La Mirada De Una Mujer
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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.
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– Pero ¿qué ha pasado para que me digas todo esto?
– Nada, precisamente. Me ha bastado ver tu cuerpo que se alejaba un poco más de mí cada noche; abrir mis ojos y ver tu espalda antes que descubrir tu rostro dormido; sentir cómo tus manos se deslizaban sin ganas sobre mi cuerpo. Dios mío, cómo he odiado tus «gracias» cuando te besaba en el cuello. ¿Por qué no has trabajado un rato más esta noche? Me hubiese gustado resistir un poco más y no decirte nada.
– ¿Intentas decirme que ya no me quieres?
Mary se levantó de la cama y lo miró antes de salir de la habitación.
Él vio cómo las curvas de su cuerpo se desvanecían en la penumbra del pasillo, esperó unos minutos y fue a su lado. Ella estaba sentada en lo alto de la escalera y miraba con fijeza la puerta de entrada. Él se arrodilló detrás y la rodeó torpemente con sus brazos.
– Estaba diciéndote lo contrario -dijo Mary.
Ella bajó la escalera, entró en el salón y cerró la puerta.
Difícil mañana la que sigue a una noche en la que se han pronunciado palabras que se adivinaban sin necesidad de oírlas. Embutida en su abrigo de cuero, Mary lucha en el umbral de la puerta contra el terrible frío de la mañana. Las voces de los niños en la escalera se aproximan. Ella grita que los espera en el coche, que deben darse prisa, pues si no llegarán tarde. Philip se acerca, pone la mano sobre su nuca y la acaricia.
– Quizá no he actuado como tú esperabas, pero te amo de verdad, Mary.
– Ahora no. No cerca de los niños, por favor. Es muy pronto. Voy a hacer unas tortitas…
La besó en los labios. Desde lo alto de la escalera, Thomas se puso a cantar a voz en grito: «¡Están enamorados, están enamorados, están enamorados!». Lisa le dio un golpe con el hombro y, en un tono que quiso ser tan autoritario como arrogante, añadió: «¡Thomas, dime que en enero cumplirás siete años, que no te quedarás así para siempre!». Sin esperar la respuesta, bajó la escalera. Al salir, cogió las llaves de la mano de Mary y gritó: «Soy yo la que os espera en el coche», para luego añadir en voz baja: «¡Están enamorados!».
Mary descendió por el sendero, colocó su pequeña maleta en el maletero del 4 x 4 y se instaló detrás del volante:
– ¿Te vas de viaje? -preguntó Thomas.
– Voy a pasar unos días con mi hermana en Los Angeles. Papá se ocupará de vosotros.
Mary dejó el coche en el aparcamiento y tomó el pasillo que conducía a la terminal. Acababan de finalizar unas obras y la pintura aún relucía. Su avión tardaría tres horas en despegar. El embarque aún no había comenzado. Entró en la cafetería y se sentó en un taburete cerca del mostrador. Desde allí podía contemplar las pistas. Un camarero con acento español le sirvió un café con leche. En el silencio de la sala vacía dejaba pasar por delante de sus ojos las imágenes del pasado: el momento fortuito del primer encuentro en la oscuridad de un cine, lo inesperado de las primeras palabras pronunciadas en la calle, la delicadeza de la turbación que se anuncia, la confusión de los sentimientos cuando cada uno reanuda el curso de la vida con los números respectivos. La espera que ha irritado la esperanza, los detalles que recuerdan a quien aún no se conoce, la emoción de la primera llamada que hace que el día siguiente sea tan diferente. Después, el silencio que se instala de nuevo y el tiempo que ya no deja aflorar pensamientos que no se quieren adivinar. En medio de la multitud, una mirada única a Times Square en una No- chevieja, la puerta de un edifico que se abre al amanecer glacial de una calle desierta del Soho, y de nuevo la espera. La intimidad naciente de las veladas que concluyen detrás de un ventanal de Fanelli's. Una vieja escalera de madera en la que cada escalón parecía más empinado que el anterior cuando él desaparecía al dar la vuelta a la esquina. Las horas transcurridas pendiente del teléfono. En medio del cortejo, los recuerdos de todas las primeras veces: un ramo de rosas rojas abandonado sobre el rellano, el pudor de los abrazos que parece dar tanto valor a los gestos torpes. Una noche frágil dominada por el temor a incomodar al otro, el cuerpo que no encuentra la postura del sueño, o ese brazo que ya no se sabe dónde colocar.
Y cuando se ha adivinado que ese cariño ocupará en la vida un lugar que no se sospechaba, los primeros miedos: a que el otro se vaya por la mañana, a confesarse simplemente que empezar a amar es depender, incluso para los más rebeldes. Los instantes que se convierten en los momentos originales de una pareja: almuerzos cómplices que se suceden, primeros fines de semana, domingos por la tarde en los que el otro se queda, aceptando así romper las costumbres de los ritmos solitarios, provocaciones indecentes en las que se evocan proyectos mientras se acecha al otro en busca de una sonrisa o un silencio. Una vida que se crea para dos, como una liberación tanto tiempo esperada. Ella lo vuelve a ver al fondo de la iglesia, vestido con su traje de boda, que simboliza la unicidad del momento. ¿Por qué no se casaron con una ropa más informal? ¿Acaso no habían prometido unirse de esa manera? Lo habían hecho cuando él la llevó a Montclair a visitar la casa en la que ahora estaban instalados. Allí, en la intimidad de un cuarto de baño, mientras cambiaban el papel de las paredes, cambió su vida. Luz y olores de una tarde de pintura en una habitación próxima. Y un bebé que ya empujaba en su vientre. A veces su mirada escapaba hacia unos recuerdos que a él le eran inaccesibles; el amor que ella quería darle para recuperarlo. Se asustó cuando el camarero la despertó de su ensoñación.
– ¿Quiere otro café, señora? Discúlpeme, no pretendía asustarla.
– No, gracias -respondió ella-. Voy a embarcar.
Pagó la cuenta y salió de la cafetería. Delante de las ventanillas de la TWA vio una hilera de cabinas telefónicas. Introdujo una moneda de veinticinco céntimos en la ranura de una de ellas y marcó el número de teléfono. Philip descolgó al primer tono.
– ¿Dónde estás?
– En el aeropuerto.
– ¿A qué hora sale tu avión?
La pregunta había sido hecha con una voz triste y suave. Esperó unos segundos antes de contestar.
– ¿Estás libre esta noche? Llama a una canguro y reserva una mesa en Fanelli's. Voy a cambiar una semana de sol por un día de compras. Ponte unos vaqueros y un jersey de cuello redondo, azul. Es así como te encuentro más sexy. Te esperaré a los ocho de la tarde en la esquina de Mercer con Prince.
Colgó el auricular y, sonriente, tomó el pasillo que conducía al aparcamiento.
Se había dedicado el día a sí misma: peluquería, manicura, pedicura, cuidados de la cara, sin olvidar un detalle. Sacó de su bolso el billete de avión que se haría reembolsar, verificó el precio y, para no tener mala conciencia, estableció consigo misma el compromiso de no sobrepasar la cifra que figuraba en la esquina izquierda: se regaló un abrigo, una falda, una blusa y compró un jersey para Thomas.
En Fanelli's insistió en cenar en la primera sala. Philip estuvo atento durante toda la cena.
Haciendo frente al viento glacial, caminaron por las calles adoquinadas de su antiguo barrio y sin darse cuenta se encontraron al pie del edificio donde habían vivido. Bajo el porche él la abrazó y la besó.
– Tenemos que volver -dijo ella-. Ya es muy tarde para la canguro.
– Se quedará toda la noche. Acompañará a los niños a la escuela mañana por la mañana. Te llevaré al hotel donde he reservado una habitación.
En la complicidad de las sábanas arrugadas y antes de que cayesen dormidos, ella se apretó contra Philip y lo rodeó con sus brazos.
– Me alegro de no haber ido a Los Ángeles.
– También yo me alegro -respondió él-. Mary, escuché lo que me dijiste ayer y quisiera pedirte algo. Me gustaría que hicieses un esfuerzo con Lisa.
Pasaron cinco estaciones y Mary seguía intentando esforzarse. Por las mañanas Philip acompañaba a los niños a la escuela y ella iba a buscarlos por la tarde. Thomas no se apartaba de su hermana, a la que adoraba. Philip dedicaba las tardes de los miércoles a recopilar información sobre todo lo referente a Honduras que era posible encontrar en la biblioteca de Montclair. Fotocopiaba artículos de prensa que luego ella pegaba en un gran cuaderno; en sus páginas había también dibujos, unas veces hechos al carboncillo y otras realizados con un lápiz negro. Lisa le acompañaba a sus partidos de béisbol. Se sentaba en las gradas y cuando a Thomas le tocaba batear, todo el mundo se sorprendía al oír los gritos de aliento que lanzaba la muchacha. En el mes de agosto se fueron de vacaciones. Philip y Mary alquilaron un pequeño bungaló a orillas del agua, en los Hamptons. Durante un largo fin de semana de invierno enviaron a los niños a un curso de esquí y ellos se refugiaron como dos amantes a orillas de un lago helado en los Adirondacks. Los binomios se deshacían poco a poco, para reconstituirse al cabo de un tiempo: el de los padres de una parte y el de los niños de la otra. Lisa también cambiaba; estaba dejando atrás su cuerpo de niña y semana tras semana iba adquiriendo la apariencia de una mujercita.
Celebró sus catorce años a finales del mes de enero de 1993 y ocho cómplices de clase se sumaron a su fiesta de cumpleaños. Su piel era cada vez más oscura, y sus pupilas cada vez brillaban con mayor independencia y carácter. A veces Mary se sentía molesta por la emergencia de la belleza de Lisa, en particular cuando las dos iban por la calle. Las miradas de deseo de los adolescentes, y también de los menos adolescentes, le recordaban el paso del tiempo. Entonces experimentaba una forma de celos que se negaba a admitir. La insolencia y las contestaciones eran a menudo pretextos para entablar discusiones; Lisa se encerraba entonces en su habitación, donde sólo su hermano tenía derecho a entrar, y se hundía en su cuaderno secreto, que ocultaba bajo el colchón. La jovencita prestaba poca atención a sus estudios, trabajando lo mínimo para sacar el curso. Para desconcierto de Philip, no compraba discos ni cómics ni maquillaje, ni jamás iba al cine. Ahorraba toda su semanada y la confiaba a un conejo de peluche de color azul, que hacía las veces de hucha gracias a la discreta cremallera que tenía en la parte de atrás. Lisa parecía no aburrirse nunca, ni siquiera cuando pasaba horas enteras contemplando el vacío. Vivía en su mundo propio y sólo por momentos se unía a quienes estaban a su alrededor. A medida que pasaban los días, más distante era su planeta.