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La dadiva

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La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
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La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

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Mientras cruzaba el parque con Shirin, Fiodor sintió un placer desinteresado al pensar que tenía por compañero a un hombre ciego, sordo y sin olfato que consideraba este estado con total indiferencia, aunque a veces no le importaba suspirar con ingenuidad por el alejamiento de la naturaleza sufrido por el intelectual: Lishnevski había contado hacía poco que en una cita con Shirin en el Jardín Zoológico, cuando tras una hora de conversación le mencionó por casualidad a una hiena que paseaba por su jaula, resultó que Shirin apenas tenía idea de que hay animales cautivos en los jardines zoológicos, y después de echar una breve ojeada a la jaula, observó automáticamente: «Es cierto, nosotros no sabemos gran cosa del mundo animal», y en seguida continuó hablando de lo que más le preocupaba en la vida: las actividades y composición del comité de la Sociedad de Escritores Rusos en Alemania. Y ahora se encontraba en un estado de gran agitación porque «se había producido un determinado acontecimiento».

El presidente de aquel comité era Georgui Ivanovich Vasiliev, y había buenas razones para ello: su reputación antes del advenimiento de los soviéticos, sus numerosos años de actividad editorial y, lo más importante, aquella honradez inexorable y casi temible por la que su nombre era famoso. Por otro lado, su mal genio, su rigor de polemista y (pese a su gran experiencia pública) su ignorancia completa de la gente, no sólo no perjudicaban a esta honradez sino que le comunicaban, por el contrario, cierto sabor picante. Él descontento de Shirin no iba dirigido contra él sino contra los cinco miembros restantes del comité, en primer lugar porque ninguno de ellos (que, por cierto, constituían las dos terceras partes de la sociedad) era escritor profesional, y, en segundo lugar, porque tres de ellos (incluyendo el tesorero y el vicepresidente) eran si no bribones, como sostenía el parcial Shirin, al menos cómplices de sus arteras y vergonzosas actividades. Hacía ya algún tiempo que un asunto bastante cómico (opinaba Fiodor) y absolutamente desgraciado (en términos de Shirin) se producía en relación con los fondos de la sociedad. Cada vez que un miembro pedía un préstamo o una subvención (entre los que existía la misma diferencia que entre un arriendo de noventa y nueve años y una propiedad de por vida), se hacía necesario seguir la pista de estos fondos, que al menor intento de acercamiento se convertían en algo tan fluido y etéreo como si estuvieran siempre situados en lugares equidistantes entre tres puntos representados por el tesorero y dos miembros del comité. La caza se complicaba todavía más por el hecho de que Vasiliev no se hablaba desde hacía mucho tiempo con ninguno de estos tres miembros, con los que incluso se negaba a comunicarse por escrito, y en los últimos tiempos concedía créditos y subvenciones de su propio bolsillo, dejando que otros le pagaran con dinero procedente de la sociedad. Este dinero se obtenía siempre en cantidades pequeñas, y siempre resultaba que el tesorero lo había pedido prestado a una persona ajena al sindicato, por lo que las transacciones nunca significaban un cambio en el estado fantasmal de la tesorería. Últimamente, los miembros de la sociedad que pedían ayuda con más frecuencia estaban visiblemente nerviosos. Se había convocado una reunión general para el mes siguiente, y Shirin preparaba para ella un plan de acción muy firme.

—Hubo un tiempo —explicó, siguiendo junto a Fiodor los vericuetos de un sendero del parque—, hubo un tiempo en que todos los miembros del comité de nuestro sindicato eran personas muy respetables, como Podtiaguin, van Lushin, Zilanov, pero algunos murieron y otros están en París. No sé cómo, Gurman se introdujo en él, y luego, poco a poco, fue metiendo a sus camaradas. Para este trío, la participación pasiva de los extremadamente decentes —no hago ninguna alusión—, pero de total inutilidad, Kern y Goryainov, es una pantalla muy conveniente, una especie de camuflaje. Y las tensas relaciones de Gurman con Georgui Ivanovich son también una garantía de inactividad por su parte. Los que tenemos la culpa de todo esto somos nosotros, los miembros del sindicato. De no ser por nuestra pereza, indolencia, falta de organización, actitud indiferente hacia el sindicato y flagrante carencia de sentido práctico en el trabajo social, jamás habría podido ocurrir que Gurman y sus compinches se eligieran entre sí año tras año o eligieran a personas adictas a ellos. Ya es hora de poner fin a esta situación. Como siempre, harán circular su lista para las próximas elecciones... Pero entonces nosotros presentaremos la nuestra, profesional en un ciento por ciento: presidente, Vasiliev; vicepresidente, Getz; miembros de la junta: Lishenevski, Shajmatov, Vladimirov, usted y yo; y entonces reconstituiremos el comité de inspección, tanto más cuanto que Belenki y Chernyshevski se han retirado.

—Oh, no, por favor —dijo Fiodor (admirando de paso la definición de la muerte dada por Shirin)—, no cuente conmigo. Nunca he pertenecido ni quiero pertenecer a ningún comité.

—¡Cómo que no! —exclamó Shirin, frunciendo el ceño—. Esto no es justo.

—Por el contrario, es muy justo. Y de todos modos el hecho de que sea miembro del sindicato se debe a una distracción. A decir verdad, creo que Koncheyev hace bien en mantenerse apartado de todo esto.

—¡Koncheyev! —repitió Shirin, airado—. Koncheyev es un artesano totalmente inútil que trabaja por su cuenta y carece de todo interés general. Pero usted debería interesarse por el destino del sindicato, aunque sólo fuera porque —perdone mi franqueza —le pide dinero prestado.

—De esto se trata, precisamente. Comprenderá que si formo parte del comité no podré votar por mí mismo.

—Tonterías. ¿Por qué no? Es un procedimiento completamente legal. Usted se levanta y se va al lavabo, convirtiéndose así por un momento en un miembro ordinario, mientras los demás discuten su solicitud. No siga inventándose excusas sin ningún fundamento.

—¿Cómo va su nueva novela? —inquirió Fiodor—. ¿Casi terminada?

—Ahora no se trata de mi nueva novela. Le estoy pidiendo que acepte con toda seriedad. Necesitamos sangre joven. Lishnevski y yo hemos pensado mucho en esta lista.

—No, en ninguna circunstancia —replicó Fiodor—. No quiero hacer el ridículo.

—Bueno, si llama hacer el ridículo a cumplir un deber público...

—Si formo parte del comité, no cabe duda de que haré el ridículo, o sea que rehuso por respeto a ese deber.

—Muy triste —observó Shirin—. ¿De verdad tendremos que sustituirle a usted por Rostislav Strannyy?

—¡Claro! ¡Magnífico! ¡Adoro a Rostislav!

—De hecho yo le reservaba para el comité de inspección. También está Busch, naturalmente... Pero, medítelo bien, se lo ruego. No es una cuestión que pueda tomarse a la ligera. Tendremos que librar una verdadera batalla con esos gángsters. Estoy preparando un discurso que les dejará sorprendidos. Reflexione usted sobre ello, aún le queda todo un mes.

Durante aquel mes se publicó el libro de Fiodor y tuvieron tiempo de aparecer dos o tres críticas más, así que se dirigió a la reunión general con la agradable sensación de que encontraría en ella a más de un lector enemigo. Se celebraba como siempre en la planta superior de un gran café, y cuando él llegó ya estaba presente todo el mundo. Un camarero servía café y cerveza con ojos rápidos y fenomenal agilidad. Los miembros de la sociedad se hallaban sentados ante mesitas. Los escritores de creación formaban un grupo compacto, y ya podía oírse el enérgico «psst, psst» de Shajmatov, a quien acababan de servir algo que no había pedido. Al fondo, tras una mesa larga, estaba el comité: el fornido y muy meditabundo Vasiliev, con Goryainov y el ingeniero Kern a su derecha y otros tres a su izquierda. Kern, cuyo interés principal eran las turbinas pero que en un tiempo sostuvo relaciones amistosas con Alexander Blok, y Goryainov, ex funcionario de un antiguo departamento gubernamental, que sabía recitar maravillosamente «El mal del ingenio» y el diálogo de Iván el Terrible con el embajador lituano (ocasión en. que hacía una imitación espléndida del acento polaco), se comportaban con silenciosa dignidad: ya habían denunciado hacía tiempo a sus tres perversos colegas. Uno de éstos, Gurman, era un hombre gordo cuya calva estaba ocupada a medias por un lunar de color café; tenía grandes hombros caídos y una expresión ofendida y desdeñosa en los labios gruesos y violáceos. Sus relaciones con la literatura se limitaban a una breve conexión, enteramente comercial, con un editor alemán de manuales técnicos; el tema principal de su personalidad, la médula de su existencia, era la especulación —le gustaban sobre todo las letras de cambio soviéticas—. Junto a él había un abogado de baja estatura pero robusto y ágil a la vez, de mandíbula protuberante y con un destello rapaz en el ojo derecho (el izquierdo había sido entornado por la naturaleza) y un almacén de metal en la boca, hombre vivaz y fogoso, bravucón a su manera, que siempre retaba a los demás al arbitraje, y hablaba de ello (le desafié y él rehusó) con la concisa severidad de un duelista empedernido. El otro amigo de Gurman, lánguido, de carnes flojas y piel grisácea, que llevaba gafas con montura de concha y tenía todo el aspecto de un sapo pacífico que sólo quiere una cosa —estar completamente tranquilo en un lugar húmedo—, había escrito alguna vez en alguna parte sobre cuestiones de economía, aunque la lengua de víbora de Lishnevski le negaba incluso esto, jurando que su único esfuerzo impreso era una carta anterior a la Revolución al editor de un periódico de Odesa, en la cual se segregaba con indignación de un infame tocayo suyo que posteriormente resultó ser un familiar, luego su doble y por fin él mismo, como si aquí estuviera en acción la ley irrevocable de la atracción y fusión capilar.

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