Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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El largo viaje hacia el sur comenzó tolerablemente bien, con la calefacción ronroneando todavía y las lámparas del coche cama de primera clase Petrogrado-Simferopol aún intactas, mientras una cantante relativamente famosa y aparatosamente maquillada que oprimía contra el pecho un ramito de crisantemos envuelto en papel pardo, permanecía, dando golpecitos al cristal, en el pasillo por el que alguien pasó y dijo adiós con la mano en el momento en que el tren empezó a deslizarse, sin un solo sobresalto que nos indicase que estábamos abandonando para siempre aquella gris ciudad. Pero poco después de Moscú se acabaron todas las comodidades. En varios puntos de nuestro lento y penoso avance, el tren, nuestro coche cama incluido, fue invadido por más o menos bolchevizados soldados que regresaban del frente a sus casas (se les llamaban «desertores» o «héroes rojos» según las opiniones políticas de cada cual). A mi hermano y a mí nos pareció bastante divertido encerrarnos en nuestro compartimiento y resistirnos a todos los intentos de importunarnos. Varios soldados que viajaban en el techo del vagón contribuyeron a la juerga tratando, no sin éxito, de utilizar nuestro ventilador como retrete. Mi hermano, que era un actor de primera, consiguió simular todos los síntomas de un caso grave de tifus, lo cual nos fue muy útil cuando finalmente la puerta cedió. A primera hora del tercer día, durante una parada, aproveché una tregua en estas alegres actividades para respirar un poco de aire fresco. Avancé cautelosamente por el atestado pasillo, levantando las piernas por encima de los cuerpos dormidos, y me apeé. Una niebla lechosa caía pesadamente sobre el andén de una estación anónima: nos encontrábamos en algún lugar de las proximidades de Kharkov. Yo llevaba polainas y sombrero hongo. Mi bastón, una pieza de coleccionista que había pertenecido a mi tío Ruka, era de madera clara salpicada de bellas manchitas, y el puño era un terso globo de rosado coral incrustado en una corona de oro. De haber sido yo uno de los trágicos vagabundos que permanecían al acecho en aquel andén por el que un frágil petimetre imberbe paseaba de un lado para otro, no hubiese podido resistir la tentación de destruirle. Cuando estaba a punto de subir al tren, éste dio una sacudida y comenzó a avanzar; mi pie resbaló y el bastón salió disparado y cayó entre las vías. No sentía ningún cariño especial por aquel objeto (de hecho, lo perdí por descuido al cabo de unos años), pero estaba siendo observado, y el fuego de mi amour proprede adolescente me impulsó a hacer una cosa que me resulta imposible imaginar que pudiera ser hecha por mi yo actual. Esperé a que pasaran uno, dos, tres, cuatro vagones (los trenes rusos eran famosos por lo mucho que tardaban en cobrar velocidad) y cuando, finalmente, fueron visibles las vías, cogí de entre ellas mi bastón y me puse a correr en pos de aquellos topes que iban empequeñeciéndose como en una pesadilla. Un robusto brazo proletario actuó de acuerdo con las reglas de la narrativa sentimental (en lugar de seguir las del marxismo) y me ayudó a subir. Si aquel tren me hubiese dejado allí, aquellas reglas se hubieran cumplido de todos modos, pues me hubiesen acercado a Tamara, que en aquel entonces se había desplazado también hacia el sur y vivía en un villorrio ucraniano, a menos de ciento cincuenta kilómetros del escenario de esta ridícula escena.
4
Tuve inesperadamente noticia de su paradero alrededor de un mes después de mi llegada a la zona sur de Crimea. Mi familia se estableció en las cercanías de Yalta, en Gaspra, junto al pueblo de Koreiz. Todo parecía allí extranjero; los olores no eran rusos, los sonidos tampoco, el asno que rebuznaba cada atardecer justo cuando el muecín empezaba a cantar desde el minarete del pueblo (una delgada torre azul recortada en silueta contra un cielo de color melocotón) era sin duda vecino de Bagdad. Y allí, en un camino de herradura próximo a un cretoso lecho de río por el que diversas cintas serpenteantes de agua poco profunda discurrían sobre piedras ovaladas; allí me encontré a mí mismo con una carta de Tamara en la mano. Miré los abruptos Montes de Yayla, cuyos rocosos ceños estaban cubiertos por el karakul del oscuro pino táurico; y la franja de matorral de hoja perenne que separaba la montaña del mar; y el translúcido cielo rosa, en el que brillaba una presumida media luna, con una sola estrella húmeda en su vecindad; y aquel artificioso escenario me pareció como una litografía de una edición bellamente ilustrada, pero desgraciadamente resumida, de Las mil y una noches. De repente sentí toda la angustia del exilio. Estaba el caso de Pushkin, claro; Pushkin, que había errado por aquí, proscrito, entre estos cipreses y laureles naturalizados, pero aunque sus elegías llegaron quizás a estimularme, creo que mi exaltación no era simple pose. A partir de entonces y durante varios años, hasta que la redacción de una novela me alivió de esa fértil emoción, la pérdida de mi país fue para mí lo mismo que la pérdida de mi amor.
Entretanto, la vida de mi familia había cambiado por completo. Con la excepción de algunas joyas astutamente escondidas entre el contenido normal de un bote de polvos de talco, estábamos completamente arruinados. Pero ésta fue una cuestión absolutamente secundaria. El gobierno tártaro de la zona había sido barrido por un nuevo soviet, y nos vimos sometidos a ese absurdo y humillante sentimiento que es la inseguridad absoluta. Durante el invierno de 1917-1918, y hasta bien entrada la ventosa y luminosa primavera de Crimea, una forma estúpida de muerte comenzó a rondar a nuestro alrededor. Día sí, día no, en el blanco muelle de Yalta (donde, como recordará el lector, la protagonista de «La dama del perrito faldero» de Chekhov perdió sus impertinentes en medio de la muchedumbre de veraneantes), varias personas inofensivas, a las que previamente les ataban unos pesos a los pies, habían sido aniquiladas de un balazo por duros marinos bolcheviques importados de Sebastopol para este fin. Mi padre, que no era inofensivo, ya se había reunido para entonces con nosotros, después de diversas y peligrosas aventuras y, en esta zona de especialistas del pulmón, había adoptado el mimético disfraz de médico, aunque sin cambiar de nombre (una jugada «sencilla y elegante», como diría un anotador de ajedrez comentando un movimiento comparable realizado sobre el tablero). Nos alojábamos en una villa poco conspicua que una amiga amable, la condesa Sofía Panin, había puesto a nuestra disposición. Ciertas noches, cuando cobraban especial intensidad los rumores que hablaban de los asesinos que nos rondaban, los varones de nuestra familia patrullaban la casa por turnos. Las delgadas sombras de las hojas de adelfa se agitaban cautelosamente a lo largo de un pálido muro cuando soplaba la brisa marina, como si, adoptando las mayores precauciones, quisieran señalarnos alguna cosa. Teníamos una escopeta y una automática belga, e hicimos todo lo posible por no darle demasiada importancia al decreto según el cual sería instantáneamente ejecutado todo aquel que fuese sorprendido en posesión ilegal de armas de fuego.
El azar nos trató con amabilidad; no ocurrió nada, aparte del susto que nos llevamos a mitad de una noche de enero, cuando una figura con aspecto de bandido, toda ella envuelta en cuero y pieles, llegó reptando a nuestra casa; pero resultó no ser más que nuestro antiguo chófer, Tsiganov, al que no se le había ocurrido otra cosa que venir desde el lejano San Petersburgo, montado en topes y vagones de mercancías y a través de las inmensas, heladas y salvajes extensiones de Rusia, con el solo fin de traernos una bienvenida suma de dinero que nos enviaba inesperadamente un buen amigo. También trajo el correo recibido en nuestro domicilio de San Petersburgo; entre las cartas estaba la de Tamara. Tras un mes de estancia con nosotros, Tsiganov declaró que el paisaje de Crimea le aburría, y se fue de regreso al lejano norte, llevando al hombro una bolsa que contenía diversos artículos que le habríamos dado de buen grado si hubiéramos sabido que los codiciaba (un galán de noche, unas zapatillas de tenis, camisones, un despertador, una plancha, y otras ridiculeces que he olvidado) y cuya ausencia sólo hubiese sido notada gradualmente de no ser porque, con vengativo celo, nos lo recordó enseguida una anémica doncella cuyos pálidos encantos también había desvalijado él. Curiosamente, Tsiganov nos convenció de que sacáramos las piedras preciosas de mi madre del bote de polvos de talco (que él había detectado al instante) y las escondiéramos en un hoyo cavado en el jardín bajo un versátil roble, y allí seguían todas tras su partida.