Habla memoria
Habla memoria читать книгу онлайн
Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Caminábamos bajo las blancas puntillas de las escarchadas avenidas de los parques públicos. Nos sentábamos muy juntos en fríos bancos, tras haber retirado antes su capa de limpia nieve, y no sin antes librarnos de nuestros mitones con incrustaciones de nieve. Frecuentábamos los museos. Estaban soñolientos y desiertos aquellas mañanas de días laborables, y tenían buena calefacción, sobre todo en contraste con la neblina glacial y el rojo sol que, como una luna sonrojada, colgaba en sus ventanas orientales. Una vez allí buscábamos tranquilas salas apartadas, con trilladas escenas mitológicas que nadie iba a mirar, o con grabados, medallas, muestras paleográficas, la Historia de la Imprenta, todo lo que fuese de poco valor. Nuestro mejor hallazgo, en mi opinión, fue una habitacioncita en la que se guardaban escobas y escaleras; pero un montón de marcos sin lienzo que de repente empezó a resbalar y caer en la oscuridad llamó la atención de un inquisitivo amante de las bellas artes, y tuvimos que huir. El Hermitage, el Louvre de San Petersburgo, ofrecía magníficos escondrijos, sobre todo en cierta sala de la planta baja, entre vitrinas de escarabajos, detrás del sarcófago de Nana, sacerdotisa de Ptah. En el Museo Ruso del Emperador Alejandro III, dos salas (las número 30 y 31, en la esquina nororiental), que albergaban unos cuadros repelentemente académicos de Shishkin («El claro de un bosque de pinos») y de Harlamov («Cabeza de muchacha gitana»), proporcionaban cierta intimidad gracias a la presencia de unos altos estantes con dibujos, hasta que un malhablado veterano de la campaña de Turquía nos amenazó con avisar a la policía. De modo que, una vez graduados en estos grandes museos, pasamos a otros más pequeños, como el Suvorov, por ejemplo, en donde había una habitación muy silenciosa, atestada de armaduras y tapices antiguos, y rasgados estandartes de seda, así como varios maniquíes con botas altas, peluca, y verde uniforme, que nos vigilaban en posición de firmes. Pero adondequiera que fuésemos, tras unas pocas visitas, siempre aparecía uno u otro cano y legañoso empleado de silencioso paso que recelaba de nosotros, y nos veíamos obligados a conducir a otro lugar nuestro furtivo frenesí: al Museo Pedagógico, al Museo de Carruajes de la Corte, o a un diminuto museo de mapas antiguos que ni siquiera aparece en las guías turísticas, y luego otra vez a la fría intemperie, a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes, al estilizado paisaje nevado del «Mundo Artístico», Mir hkusstva—Dobuzhinski, Alexandre Benois— que tanto apreciaba yo en aquellos tiempos.
A media tarde nos sentábamos en la última fila de uno de los dos cines (el Parisiana y el Piccadilly) de la Avenida Nevski. El arte progresaba. Las olas aparecían teñidas de un nauseabundo azul, y cuando se acercaban a una roca recordada (Rocher de la Vierge, Biarritz; es gracioso, pensé, ver otra vez la playa de mi cosmopolita infancia), y rompían contra ella convirtiéndose en espuma, había una máquina especial que imitaba el ruido de las rompientes con un crujido acuoso que jamás lograba terminar con la escena, sino que acompañaba durante tres o cuatro segundos la siguiente secuencia del documental: un severo funeral, por ejemplo, o unos desharrapados prisioneros de guerra junto a los mejor vestidos militares que los habían capturado. Muy a menudo, el título de la película era una cita de algún poema o canción popular, y a veces era larguísimo, como El crisantemo ya no florece en el jardín, o El corazón de ella era como un juguete en manos de él, y como un juguete se rompió. Las protagonistas femeninas tenían la frente pequeña, magníficas cejas y unos ojos con elegantes pestañas. El actor preferido de la época era Mozzhuhin. Un director famoso había adquirido en los alrededores de Moscú una mansión con un porche de blancas columnas (bastante parecida a la de mi tío), y la sacaba en todas sus películas. Mozzhuhin se acercaba a ella sentado en un elegante trineo, y miraba con ojos acerados la luz de una ventana mientras un famoso musculito se tensaba nerviosamente bajo su mandíbula.
Cuando se nos acababan los museos y los cines, y la noche era joven, nos veíamos reducidos a explorar los desiertos de la ciudad más adusta y enigmática del mundo. Las farolas solitarias se transformaban en seres marinos dotados de púas prismáticas cuando las mirábamos a través de la helada humedad de nuestras pestañas. Al cruzar enormes plazas, diversos fantasmas arquitectónicos se elevaban con silenciosa brusquedad ante nosotros. Sentíamos un frío estremecimiento que no estaba relacionado con la altura sino con la profundidad —un abismo que se abría a nuestros pies— cuando aquellas enormes columnas de granito bruñido (bruñido por esclavos, bruñido otra vez por la luna, y girando suavemente en el bruñido vacío de la noche) se alzaban sobre nosotros para sostener las misteriosas rotundidades de la catedral de San Isaac. Nos deteníamos al borde, por así decirlo, de estos peligrosos macizos de piedra y metal, y con las manos enlazadas y liliputiense temor, estirábamos las cabezas para ver las nuevas visiones colosales que se interponían en nuestro camino: los diez atlantes relucientemente grises del pórtico de un palacio, o un gigantesco jarrón de porfirio junto a la verja de hierro de un jardín, o esa enorme columna con un ángel negro en lo alto que, más que adornar, hechizaba la Plaza del Palacio inundada de luna, y subía más y más, tratando en vano de alcanzar la basa del «Exegi monumentum» de Pushkin.
Tamara argumentó posteriormente, en sus raros momentos de nostalgia, que nuestro amor no había sido capaz de soportar el rigor de aquel invierno; había aparecido, decía, una imperfección. A lo largo de todos aquellos meses estuve escribiendo versos para ella y acerca de ella, a razón de dos o tres poemas a la semana; en la primavera de 1916 publiqué una colección de algunos de ellos, y quedé horrorizado cuando ella me llamó la atención acerca de un detalle en el que no me había fijado al pergeñarlos. Allí estaba esa misma imperfección ominosa, la trivial pincelada hueca, la insincera aunque elocuente insinuación de que nuestro amor estaba condenado al fracaso porque jamás podría captar de nuevo el milagro de sus momentos iniciales, los rumores y susurros de aquellos tilos bajo la lluvia, la piadosa soledad rural. Es más —aunque ninguno de los dos se fijó entonces—, mis poemas eran muy juveniles, carecían de mérito y jamás hubiesen debido ser puestos a la venta. El libro (del que todavía existe un ejemplar, en el, ay, «departamento cerrado» de la Biblioteca Lenin de Moscú) mereció el trato que recibió de las afiladas garras de los escasos críticos que lo reseñaron en oscuras publicaciones. Mi profesor de literatura rusa, Vladimir Hippius, un poeta de primera magnitud pero un tanto oscuro al que yo admiraba mucho (creo que su talento era superior al de su mucho más conocida prima, Zina'fda Hippius, poetisa y crítica) llevó consigo un ejemplar a clase y provocó la más delirante hilaridad en la mayoría de mis compañeros de curso cuando aplicó su feroz sarcasmo (era un tipo fiero de mostacho pelirrojo) a mis más románticos versos. En una sesión de la Fundación para la Literatura, su famosa prima le pidió a mi padre, presidente de la institución, que me explicara, por favor, que jamás de los jamases llegaría a ser escritor. Un periodista bien intencionado, menesteroso y sin talento, que tenía motivos para estarle agradecido a mi padre, escribió una nota absurdamente entusiasta sobre mí, unas quinientas líneas rebosantes de alabanzas; fue interceptada a tiempo por mi padre, y nos recuerdo a él y a mí leyéndola en manuscrito, rechinando de dientes y soltando gruñidos, que es el ritual que utilizaba mi familia cuando se enfrentaba a cosas de gusto espantoso o al gaffecometido por quien fuese. Todo aquello me curó de forma permanente de todo interés por la fama literaria y fue probablemente el motivo de esa casi patológica y no siempre justificada indiferencia que siento por las críticas, y que me ha privado de las emociones que la mayoría de escritores dicen sentir.