleados de correos, tras completar la comprobación de una estampadora, y sintiéndose repentinamente juguetones, salían a hurtadillas de entre el jazmín, uno detrás de el otro, uno imitando los gestos del otro, en dirección a un tercero —que humilde y brevemente descansaba en un banco con los ojos cerrados antes de iniciar su jornada de trabajo—, con objeto de hacerle cosquillas en la nariz con una flor. ¿Dónde pondré todos estos regalos con que me recompensa la mañana veraniega, a mí y sólo a mí? ¿Los guardaré para futuros libros? ¿Los usaré inmediatamente para un manual práctico: ¿Cómo ser feliz? O profundizando más, yendo al fondo de las cosas: ¿comprenderé lo que se oculta detrás de todo esto, detrás del juego, el centelleo, la pintura gruesa y verde del follaje? ¡Porque hay algo, verdaderamente hay algo! Y uno quiere ofrecer su agradecimiento y no hay nadie a quien ofrecerlo. La lista de donaciones ya está hecha: 10.000 días de un Donante Desconocido.
Siguió andando, frente a verjas de hierro, frente a los profundos jardines de las villas de los banqueros, con sus grutas en la sombra, su boj, hiedra y césped perlados por el agua de riego, y entonces, entre los tilos y los olmos aparecieron los primeros pinos, enviados a la vanguardia por los pinares del Grünewald (o, por el contrario, ¿rezagados del regimiento?). Silbando con fuerza e irguiéndose (cuesta arriba) sobre los pedales de su triciclo, pasó el mandadero de la panadería; un camión de riego se acercaba lentamente, con un sonido sibilante y húmedo; una ballena sobre me das regaba con generosidad el asfalto. Alguien provisto de una cartera abrió de golpe una verja pintada de rojo y se marchó hacia una oficina desconocida. Fiodor salió al bulevar justo detrás de él (todavía el mismo Hohenzollerdamm en cuyo principio habían incinerado al pobre Alexander Yakovlevich), y allí, haciendo centellear la cerradura, la cartera echó a correr, tras un tranvía. Ahora el bosque ya no estaba lejos y aceleró el paso, sintiendo ya en el rostro levantado la máscara caliente del sol. Pasaron por su lado las estacas de una valla, salpicando su visión. En el solar de ayer se estaba construyendo una pequeña villa, y como el cielo miraba a través de los agujeros de futuras ventanas, y como bardanas y rayos de sol habían aprovechado la lentitud de la obra para instalarse con comodidad entre las blancas paredes inacabadas, éstas habían adquirido el semblante pensativo de las ruinas, como la expresión «a veces», que sirve igual para el pasado y el futuro. Una muchacha con una botella de leche se acercaba a Fiodor; tenía cierto parecido con Zina, o, mejor dicho, contenía una partícula de aquella fascinación, vaga y especial a la vez, que encontraba en muchas chicas, pero con particular abundancia en Zina, por lo que todas tenían un misterioso parentesco con ella, parentesco que sólo él conocía, aunque era totalmente incapaz de formular los indicios de esta afinidad (fuera de la cual las mujeres evocaban en él un penoso hastío), y ahora, al seguirla con la mirada y captar sus contornos fugitivos, dorados, tan familiares, que en seguida desaparecieron para siempre, sintió por un momento el impacto de un deseo sin esperanzas cuyo único encanto y riqueza estribaba en su calidad de irrealizable. Oh, trivial diablo de las emociones baratas, no me tientes con el apunte «mi tipo». No es eso, no es eso, sino algo que va más allá. La definición es siempre finita, pero yo sigo persiguiendo lo lejano; busco, más allá de las barricadas (de palabras, de sentidos, del mundo), lo infinito, donde todas, todas las líneas convergen.
Al final del bulevar apareció el lindero verde del bosque, y también el recargado pórtico de un pabellón recién construido (en cuyo atrio se encontraba un surtido de lavabos, para caballeros, señoras y niños), a través de los cuales había que pasar —según el proyecto del Lenótre local —a fin de entrar en un jardín de rocas recién inaugurado, con flora alpina a lo largo de sus veredas geométricas, que servía —también según el mismo proyecto— de umbral agradable del bosque. Pero Fiodor se desvió hacia la izquierda, evitando el umbral: por aquí se llegaba antes. El lindero todavía silvestre del pinar se prolongaba infinitamente, bordeando una avenida para automóviles, pero el próximo paso de las autoridades municipales era inevitable: cercar todo este acceso libre con una verja sin fin, para que el pórtico se convirtiera en entrada por necesidad (en el sentido más literal y elemental). Os construimos esta pieza ornamental y no os atrajo; así que ahora, ahí la tenéis: ornamental y de reglamento. Pero (retrocedamos con un salto mental: f3-g1) las cosas apenas podían ser mejores cuando este bosque —retirado ahora y concentrado en torno al lago (y como nosotros, en nuestro propio alejamiento de peludos antepasados, conservando sólo una vegetación marginal)— se extendía hasta el mismo corazón de la ciudad actual, y una chusma ruidosa y principesca galopaba por entre los árboles con cuernos, lebreles y batidores.