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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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Luego, un día de primavera de 1918, cuando las rosadas borlas de los almendros en flor animaron las oscuras laderas, los bolcheviques desaparecieron y un singularmente silencioso ejército de alemanes les sustituyó. Los patriotas rusos se sintieron desgarrados entre el alivio animal de haberse librado de los verdugos aborígenes y la necesidad de deber su liberación al invasor extranjero, y sobre todo a los alemanes. Estos últimos, no obstante, estaban perdiendo su guerra en el frente occidental y llegaron a Yalta de puntillas, con sonrisas desdeñosas, apenas un ejército de apariciones grises que los patriotas podían fácilmente ignorar, y que en efecto ignoraron, como no fuera para dirigir algunas sonrisillas disimuladas, y desagradecidas, a los tímidos carteles (PROHIBIDO PISAR LA HIERBA) que surgieron en los céspedes de los parques. Un par de meses después, tras haber reparado las cañerías de las villas que los comisarios dejaron vacías, los alemanes también se desvanecieron; los Blancos llegaron del este en cuentagotas, y pronto empezaron a combatir contra el Ejército Rojo, que atacaba Crimea desde el norte. Mi padre fue nombrado ministro de Justicia en el Gobierno Regional instalado en Simferopol, y su familia se alojó en Yalta, cerca de la finca de Livadia, antiguo dominio del Zar. La impetuosa y frenética alegría que brotó en las ciudades que estaban en poder de los Blancos nos devolvió, en una versión más vulgar, los atractivos de los años de paz. Las cafeterías estaban llenas a rebosar. Los teatros de todas clases vivieron una temporada floreciente. Una mañana, en un sendero de montaña, me encontré de repente con un extraño jinete vestido a la circasiana, con un rostro tenso y sudoroso pintado de un fantástico amarillo. Tiraba constantemente de las riendas de su caballo, que, sin hacerle caso, siguió bajando por el empinado sendero a un paso curiosamente determinado, como el de una persona que, ofendida, abandona una fiesta. Ya había visto monturas desbocadas, pero era la primera vez que veía a un caballo cuyo desbocamiento le indujera a sentar el paso, y mi pasmo adquirió un matiz más divertido incluso cuando reconocí en el desafortunado caballero a Mozzhuhin, el actor al que Tamara y yo habíamos admirado tan a menudo en la pantalla. Estaban ensayando la película Haji Murad(adaptación del relato de Tolstoy sobre ese montaraz caudillo, tan gallardo y buen jinete) en los pastizales de aquella sierra.

—Detenga a este bruto [ Derzhiíe proklyatoe zhivotnoe] —me dijo entre dientes al verme, pero en ese mismo momento, con un tremendo estrépito de fragorosas y tronantes piedras, dos tártaros auténticos bajaron corriendo a rescatarle, y yo seguí subiendo, con mi cazamariposas, hacia los altos peñascos en los que estaba esperándome la raza euxina del sátiro de Hipólito.

Durante aquel verano de 1918, pobre espejismo de juventud, mi hermano y yo solíamos frecuentar la amistosa y excéntrica familia propietaria de la finca costera de Oleiz. Pronto se desarrolló una bromista amistad entre Lidia T. y yo, que éramos de la misma edad. Siempre rondaba por allí mucha gente joven, guapas jovencitas de miembros bronceados y adornados de brazaletes, un famoso pintor llamado Sorin, actores, un bailarín clásico, alegres oficiales del Ejército Blanco, algunos de los cuales morirían muy pronto, de modo que con las fiestas en la playa, las excursiones al campo, las hogueras, el mar empapado de luna y una buena provisión de moscatel de Crimea, hubo muchas diversiones amorosas; y entretanto, contra este telón de fondo frívolo, decadente y en cierto modo irreal (que me satisfizo pensar que bastaba para conjurar la atmósfera de la visita de Pushkin a Crimea, un siglo atrás), Lidia y yo practicamos un jueguecito de oasis inventado por nosotros mismos. La cosa consistía en hacer la parodia de una biografía proyectada, por así decirlo, hacia el futuro, lo cual nos permitía transformar el especioso presente en algo así como un pasado detenido, tal como lo percibiría un chocheante memorista que, a través de una infranqueable neblina, recordase su trato con un escritor famoso en la época en que ambos eran jóvenes. Por ejemplo, Lidia o yo decíamos, sentados en la terraza después de cenar:

—Al escritor le gustaba salir a la terraza después de cenar.

O bien:

—Siempre recordaré la observación que hizo V. V. una noche calurosa. «Hace —dijo— una noche calurosa.»

O bien, más ridículamente incluso:

—Tenía la costumbre de encender sus pitillos antes de fumárselos.

Y todo esto pronunciado en un tono reflexivo y con un fervor reminiscente que en aquel momento nos pareció inofensivo e hilarante; pero ahora, ahora me sorprendo a mí mismo preguntándome si no estuvimos molestando sin querer a algún perverso y rencoroso demonio.

A lo largo de todos esos meses, siempre que alguna saca de correo lograba pasar de Ucrania hasta Yalta, había una carta de mi Tamara para mí. No hay nada tan inescrutable como el modo en que las cartas, bajo los auspicios de inimaginables portadores, circulan en la fantasmagórica confusión de las guerras civiles; pero cada vez que, debido a esa confusión, nuestra correspondencia quedaba interrumpida, Tamara reaccionaba como si la recepción de las cartas fuera uno de esos fenómenos naturales más corrientes, como el clima o las mareas, a los que no afectan los asuntos humanos, y me acusaba de no contestarla, cuando en realidad yo no hacía más que escribirle y pensar en ella durante esos meses, a pesar de mis muchas traiciones.

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Feliz el novelista que consigue conservar una auténtica carta de amor recibida durante su juventud para insertarla en una obra de ficción, y empotrarla en ella como una limpia bala en una masa de carne fofa, para dejarla bien segura allí, entre vidas espúreas. Ojalá hubiese conservado así toda nuestra correspondencia. Las cartas de Tamara eran una sostenida evocación del paisaje rural que tan bien conocíamos los dos. Eran, en cierto sentido, una lejana pero maravillosamente clara respuesta antifonal a los mucho menos expresivos versos que yo le dedicara. Con descuidadas palabras, cuyo secreto sigo siendo incapaz de descubrir, su prosa de muchacha de instituto podía evocar con plañidera fuerza cada olorcillo de cada hoja húmeda, cada una de las frondas de helechos oxidadas por el otoño en los campos de la región de San Petersburgo. «¿Por qué nos sentíamos tan alegres cuando llovía?», preguntó en una de sus últimas cartas, regresando en cierto modo a la fuente más pura de la retórica. «Bohze moy» ( mon Dieumás que «My God»), a dónde ha ido a parar, a dónde ha ido todo ese lejano, brillante, querido ( Vsyo eto dalyokoe, svetloe, miloe: en ruso no hace falta sujeto ya que todos estos adjetivos son neutros y desempeñan el papel de nombres abstractos, en un escenario desnudo, bajo una luz tenue).

Tamara, Rusia, el bosque silvestre transformándose gradualmente en diversos jardines, mis abedules y abetos del norte, la imagen de mi madre poniéndose a gatas sobre el suelo para besar la tierra cada vez que regresábamos al campo para pasar el verano, et la montagne et le grand chêne: cosas todas ellas que un día el destino empaquetó de mala manera y arrojó luego al mar, separándome completamente de mi infancia. Me pregunto, no obstante, si se puede decir gran cosa en favor de otros destinos más anestésicos; en favor de, por ejemplo, esa tersa, segura y pueblerina continuidad temporal, con su primitiva ausencia de perspectiva, que, a los cincuenta años, te permite seguir residiendo en la casa de chillas donde pasaste la infancia, de modo que cada vez que subes a limpiar el desván te encuentras con el mismo montón de viejos libros pardos de colegio, reunidos todavía entre posteriores acumulaciones de objetos muertos, y donde, las mañanas de los domingos veraniegos, tu esposa se detiene en la acera para soportar durante un par de minutos a la señora McGee, esa horrible, gárrula, teñida mujer que se dirige a la iglesia y que, en el remoto 1915, era la bonita y traviesa Margaret Ann de labios con sabor a menta y ágiles dedos.

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