Habla memoria
Habla memoria читать книгу онлайн
Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Pero ahora no hubo banquetes ni discursos, ni siquiera partidos de fivescon Wells, a quien resultó imposible convencer de que el bolchevismo no era más que una forma especialmente brutal y completa de bárbara opresión —tan antigua en sí misma como las arenas del desierto— y que no tenía nada que ver con el atractivamente nuevo experimento revolucionario con el que lo confundieron tantos observadores extranjeros. Después de varios meses muy caros en una casa que alquilamos en Elm Park Gardens, mis padres y sus tres hijos menores abandonaron Londres para irse a Berlín (en donde, hasta su muerte ocurrida en marzo de 1922, mi padre colaboró con Iosif Hessen, miembro también del Partido de la Libertad del Pueblo, en la dirección de un periódico de emigrados rusos), mientras mi hermano y yo íbamos a Cambridge, él al Christ College, y yo al Trinity.
2
Tuve dos hermanos, Sergey y Kirill. Kirill, el benjamín (1911-1964), fue también mi ahijado, siguiendo la costumbre de las familias rusas. En cierto momento de la ceremonia bautismal, en nuestro salón de Vyra, tuve que sostenerle con mucho cuidado antes de entregárselo a su madrina, Ekaterina Dmitrievna Danzas (prima hermana de mi padre y biznieta del coronel K. K. Danzas, que apadrinó a Pushkin en su duelo fatal). Durante su infancia Kirill habitaba, con mis dos hermanas, los remotos cuartos de niños que se encontraban claramente separados de los de sus hermanos mayores tanto en la ciudad como en el campo. Apenas le vi durante mis dos decenios de expatriación europea, 1919-1940, y ni una sola vez después de esta última fecha, hasta mi siguiente visita a Europa, en 1960, que nos permitió disfrutar de una serie de encuentros muy amistosos y alegres.
Kirill fue a la escuela en Londres, Berlín y Praga, y a la universidad en Lovaina. Se casó con Gilberte Barbanson, una belga, dirigió (con mucho sentido del humor pero también con cierto éxito) una agencia de viajes en Bruselas, y murió de un ataque cardíaco en Munich.
Adoraba las estaciones marítimas de veraneo y la buena comida. Detestaba, tanto como yo, las corridas de toros. Hablaba cinco idiomas. Era aficionadísimo a las bromas. La única gran realidad de su vida fue la literatura, sobre todo la poesía rusa. Sus propios versos reflejan el influjo de Gumilyov y Hodasevich. Apenas publicó nada, y siempre se mostró tan reticente respecto a sus escritos como a su zumbona vida interior.
Por diversos motivos me resulta extraordinariamente difícil hablar de mi otro hermano. Toda esa retorcida búsqueda de Sebastian Knight (1940), con sus glorietas y sus jugadas de self-mateno es nada en comparación con la tarea ante la que me amilané en la primera versión de este recuerdo, y ante la que ahora me enfrento. Con la excepción de las dos o tres aventurillas que he esbozado en los capítulos anteriores, su infancia y la mía apenas se mezclaron. Sergey es una mera sombra en el fondo de mis más ricos y detallados recuerdos. Yo era el hijo mimado; él, el testigo de los mimos. Nacido, con cesárea, diez meses y medio después de mí, el 12 de marzo de 1900, maduró antes que yo y parecía mayor. Casi nunca jugábamos juntos, él no sentía más que indiferencia por la mayor parte de las cosas que me gustaban a mí: los trenes de juguete, las pistolas de juguete, los pieles rojas, las admirables rojas. A los seis o siete años comenzó a sentir, condonado por Mademoiselle, un apasionado entusiasmo por Napoleón, y se llevaba consigo a la cama un pequeño busto de él. De pequeño, yo era camorrista, aventurero y un poco matón. El era tranquilo y apático, y pasaba mucho más tiempo que yo con nuestros mentores. A los diez años empezó su interés por la música, y a partir de entonces le dieron innumerables lecciones, fue a conciertos con nuestro padre, y se pasó horas interminables tocando fragmentos de ópera, en un piano del primer piso que resultaba imposible no oír. Yo me acercaba a él cautelosamente, y le daba un golpe en las costillas: un recuerdo desdichado.
Fuimos a escuelas diferentes; él fue alumno del mismo gimnasiumque mi padre y llevaba el obligatorio uniforme negro al que, cuando cumplió quince años, añadió un detalle heterodoxo, unas polainas gris rata. Más o menos por esa época encontré en su escritorio, y leí, una página de su diario, que con necio asombro fui a enseñarle a mi preceptor, el cual se la mostró prontamente a mi padre, y que proporcionó con extrema brusquedad una aclaración retroactiva de ciertas rarezas de su comportamiento.
El único deporte que nos gustaba a los dos era el tenis. Jugamos muchísimas veces juntos, sobre todo en Inglaterra, en una pista de hierba bastante repelada que había en Kensington, y en una buena pista de tierra en Cambridge. El era zurdo. Tartamudeaba bastante, y eso impedía que se desarrollasen fluidamente las discusiones de las jugadas dudosas. Aunque su saque era flojo y carecía de auténtico revés, no resultaba fácil derrotarle pues era uno de esos jugadores que jamás cometen falta doble y que te devuelven cualquier pelota con la potencia de un frontón. En Cambridge nos vimos más a menudo que en todos los años anteriores y, por una vez, tuvimos algunos amigos comunes. Los dos nos graduamos en la misma especialidad, y con la misma nota, y después nos trasladamos a París donde, durante los años siguientes, él dio lecciones de inglés y ruso al igual que yo haría en Berlín.
Volvimos a encontrarnos en los años treinta, y tuvimos buenas relaciones en París de 1938 a 1940. A menudo venía a charlar a casa, aquellas dos cochambrosas habitaciones de la rue Boileau donde yo vivía contigo y nuestro hijo, pero ocurrió casualmente (él se había ido una temporada) que sólo se enteró de nuestra partida hacia Norteamérica cuando ya nos habíamos ido. Mis más sombríos recuerdos están relacionados con París, y el alivio que sentí al abandonar esa ciudad fue tremendo. Lamento, sin embargo, que él tuviera que balbucear su desconcierto ante un indiferente portero. Casi no sé nada de su vida durante la guerra. Durante una época estuvo empleado como traductor en una oficina de Berlín. Era un hombre franco y temerario, y criticó el régimen en presencia de sus compañeros, que le denunciaron. Fue detenido, acusado de ser «espía británico», y enviado a un campo de concentración de Hamburgo, en donde murió de inanición el 10 de enero de 1945. La suya es una de esas vidas que reclaman sin esperanza algún tipo de retrasado no sé qué —compasión, comprensión, lo que sea— que no puede ser sustituido ni redimido por el simple reconocimiento de la existencia de tal necesidad.
3
El comienzo de mi primer curso en Cambridge no tuvo buenos auspicios. A mitad de una gris y húmeda tarde de un día de octubre, con la sensación de estar representando una espantosa función de aficionados, me puse mi recién adquirida capa académica de color azul oscuro y mi negro sombrero cuadrado para realizar mi primera visita oficial a E. Harrison, mi preceptor del college. Subí un tramo de escaleras y di unos golpecitos a la enorme puerta, que estaba ligeramente entreabierta.
—Pase —dijo una voz lejana con hueca brusquedad.
Crucé una especie de salita de espera y entré en el despacho de mi preceptor. El pardo crepúsculo se me había anticipado. En la habitación no había más luz que el fulgor de una ancha chimenea junto a la cual una figura borrosa permanecía sentada en una butaca más borrosa incluso. Avancé, diciendo «Soy...», y tropecé con el servicio de té que ocupaba un rincón de la alfombra al pie del bajo sillón de mimbre de Mr. Harrison. Con un gruñido, él se agachó para enderezar la tetera, y luego recogió con la mano y volvió a meter en su interior el negro revoltijo de hojas de té que acababa de vomitar. Así, el período universitario de mi vida comenzó con una situación embarazosa, y esto se iba a repetir con cierta persistencia durante mis tres años de estancia en aquel lugar.