Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Esa primavera de 1916 es la que para mí representa la clásica primavera de San Petersburgo, sobre todo cuando recuerdo imágenes específicas, como la de Tamara, con un sombrero blanco que yo no conocía, en medio de los espectadores de un disputado partido de fútbol entre equipos de colegios, y en el que, aquel domingo, la más resplandeciente suerte me ayudó a evitar un gol tras otro; o la de una antíope, exactamente de la misma edad que nuestro romance, asoleando sus alas negro moradas, con los bordes blanqueados ahora por la hibernación, en el respaldo de un banco del Jardín de Alexandrovski; o el resonar de las campanas de la catedral en el aire nítido, sobre el ondulado azul del Neva, voluptuosamente libre de hielos; o la feria instalada sobre el fango alfombrado de confeti del Paseo de la Guardia Montada durante la Semana de los Amentos, con su estruendo ritmado por chirridos y leves estampidos, sus juguetes de madera, los gritos de los vendedores de delicias turcas y esos diablos cartesianos conocidos como amerikanskie zhiteli(«residentes americanos»), que eran diminutos duendes de cristal que subían y bajaban por unos tubos también de cristal y llenos de alcohol teñido de color rosa o lila, tal como hacen los verdaderos norteamericanos (aunque el epíteto sólo significaba «extravagantes») en las flechas de los rascacielos transparentes cuando se apagan las luces de las oficinas en el cielo verdoso. La excitación que se notaba en las calles me emborrachaba de deseo de bosques y campos. Tamara y yo sentíamos apremiantes ansias de regresar a nuestras guaridas de antaño, pero a todo lo largo de abril su madre estuvo dudando entre alquilar la misma casita o ahorrar y quedarse en la ciudad. Por fin, y con determinada condición (que Tamara aceptó con el estoicismo de la sirenita de Hans Andersen), alquiló la casita, e inmediatamente nos envolvió un espléndido verano, y ahí estaba mi feliz Tamara, de puntillas, tratando de bajar una rama de racemosa para coger su arrugado fruto, con el mundo entero y todos sus árboles dando vueltas en la órbita de su sonriente ojo, y una mancha oscura de sus esfuerzos al sol formándose bajo su brazo alzado en el shantungde su vestido amarillo. Nos perdimos en musgosos bosques y nos bañamos en una cala de cuento de hadas y nos juramos amor eterno por las guirnaldas de flores que, como a todas las sirenitas rusas, tanto le gustaba tejer, y a comienzos del otoño se fue a la ciudad a buscar trabajo (ésta era la condición que le puso su madre), y a lo largo de los meses siguientes no la vi ni una sola vez, pues me encontraba totalmente entregado al tipo de variadas experiencias que en mi opinión debía buscar todo elegante littérateur. Había comenzado ya una extravagante fase de sentimiento y sensualidad que duraría diez años aproximadamente. Cuando la contemplo desde la torre que ahora ocupo me veo a mí mismo como cien diferentes jóvenes a la vez, todos ellos en pos de una muchacha cambiante en una serie de simultáneos amoríos traslapados, a veces encantadores, otras sórdidos, que iban desde aventuras de una noche hasta prolongados compromisos y simulaciones, con resultados artísticos muy escasos. Esa experiencia, así como las sombras de todas aquellas encantadoras damas, no sólo me resultan inútiles cuando reconstruyo mi pasado ahora, sino que además producen un molesto desenfoque y, por muy bien que ajuste los lentes de la memoria, no consigo recordar cómo nos separamos Tamara y yo. Existe posiblemente otro motivo, además, para este desdibujamiento: ya nos habíamos separado antes demasiadas veces. Durante ese último verano en el campo, solíamos separarnos para siempre después de cada uno de nuestros encuentros secretos cuando, en la fluida negrura de la noche, en ese viejo puente de madera situado entre la luna enmascarada y el neblinoso río, besaba sus cálidos y húmedos párpados y su rostro helado por la lluvia, e inmediatamente regresaba a ella para una nueva despedida, seguida luego por el largo, tenebroso, inseguro y empinado camino de vuelta a casa en bicicleta, durante el cual mis pies, que pedaleaban lenta y laboriosamente, intentaban aplastar aquella oscuridad de firmeza y capacidad de recuperación igualmente monstruosas, que se negaba a rendirse.
Recuerdo, sin embargo, con una viveza desgarradora, cierta tarde del verano de 1917 en la que, tras un invierno de incomprensible separación, encontré por casualidad a Tamara en un tren de cercanías. Durante los breves minutos que mediaron entre dos estaciones, en el vestíbulo de un bamboleante y rechinante vagón, estuvimos cerca el uno del otro, yo en un estado de aguda turbación, de abrumador arrepentimiento, y ella consumiendo una pastilla de chocolate, partiendo metódicamente pedazos pequeñitos y duros de aquella materia, y hablándome de la oficina en la que trabajaba. A uno de los lados de la vía, por encima de unos pantanos azulados, el oscuro humo de la turba encendida se mezclaba con las brasas humeantes de un tremendo ocaso ambarino. Puede demostrarse, me parece, a partir de sus textos publicados, que Alexander Blok estaba tomando nota en su diario del mismo humo de turba que yo veía, así como del hundimiento del cielo. Hubo un período posterior de mi vida en el que me hubiese parecido que todo esto tenía relación con mi último vislumbre de Tamara, cuando se volvió en la escalera para mirarme antes de apearse en aquella estación con aroma de jazmines y rebosante de chifladas cigarras; pero hoy en día ningún detalle marginal y ajeno puede enturbiar la pureza del dolor.
3
Cuando, al final del año, Lenin se hizo con el poder, los bolcheviques lo subordinaron inmediatamente todo a la conservación de ese poder, y así inició su estupenda carrera un sanguinario régimen de campos de concentración y rehenes. En aquel momento eran muchos quienes creían que aún se podía luchar contra la banda de Lenin y salvar los logros de la revolución de marzo. Mi padre, elegido diputado de la Asamblea Constituyente que, en su fase preliminar, trató de impedir que los soviéticos se atrincherasen, decidió permanecer en San Petersburgo todo el tiempo que fuera posible, pero envió toda su familia a Crimea, una zona que todavía permanecía libre (esta libertad duraría sólo unas cuantas semanas más). Viajamos divididos en dos grupos; mi hermano y yo no fuimos con mi madre y los tres hermanos pequeños. La época soviética tenía una sombría semana de edad; los periódicos liberales seguían siendo publicados; y mientras nos despedía en la Estación Nikolaevski y esperaba con nosotros la salida del tren, mi imperturbable padre se instaló en una mesa de una esquina de la cantina para escribir, con su caligrafía fluida y «celestial» (como decían los linotipistas, maravillados ante la ausencia de correcciones), un editorial para el moribundo Rech(o quizás alguna publicación de emergencia), en aquellas largas tiras especiales de papel rayado que correspondían aproximadamente a una columna de letra impresa. Creo recordar que el principal motivo por el cual mi hermano y yo fuimos enviados con tanta prontitud era la probabilidad de que, si nos quedábamos en San Petersburgo, fuésemos reclutados para el nuevo ejército «Rojo». A mí me resultaba fastidioso ir a una zona tan fascinante a mitad de noviembre, cuando ya había terminado la temporada de caza de mariposas, y debido a que jamás había sido muy diestro en la tarea de encontrar crisálidas enterradas (aunque llegué a localizar algunas al pie de un roble de un jardín de Crimea). El fastidio se convirtió en angustia cuando, tras habernos hecho una pequeña señal de la cruz sobre nuestros rostros, mi padre añadió, como sin darle importancia, que había muchas probabilidades de, ves'ma vozmoxhno, que no volviera a vernos nunca; dicho lo cual, con su trinchera y su gorra kaki y la cartera bajo el brazo, se alejó a grandes zancadas hacia el seno de la vaporosa niebla.