Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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A Mr. Harrison le pareció bastante buena idea que un «ruso blanco» se alojase con un compatriota suyo, de modo que, al principio, compartí un apartamento de Trinity Lane con un desconcertado ruso. Al cabo de unos meses él dejó la universidad, y yo me quedé como único ocupante de aquellas habitaciones, que me parecían insoportablemente escuálidas en comparación con mi remoto y ahora inexistente hogar. Recuerdo muy bien los objetos que adornaban aquella repisa de la chimenea (un cenicero de cristal, con la cresta del Trinity, olvidado por algún inquilino anterior; una concha en la que encontré aprisionado el zumbido de uno de mis propios veraneos a la orilla del mar), y también la vieja pianola de mi patrona, un armatoste patético que rezumaba música entrecortada, aplastada y contorsionada, y que nadie hacía funcionar más de una vez. La estrecha Trinity Lane era una calleja severa y bastante tristona, sin tránsito apenas, pero con un largo y espeluznante pasado que comenzaba en el siglo XVI, cuando era conocida por el nombre de Findsilver Lane, aunque la gente solía más bien llamarla por otro nombre más tosco debido al abominable estado de sus alcantarillas. Sufrí mucho a causa del frío, pero es completamente falso que, como dicen algunos, la temperatura polar de los dormitorios de Cambridge hiciera que se nos helase todo el agua del aguamanil. De hecho, había como máximo una delgada capa de hielo en la superficie, que se podía romper fácilmente con el mango del cepillo de dientes y se convertía entonces en un montón de tintineantes fragmentos, y ese sonido, retrospectivamente, tiene cierto atractivo de fiesta para mi americanizado oído. Por lo demás, levantarse no era ninguna diversión. Todavía me noto en los huesos el frío de mi recorrido matutino de Trinity Lane camino de los baños, exudando pálidas bocanadas de aliento, con un delgado batín encima del pijama y una fría y abultada bolsa de baño bajo el brazo. No hay nada en el mundo capaz de inducirme a llevar en la inmediata vecindad de mi piel la ropa interior de lana que mantenía secretamente abrigados a los ingleses. Los sobretodos estaban considerados como cosa de maricas. El atuendo corriente del universitario medio en Cambridge, tanto si era un atleta como si se trataba de un poeta izquierdista, daba una imagen robusta y deslucida: sus zapatos tenían gruesas suelas de caucho, sus pantalones de franela eran de color gris oscuro, y su jersey abotonado, el «jumper», asomaba con un conservador tono pardo por debajo del chaquetón Norfolk. Los miembros de lo que imagino que podríamos llamar la pandilla de los dicharacheros solían llevar viejas zapatillas de tenis, pantalones de franela gris muy claro, un «jumper» amarillo chillón, y la americana de un traje bueno. Para entonces, mi preocupación juvenil por la ropa había comenzado a declinar, pero, después de las etiqueteras costumbres rusas, me pareció muy poco serio salir a la calle en zapatillas de tenis, abandonar las polainas y llevar una de esas camisas con el cuello cosido, tal como imponía la atrevida innovación surgida en aquellos momentos.
El inocente baile de disfraces en el que participé de forma indolente me dejó unas impresiones tan triviales que sería tedioso continuar este esfuerzo. En realidad, la historia de mis años universitarios en Inglaterra se reduce a la historia de mi intento de convertirme en un escritor ruso. Tenía la sensación de que Cambridge y sus famosas características —venerables olmos, ventanas adornadas de blasones, locuaces relojes en lo alto de sus torres— no tenían ningún sentido por sí mismos sino que estaban allí solamente como marco y sostén de mi rica nostalgia. Desde el punto de vista de los sentimientos, me encontraba en la situación del hombre que, tras haber perdido recientemente a una familiar muy querida, comprende —demasiado tarde— que debido a cierta pereza de su alma, drogada por la rutina, no se había preocupado por conocerla todo lo que ella se había merecido ni tampoco había sabido mostrarle plenamente las señales de su entonces no del todo consciente, pero ahora pleno, afecto. Mientras meditaba con los ojos escocidos junto al fuego de mi habitación de Cambridge, sentía la opresión de la potente trivialidad de las brasas, la soledad y las remotas campanadas, que contorsionaban los mismísimos pliegues de mi cara de la misma manera que la fantástica velocidad de su vuelo desfigura el rostro del aviador. Y pensé en todo lo que me había perdido de mi país, en las cosas que no me hubiese olvidado de anotar y atesorar si hubiese sospechado que mi vida iba a virar de forma tan violenta.
Para algunos de los compañeros de emigración que conocí en Cambridge, la tendencia general de mis sentimientos era tan familiar y obvia que hubiese resultado tonto y casi indecoroso expresarla con palabras. Gracias a los más blancos de aquellos rusos blancos comprobé muy pronto que el patriotismo y la política no eran en fin de cuentas más que un gruñón resentimiento que no iba dirigido tanto contra Lenin como contra Kerenski, y que sólo procedía de las incomodidades y pérdidas materiales. Luego me encontré también con inesperadas dificultades con aquellos de mis conocidos ingleses a los que se consideraba como los más cultos y sutiles, y humanos, pero que, a pesar de toda su honradez y refinamiento, caían en las mayores necedades cuando se hablaba de Rusia. Quiero destacar aquí a un joven socialista, un flaco gigante cuyas lentas y múltiples manipulaciones de su pipa resultaban horriblemente irritantes cuando no estabas de acuerdo con él, y deliciosamente consoladoras cuando ocurría lo contrario. Sostuve con él multitud de escaramuzas políticas, cuyo rencor se desvanecía invariablemente en cuanto pasábamos a hablar de los poetas que ambos adorábamos. Hoy en día no es un desconocido entre sus colegas, frase que, lo admito, está bastante desprovista de significado, pero es que estoy haciendo cuanto está en mi mano por oscurecer su identidad; permítaseme que le llame «Nesbit», el mote que le puse (o que ahora afirmo haberle puesto), no sólo por su supuesto parecido a los primeros retratos de Maxim Gorki, mediocridad costumbrista de aquella época, y uno de cuyos primeros relatos («Mi compañero de viaje», otra nota muy apropiada) había sido traducido por un tal R. Nesbit Bain, sino también porque «Nesbit» tiene la ventaja de tener una voluptuosa relación palindrómica con «Ibsen», nombre que a su debido tiempo también evocaré.
Probablemente sea cierto que, tal como han argumentado algunas personas, las simpatías leninistas de la opinión liberal en Inglaterra y los Estados Unidos durante los años veinte se vieran afectadas por la consideración de la política nacional de estos países. Pero también se debía a una simple falta de información correcta. Mi amigo no sabía casi nada del pasado de Rusia, y ese poco que sabía le había llegado a través de contaminados canales comunistas. Cuando se le desafiaba a que justificase el terror bestial que había sido sancionado por Lenin —las cámaras de torturas, los muros salpicados de sangre— Nesbit descargaba la ceniza de su pipa dándole unos golpecitos contra el guardafuegos, volvía a cruzar siniestramente sus enormes piernas de pesadísimo calzado que hasta entonces estaban cruzadas a la diestra, y murmuraba algún comentario acerca del «bloqueo aliado». Echaba en el mismo saco, tachándoles de «elementos zaristas», a los emigrados rusos de todas las tonalidades, desde los labriegos socialistas hasta los generales blancos, de forma muy parecida al modo en que actualmente usan el término «fascista» los autores soviéticos. Jamás llegó a comprender que si él y otros idealistas extranjeros hubiesen sido rusos en Rusia, tanto él como todos los demás hubieran sido destruidos por el régimen de Lenin con la misma naturalidad con que lo son los conejos que caen víctimas de los hurones y los campesinos. Sostenía que la causa de lo que él llamaba ceremoniosamente «reducción de la pluralidad de opiniones» impuesta por los bolcheviques, en comparación con la existente en el régimen zarista, era «la inexistencia de toda clase de tradición de libertad de expresión en Rusia», frase que, me parece, entresacó de algún fatuo artículo titulado «Amanecer ruso» de entre los muchos que, con gran elocuencia, escribían durante aquellos años los leninistas tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. Pero lo que quizá me irritaba más era la actitud de Nesbit en relación con el propio Lenin. Todos los rusos cultos y capaces de discernimiento sabían que este astuto político sentía por las cuestiones estéticas el mismo interés y afición que cualquier ruso corriente de los asimilables al tipo del épicierflaubertiano (el tipo de persona que admiraba a Pushkin solamente a través de los viles libretos de Chaykovski, que lloraba en las óperas italianas, y que se sentía fascinado por los cuadros que contaban alguna historia); pero Nesbit y sus amigos intelectuales y exquisitos veían en él a un peculiar mecenas sensible y amante de lo poético que estaba promocionando las tendencias artísticas más avanzadas, y sonreían con aires de superioridad cuando yo intentaba explicarles que la relación entre la política avanzada y el arte avanzado era exclusivamente verbal (y jubilosamente explotada por la propaganda soviética), y que cuanto más radical fuera un ruso desde el punto de vista político, más conservador era desde el artístico. Yo tenía a mi disposición unas cuantas verdades como ésta que me gustaba airear, pero que Nesbit, firmemente atrincherado en su ignorancia, tomaba por meras fantasías. La historia de Rusia (declaraba yo, por ejemplo) podía ser estudiada desde dos puntos de vista (que, debido a cierto motivo oscuro, fastidiaban por igual a Nesbit): primero, como la evolución de la policía (una fuerza curiosamente impersonal y distante, que a veces trabajaba en algo así como un vacío, hasta ser en algunos momentos impotente, y que en otras épocas aventajaba incluso al gobierno en su empeño por llevar a cabo brutales persecuciones); y segundo, como el desarrollo de una cultura maravillosa. Bajo el régimen de los zares, a pesar del carácter esencialmente inepto y feroz de su poder, los rusos amantes de la libertad habían poseído un número incomparablemente superior de medios para expresarse, y solían correr, cuando así lo hacían, riesgos mucho menores que bajo el poder de Lenin. A partir de las reformas introducidas en los años sesenta del siglo XIX, Rusia había poseído (aunque no siempre la aplicase) una legislación de la que podía haberse enorgullecido cualquier democracia occidental, una vigorosa opinión pública que mantenía a raya a los déspotas, periódicos extensamente leídos que manifestaban toda la gama de ideas políticas liberales, y, cosa especialmente notable, unos jueces valientes e independientes («Venga, venga...», acostumbraba a interponer Nesbit). Cuando algún revolucionario era detenido, su proscripción en Tomsk u Omsk (ahora Bombsk) era como unas vacaciones relajadas si se comparaba con los campos de concentración que fueron introducidos por Lenin. Los exiliados políticos se escapaban de Siberia con risible facilidad, como lo demuestra la famosa huida de Trotsky —Santa Leo, Santa Claws Trotsky— que regresó alegremente en un navideño trineo tirado por un ciervo: ¡Arre, Cohete, arre, Necio, arre, Carnicero y Sanguinario!