Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Bajamos un declive, por un sendero marcado con banderines, apoyando cautelosamente cada pie, empezando siempre por el mismo, a través de un jardín de lirios; luego, bajo las hayas; y que después se transformó en un rápido sendero de tierra adornado de las toscas huellas de los cascos de los caballos. Los jardines y los parques parecieron desplazarse incluso más velozmente a medida que iban alargándose las piernas de nuestro hijo, y cuando él tenía casi cuatro años, los árboles y los matorrales floridos se desviaron resueltamente hacia el mar. Como un aburrido jefe de estación plantado en solitario en el andén tijereteado por la velocidad de una pequeña estación en la que nuestro tren no se detiene, tal o cual gris vigilante de parque iba empequeñeciéndose a medida que el jardín corría sin parar, conduciéndonos hacia el sur, camino de los naranjos y los madroños y los vellosos pollitos de la mimosa y la pâte tendrede un cielo impecable.
Jardines escalonados en las laderas, una sucesión de terrazas cuyos peldaños de piedra iban proyectando chillones saltamontes, iban cayendo, de saliente en saliente, hacia el mar, mientras los olivos y las adelfas estiraban sus cuellos los unos por encima de los otros en sus prisas por obtener una panorámica de la playa. Nuestro hijo, puesto de rodillas, se quedó inmóvil para que le fotografiasen en un tembloroso reverbero de sol contra el centelleo del mar, que en las instantáneas que hemos conservado no es más que una confusa mancha lechosa pero que, en la realidad, tenía un azul argentino, con grandes manchas de azul purpúreo más adentro, debido a la acción de las corrientes cálidas, en colaboración con, y corroborada por (¿oyes las piedrecillas que hace rodar la ola al retirarse?), los viejos poetas y sus sonrientes símiles. Y entre las gotas acarameladas de cristal lamido por el mar —limón, cereza, menta— y las amontonadas piedrecillas, y las pequeñas conchas acanaladas con la cara interior lustrosa, aparecían a veces diminutos fragmentos de cerámica que todavía conservaban la belleza de su esmalte y su color. Nos las traían, a ti o a mí, para que los inspeccionáramos, y si poseían galones añiles, o fajas de ornamentos florales, o cualquier clase de alegres emblemas, y se llegaba a la conclusión de que eran preciosos, caían con un golpe seco al fondo del cubito, o, de lo contrario, regresaban al mar con un destello y un plop. No me cabe la menor duda de que entre aquellas ligeramente convexas desportilladuras de mayólica encontradas por nuestro hijo estaba una cuyo borde de volutas encajaba exactamente con el dibujo de un fragmento que yo encontré el año 1903 en esa misma playa, y que ambos continuaban un tercer pedazo hallado por mi madre en esa playa de Mentone en 1882, y también un cuarto trocito de la misma pieza de cerámica encontrado por la madre de ella hace cien años, y así sucesivamente, de modo que, si hubieran sido conservados estos restos, hubieran podido unirse hasta reconstruir del todo, absolutamente del todo, la escudilla rota por algún niño italiano, Dios sabe cuándo y dónde, y remendada ahora por estos remaches de bronce.
En otoño de 1939 regresamos a París, y alrededor del 20 de mayo del año siguiente nos encontramos de nuevo más cerca del mar, esta vez en la costa occidental francesa, en St. Nazaire. Allí nos rodeó un último jardincillo que tú y yo, y nuestro hijo, que ya tenía seis años, atravesamos camino de los muelles, en donde, al otro lado de los edificios cuyas fachadas nos miraban, estaba aguardando el vapor de línea Champlainpara llevarnos a Nueva York. Aquel jardín era lo que los franceses llaman, fonéticamente, skwarr, y los rusos skver, quizá porque es la clase de parquecito que se encuentra en o cerca de las squarespúblicos de Inglaterra. Desplegado en el último límite del pasado y al borde del presente, permanece en mi memoria como un simple dibujo geométrico que sin duda podría rellenar fácilmente con los colores de flores plausibles, en caso de que fuese lo suficientemente irreflexivo como para romper el silencio de pura memoria que (excepto, quizá, para cierto tintineo subjetivo y fortuito debido a la presión de mi sangre cansada) he procurado dejar que sonara, y escuchar humildemente, desde el comienzo. Lo que realmente recuerdo de este diseño de neutra floración es su ingeniosa vinculación temática con los jardines y parques transatlánticos; pues de repente, cuando llegamos al final de ese sendero, tú y yo vimos una cosa que no señalamos en seguida a nuestro hijo, a fin de disfrutar plenamente de la jubilosa conmoción, la fascinación y la alegría que experimentaría cuando él mismo descubriese un poco más adelante el inauténticamente gigantesco, el irrealísticamente real prototipo de los diversos barcos de juguete con los que se había bañado. Allí, por entre una interrumpida hilera de casas que se interponía entre nosotros y el puerto, en el lugar donde el ojo encontraba toda clase de estratagemas, desde ropa interior azul claro y rosa haciendo equilibrios en el alambre de la ropa tendida, o una bicicleta de señora y un gato listado compartiendo raramente un rudimentario balcón de hierro forjado, se podía distinguir, entre los confusos ángulos de techos y paredes, una espléndida chimenea de barco que asomaba por detrás del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento de una ilustración complicada —Encuentre el objeto que ha escondido el marinero— que, una vez localizado, no puede dejar de ser visto.
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