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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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Ni una sola vez durante los tres años que pasé en Cambridge —lo repito: ni una sola vez— visité la Biblioteca Universitaria, ni me preocupé siquiera de localizarla (ahora ya sé dónde está), o de averiguar si había algún collegeen el que se pudieran pedir libros prestados para leer en casa. Me saltaba las clases. Me largaba a Londres y otros lugares. Viví varios amoríos simultáneos. Sostuve espantosas entrevistas con Mr. Harrison. Traduje al ruso una veintena de poemas de Rupert Brooke, Alice in Wonderland, y Colas Breugnon, de Rolland. Desde el punto de vista académico, lo mismo hubiese dado que hubiera sido alumno del Inst. de Form. Prof. de Tirana.

Hay cosas como los muffinsy los crumpetscalientes que tomábamos con el té después del partido, o los gritos de acento cockneycon que los repartidores de prensa decían «Piper, piper!» mezclándose con el tintineo de los timbres de las bicicletas en las calles oscuras, que me parecían en aquel entonces más típicas de Cambridge que ahora. No puedo dejar de fijarme en que, aparte de ciertas costumbres más aparentes pero pasajeras en mayor o menor grado, y más profundas que el ritual o las reglas, existía en Cambridge un cierto no sé qué residual que muchos solemnes alumnos han intentado definir. Esta propiedad esencial es para mí la constante conciencia que teníamos de cierta extensión no estorbada del tiempo. No sé si habrá algún día alguien que vaya a Cambridge en busca de las huellas que los tacos de mis botas de fútbol dejaron en el negro barro que rodea cierta enorme portería o para seguir la sombra de mi bonete por el hueco de la escalera de mi preceptor; pero sé que pensé en Milton, y en Marvell, y en Marlowe, con una emoción más intensa que la del turista, cuando pasaba al lado de los reverenciados muros. Nada de lo que uno pudiese mirar allí estaba clausurado desde el punto de vista temporal, todo era una abertura natural en el tiempo, de modo que nuestra mente se acostumbraba a trabajar en un medio particularmente puro y amplio, y debido a que, desde el punto de vista espacial, la estrecha calleja, el césped enclaustrado, el oscuro pasillo bajo los arcos, eran estorbos físicos, aquella cedente y diáfana textura de tiempo resultaba, por contraste, especialmente acogedora para la inteligencia, de la misma manera que la visión del mar a través de una ventana nos resulta siempre tremendamente exhilarativa, incluso cuando no nos gusta navegar. No sentí el más mínimo interés por la historia de la ciudad, y estaba completamente seguro de que Cambridge no estaba afectando mi alma de ningún modo, a pesar de que era Cambridge la que me proporcionaba no sólo el fortuito marco sino también los colores y los ritmos internos de mis especialísimos pensamientos rusos. El medio ambiente, supongo, actúa sobre cualquier criatura sólo si ya existe, en esa criatura, cierta partícula o tendencia capaces de responder a él (el inglés que embebí durante mi infancia). Tuve mi primera intuición de esto justo antes de irme de Cambridge, durante la última y más triste de las primaveras que pasé allí, cuando de repente sentí que había en mi interior alguna cosa que estaba naturalmente en contacto con lo que me rodeaba inmediatamente al igual que lo estaba con mi pasado ruso, y que este estado de armonía había sido alcanzado justo en el mismo momento en que mi cuidadosa reconstrucción de mi artificial pero bellamente exacto mundo ruso había quedado por fin concluida. Creo que uno de los escasísimos actos «prácticos» de los que he sido culpable en mi vida fue el utilizar parte de este material tan cristalino para obtener un título de estudios universitarios.

5

Recuerdo el ensoñado fluir de bateas y piraguas en el Cam, el gimoteo hawaiano de los fonógrafos que pasaban lentamente bajo el sol y sombra, y una mano de muchacha haciendo girar hacia un lado y luego hacia el otro el mango de su luminosa sombrilla mientras permanecía tendida sobre los almohadones de la batea que yo pilotaba ensoñadamente. Los castaños de rosados conos estaban en todo su esplendor; formaban masas que se trasladaban en los márgenes y se amontonaban sobre el río hasta dejarlo sin cielo, y su especial ritmo de hojas y flores producía un efecto en escalier, una figuración angular de cierto espléndido tapiz verde y rojo claro. El aire estaba tan templado como en Crimea, y tenía el mismo olor dulce y esponjoso de cierto matorral florido cuyo nombre jamás he logrado identificar (posteriormente me llegaron sus aromas en los jardines de los estados del Sur). Salvando la estrecha corriente, los tres arcos de un puente italianizante se combinaban para formar, con ayuda de sus copias acuáticas, casi perfectas y casi libres de ondulaciones, tres encantadores óvalos. El agua proyectaba a su vez fragmentos de luz de blonda contra la piedra del intradós bajo el que se deslizaba la embarcación. De vez en cuando, desde algún árbol en flor, caía, lenta, lentísimamente, un pétalo, y con la extraña sensación de estar contemplando una cosa que no estaba hecha para los ojos del creyente ni tampoco para los del profano, procurabas vislumbrar su reflejo que, velozmente —más veloz que el pétalo en su caída—, subía a reunirse con él; y, durante una fracción de segundo, temías que el número fallase, que las llamas no prendiesen el bendito aceite, que el reflejo no acertase y que el pétalo se alejara flotando, completamente solo, y, no obstante, la delicada unión se producía todas las veces con la mágica precisión con que la palabra de un poeta se encuentra con su propio recuerdo, o con el del lector.

Cuando, tras una ausencia de casi diecisiete años, volví a visitar Inglaterra, cometí la tremenda equivocación de ir otra vez a Cambridge, y no durante el espléndido final del trimestre de Pascua sino un crudo día de febrero que sólo me recordó mi propia y confundida nostalgia. Intentaba desesperanzadamente encontrar un empleo universitario en Inglaterra (la facilidad con que obtuve esa clase de trabajo en los Estados Unidos me resulta, cuando lo recuerdo, una fuente constante de agradecido asombro). La visita fue un fracaso en todos los sentidos. Almorcé con Nesbit en un pequeño restaurante que hubiese debido estar rebosante de recuerdos pero que, a causa de diversas modificaciones, no lo estaba. El había dejado el tabaco. El tiempo había suavizado sus rasgos y ya no se parecía a Gorki ni al traductor de Gorki, sino que se asemejaba un poco a Ibsen, pero sin la vegetación simiesca. Una preocupación circunstancial (la prima o hermana soltera que le arreglaba su casa acababa de ser trasladada a la clínica de Binet o algo así) pareció impedir que se concentrase en el personalísimo y urgentísimo asunto del que yo quería hablarle. En la mesita de un pequeño vestíbulo donde antaño había una pecera, reposaban ahora unos cuantos volúmenes encuadernados de Punch, y su aspecto no podía ser más diferente. Diferentes eran también los chillones uniformes de las camareras, entre las cuales no había ninguna tan bonita como aquella de la que más me acordaba. Con cierta desesperación, como si tratase de combatir el aburrimiento, Ibsen se lanzó a la política. Yo sabía muy bien lo que podía esperar: la denuncia del estalinismo. A comienzos de los años veinte Nesbit creyó que su propio idealismo exaltado coincidía con cierto carácter romántico y humanitario del espantoso régimen de Lenin. En los tiempos del no menos espantoso Stalin, Ibsen creía que el régimen soviético había experimentado un cambio cualitativo, cuando en realidad lo único que había ocurrido era que se había producido un cambio cuantitativo en su propia dosis de información. La tormenta de purgas que habían sufrido los «viejos bolcheviques», aquellos que fueran los héroes de su juventud, había supuesto para él un saludable escándalo, cosa que no fueron capaces de conseguir los gruñidos que en tiempos de Lenin surgían del campo de trabajos forzados de Solovki o de las mazmorras de Lubyanka. Pronunció horrorizado los nombres de Ezhov y Yagoda, pero se olvidó por completo de sus predecesores, Uritski y Dzerzhinski. Aunque el tiempo había contribuido a mejorar sus opiniones en relación con los asuntos soviéticos contemporáneos, no se tomó la molestia de reflexionar de nuevo sobre las ideas preconcebidas de su juventud, y aún veía en el breve reinado de Lenin algo así como un deslumbrante quinquentum Neronis.

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