Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Pronto me di cuenta de que si mis opiniones, las opiniones más o menos corrientes entre los demócratas rusos en el exilio, eran recibidas con dolorosa sorpresa o educada burla por los demócratas ingleses in situ, había otro grupo, el de los ultraconservadores ingleses, que cerraba filas con entusiasmo a mi lado pero por motivos tan burdamente reaccionarios que su despreciable apoyo sólo me producía embarazo. Ciertamente, me enorgullezco de haber sido capaz de discernir entonces los síntomas de lo que tan claro resulta ahora que ya se ha ido formando gradualmente una especie de círculo familiar que relaciona entre sí a representantes de todos los países: jocundos constructores de imperios en sus claros de las selvas, policías franceses, ese impresionante producto alemán, el buen progromshchikruso o polaco, el flaco linchador norteamericano, el tipo de horrible dentadura que vomita chistes antiminoritarios en los bares o los lavabos, y, en otro punto de este mismo círculo infrahumano, todos aquellos crueles autómatas con cara de engrudo, vestidos con opulentos pantalones John Held y americana de altas hombreras, todos estos Sitzriesen que se acercan amenazadores a nuestras mesas de conferencias, y que el Estado Soviético comenzó a exportar alrededor de 1945, después de más de dos decenios de crianza y adaptación selectivas, durante los cuales la moda masculina en el extranjero tuvo tiempo de cambiar, de forma que el símbolo de la infinita disponibilidad de la tela no podía provocar más que crueles burlas (tal como ocurrió en Inglaterra durante la postguerra, cuando un famoso equipo de jugadores profesionales de fútbol desfiló en traje de paisano).
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Muy pronto le volví la espalda a la política y me concentré en la literatura. Hice un hueco en mis habitaciones de Cambridge para los escudos bermellón y los relámpagos azules de la canción de La campaña de Igor(esa incomparable epopeya de finales del siglo XVII o XVIII), así como para la poesía de Pushkin y Tyutchev, la prosa de Gogol y Tolstoy, y también para las maravillosas obras de los naturalistas rusos que habían explorado y descrito los desiertos del Asia Central. En una librería de Market Place encontré inesperadamente una obra rusa, un ejemplar de segunda mano del Diccionario interpretativo del ruso actual, de Dahl, en cuatro volúmenes. La compré y decidí leer como mínimo diez de sus páginas al día, anotando las palabras y expresiones que más me gustaran, y cumplí con esta promesa durante un período considerable. Mi temor a perder, o a corromper, a través de las influencias extranjeras, lo único que había podido llevarme de Rusia —su lengua— llegó a ser indudablemente morboso y considerablemente más atormentador que el temor que experimentaría dos decenios después de no poder jamás llegar a elevar mi prosa inglesa al nivel de mi prosa rusa. Solía permanecer sentado hasta bien entrada la noche, rodeado por una acumulación casi quijotesca de abultados volúmenes, y escribía bruñidos y notablemente estériles poemas en ruso que no procedían tanto de las células vivas de alguna emoción abrumadora como de cierto término vivaz o cierta imagen verbal que quería utilizar por sí mismos. En aquella época me hubiese horrorizado descubrir lo que ahora veo con tanta claridad: el influjo directo que tuvieron sobre mis estructuras rusas algunas pautas contemporáneas («georgianas») de la poesía inglesa que pululaban por mi habitación y a todo mi alrededor como ratones domésticos. ¡Y pensar en lo mucho que trabajé! De repente, en la madrugada de una mañana de noviembre, tomaba conciencia del silencio y el frío (mi segundo invierno en Cambridge parece haber sido el más frío, y el más prolífico). Las llamas rojas y azules en las que había estado viendo una batalla imaginada se habían reducido al lúgubre brillo de un crepúsculo ártico visto a través de hirsutos abetos. Todavía no podía obligarme a meterme en cama, por temor no tanto al insomnio como al inevitable doble sístole, inducido por el frío de las sábanas, así como a esa curiosa afección conocida por el nombre de anxietas tibiarum, una dolorosa situación de inquietud, un atormentador aumento de la sensibilidad muscular que conduce a un continuo cambio de posición de los miembros. Así que echaba un poco más de carbón a la chimenea y contribuía a que las llamas se avivasen extendiendo una hoja del Timesde Londres sobre las humeantes mandíbulas negras del hogar, tapando así por completo su abertura. Una especie de zumbido comenzaba a dejarse oír desde debajo del tenso papel, que adquiría la tersura de la estirada piel de un tambor y la belleza de un pergamino luminoso. Poco después, cuando el zumbido se transformaba en fragor, aparecía una mancha de color anaranjado en medio de la hoja, y el fragmento de letra impresa que se encontrara casualmente en este punto (por ejemplo, «La Liga no posee armas ni dinero», o «... la venganza que Nemesis se ha tomado por las vacilaciones e indecisiones aliadas en la Europa Central y Oriental...») quedaban realzadas con ominosa claridad, hasta que, de repente, la mancha anaranjada hacía explosión. La hoja en llamas, con el batir de alas de un Fénix liberado, ascendía entonces volando por la chimenea para reunirse con las estrellas. Si este pájaro de fuego era observado, te costaba una multa de doce chelines.
El grupo de los literatos, Nesbit y sus amigos, elogiaba mis labores nocturnas, no sin poner un gesto ceñudo ante otras actividades mías tales como la entomología, las bromas, las chicas, y, sobre todo, el atletismo. De todos los deportes que practiqué en Cambridge, el fútbol ha seguido siendo un ventoso claro en mitad de un período notablemente confuso. Me apasionaba jugar de portero. En Rusia y en los países latinos, ese intrépido arte ha estado rodeado siempre de un aura de singular luminosidad. Distante, solitario, impasible, el portero famoso es perseguido por las calles por niños en éxtasis. Está a la misma altura que el torero y el as de la aviación en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra de visera, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos, le colocan en un lugar aparte del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor. Los fotógrafos, doblando reverentemente una rodilla, le sacan instantáneas cuando se lanza espectacularmente en plancha hacia un extremo de la meta para desviar con la punta de los dedos un disparo raso y veloz como un rayo, y el estadio entero ruge de aprobación mientras él permanece unos instantes tendido en el mismo lugar donde ha caído, intacta aún su portería.
Pero en Inglaterra, como mínimo en la Inglaterra de mi juventud, el miedo nacional al exhibicionismo y la exageradamente inflexible preocupación por la solidez de la labor de equipo no permitieron que se desarrollase el excéntrico arte del guardameta. Esta fue al menos la explicación que conseguí desenterrar cuando traté de enterarme de por qué motivo no disfrutaba yo de un tremendo éxito en los campos de fútbol de Cambridge. Oh, desde luego, tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más, sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada, la prolongada comezón... Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación. Esos días apenas si daba malos manotazos, y acababa recogiendo el balón junto a la red. Compasivamente, el juego pasaba a desarrollarse al otro extremo del encharcado terreno. Comenzaba a caer una llovizna cansina, vacilaba, y volvía a empezar. Con una ternura casi arrulladora en su asordinado graznar, unos grajos en baja forma aleteaban en torno a un olmo deshojado. Se iba espesando la neblina. El partido no era más que una vaga agitación de cabezas junto a la remota portería del equipo del St. John o del Christ College, o cualquiera que fuese nuestro rival. Los lejanos y confusos sonidos, un grito, un toque de silbato, el golpe seco de un chut, nada de todo aquello tenía importancia o relación conmigo. Yo no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto. Cruzados los brazos, apoyaba mi espalda en el poste izquierdo, disfrutaba del lujo de cerrar los ojos, y escuchaba entonces los latidos de mi corazón, notaba la ciega llovizna en mi cara, oía, alejados, los ruidos sueltos del partido, y me veía a mí mismo como un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en un idioma que nadie entendía, acerca de un país que nadie conocía. No era de extrañar que no gozase de muy buena reputación entre mis compañeros de equipo.