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La Mirada De Una Mujer

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La Mirada De Una Mujer
Название: La Mirada De Una Mujer
Автор: Levy Marc
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Mirada De Una Mujer - читать бесплатно онлайн , автор Levy Marc

Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.

El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…

Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.

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– Soy yo quien ha hecho la pregunta -replicó ella.

– Yo pasé toda mi infancia con tu madre.

– Eso no es lo que te pregunto.

– Tú quieres que te hable de su infancia. Bien, ella no se sentía a gusto. Como les sucede a todos los niños a los que la vida hace crecer demasiado rápido. Al igual que tú, ella era rehén de su apariencia y de ese maldito reloj de arena cuyos granos no acababan de caer con suficiente rapidez. Pasaba el día de hoy esperando el de mañana, soñando con ser mayor.

– ¿Era desgraciada?

– Más bien impaciente. La impaciencia mata a la niñez.

– ¿Entonces?

– Entonces la niñez, puesto que ésa es tu pregunta, se convierte en un camino insoportablemente largo. Es lo que te ocurre a ti en este momento. ¿No es cierto?

– Entonces, ¿por qué no puede uno convertirse en adulto de golpe?

– Porque la niñez tiene sus virtudes. Sirve para que construyamos las bases de nuestros sueños y nuestras vidas. Es a los recuerdos de la infancia a los que acudirás el día de mañana para sacar tus fuerzas, aplacar tus cóleras, alimentar tus pasiones y, muy a menudo, hacer retroceder las fronteras de tus miedos y tus límites.

– No me gusta mi infancia.

– Lo sé, Lisa. Te prometo que haré todo lo posible para alegrarla, pero también habrá algunas reglas muy concretas.

A primera hora de la mañana estaban sentados en el extremo del pontón. Resuelto a mostrarse paciente, él le suplicó, cuando por cuarta vez ella se hizo un lío con el carrete de su caña de pescar, que al menos aparentase que se estaba divirtiendo. Le recordó que había sido ella quien había querido que fueran juntos a pescar. Ella hizo un chasquido seco con la lengua y estuvo a punto de decir una grosería. Dejó flotar el hilo en el agua y contempló las pequeñas olas que parecían converger en los pilones.

– ¡Háblame de allí! -dijo Philip.

– ¿Qué quieres que te diga?

– Explícame cómo vivías.

Ella dejó pasar un rato antes de responderle suavemente: «Con mamá». Después se sumió en el silencio. Philip se mordió el interior de la mejilla. Dejó la caña, fue a sentarse a su lado y la cogió por los hombros.

– Mi pregunta no tenía mala intención. Lo siento, Lisa.

– ¡Sí! ¡Lo que querías era que te hablase de ella! ¿Quieres saber si ella me hablada de ti? ¡Jamás! ¡Jamás me habló de ti!

– ¿Por qué eres tan mala?

– ¡Quiero volver a mi país! ¡No os quiero lo bastante!

– Danos un poco de tiempo, sólo un poco de tiempo…

– Mamá dice que el amor es instantáneo o no es.

– ¡Tu mamá estaba muy sola, con sus ideas instantáneas!

Al día siguiente ella pescó un pez tan grande que poco faltó para que cayese al agua. Nervioso, Philip la rodeó con sus brazos para asegurar la captura. Al término de una lucha encarnizada, un inmenso montón de algas fue arrastrado a la orilla. Philip lo contempló con gran pesar. Después percibió cómo los pómulos de Lisa se elevaban. El pontón no tardó en iluminarse con una de las virtudes de la infancia: una risa cantarína.

Ella tenía pesadillas. Entonces él la cogía entre su brazos y la mecía. Mientras calmaba sus noches, él pensaba en los recuerdos que poblarían su vida de adulta. Ciertas heridas de la infancia jamás cicatrizan: se olvidan el tiempo de dejarnos crecer, para después resurgir con más fuerza.

Al final de la semana regresaron a casa. Thomas estaba contento de volverlos a ver y no se apartó de ellos. Cuando Lisa se aislaba en su habitación, él se reunía con ella y se sentaba en el suelo, al pie de la ventana, adivinando que su discreción era la condición para que le dejase estar allí. De vez en cuando ella le dirigía una mirada emocionada y luego se hundía de inmediato en sus pensamientos. Cuando estaba de buen humor, dejaba que él se sentase en la cama y le contaba historias de aquella otra tierra donde las tormentas dan miedo y el viento levanta un polvo que se mezcla con las agujas de los pinos.

Pasó el verano. Lisa repitió curso y la vuelta a la escuela marcó el inicio de una adolescencia oscura. Apenas se mezclaba con sus compañeros, demasiado jóvenes para su gusto. Hundida casi siempre en los libros que ella misma elegía, jamás se sentía sola.

Un día de diciembre Thomas oyó cómo una niña trataba a su hermana de «sucia extranjera». Le dio una terrible patada en la tibia, a lo que siguió una persecución por los pasillos y una caída. En el suelo, el chico recibió un puñetazo en el labio superior y la sangre invadió su boca. Lisa acudió y, al verlo tirado por tierra, cogió violentamente por los cabellos a la que le había insultado, la empujó contra la pared y le asestó un golpe de una fuerza incontrolada. La adolescente giró sobre sí misma y cayó en redondo, con la nariz ensangrentada. Thomas se levantó, asustado, sin reconocer el rostro de Lisa. Ella profirió una serie de amenazas en español al tiempo que apretaba el cuello de la víctima. Thomas se arrojó sobre Lisa, suplicándole que soltase a la niña. Finalmente, con el rostro tembloroso de cólera, la liberó, y abandonó el lugar, no sin antes propinarle una última patada. La expulsaron por quince días de la escuela, que tuvo que pasar en su habitación. Su puerta permaneció cerrada y no dejó entrar a Thomas, a pesar de que le llevaba frutas. Por primera vez fue Mary la que trajo la paz a la casa. La periodista que había en ella logró sonsacar a su hijo toda la historia y concertó una cita para el día siguiente con el director, exigiendo la admisión inmediata de su hijastra y las disculpas de la niña que la había insultado. Lisa no dijo nada y volvió a clase. Nunca más la insultó nadie, y durante varios días Thomas paseó con orgullo su labio amoratado.

Ella cumplió once años a finales del mes de enero. Sólo dos compañeras de clase respondieron a la invitación a la fiesta de cumpleaños que había organizado Mary. Aquella noche la familia cenó los restos del bufé, del que casi todo había sobrado. Lisa no salió de su habitación.

Después de ordenar la cocina y descolgar las guirnaldas del salón, Mary subió al cuarto de Lisa con un plato. Sentada al pie de su cama, le explicó que si quería tener amigas debía mostrarse más comunicativa en la escuela.

Los primeros días de primavera trajeron consigo el sol, aunque por la mañana el aire todavía era glacial. Era el final de la tarde y desde hacía una hora Joanne y Mary compartían un té en el salón. En ese momento Lisa regresó de la escuela.

La pequeña dio un portazo al entrar, murmuró apenas un saludo y comenzó a subir por la escalera a su habitación. La voz firme de Mary la detuvo en el sexto escalón. Lisa se dio la vuelta, desvelando un pantalón cubierto de manchas que hacía juego con sus mejillas manchadas de barro; el estado de sus zapatos no desentonaba en absoluto con sus ropas.

– ¿Cómo es que vuelves a casa en ese estado? ¿Acaso te bañas en los charcos de lodo? ¿Es que tendré que poner una lavandería para que vayas limpia? -preguntó Mary, fuera de sí.

– Subía a cambiarme -respondió Lisa con un tono impaciente.

– Es la última vez que te lo digo -chilló Mary cuando Lisa desapareció por la escalera-. Y bajarás a hacerte un sandwich. Estoy cansada de que te pases el día sin apenas comer, ¿me has oído?

Del fondo del pasillo llegó un «sí» indolente, seguido de otro portazo. Mary volvió a sentarse junto a su amiga al tiempo que lanzaba un profundo suspiro. Joanne, de punta en blanco, resplandeciente en su traje de chaqueta beis, pasó con delicadeza la mano por su pelo para asegurarse de que ningún mechón estaba desordenado y esbozó una sonrisa amable.

– No debe de ser muy fácil soportar esta carga todos los días -dijo.

– Sí. Y cuando haya terminado con ella, será el turno de Thomas, que no habrá dejado de imitarla.

– Pero con ella debe de ser particularmente complicado.

– ¿Por qué?

– Sabes bien a qué me refiero. Todas lo sabemos. Y te admiramos mucho.

– ¿De qué me hablas?

– Una adolescente siempre es difícil para una madre, pero Lisa viene de otro país. No es del todo como las demás. Hacer caso omiso de sus diferencias y domesticarla como tú lo haces demuestra una gran generosidad por tu parte, que eres su madrastra.

El comentario resonó en el cerebro de Mary como si le hubiesen dado con un martillo en la cabeza.

– ¿Las relaciones entre Lisa y yo son objeto de comentarios?

– Hablamos, claro está. Tu historia no es común. ¡Por suerte para nosotros! Perdona este último comentario, no es generoso de mi parte. No, lo que quiero decir es que te compadecemos. Eso es todo.

La irritación de Mary ante las primeras palabras de Joanne ahora había evolucionado a una cólera sorda. Estaba que se subía por las paredes. Aproximó su rostro al de Joanne casi con aspecto amenazador, y, parodiando el tono que adoptara su invitada, dijo:

– ¿Y dónde os compadecéis, querida? ¿En el peluquero? ¿En la sala de espera del ginecólogo, del dietista o en el sofá del psicoanalista? A menos que sea en la camilla de masaje mientras os manosean. Dime, quiero saberlo, ¿cuáles son los momentos estelares en que habláis de mí? Sabía que vuestras vidas eran un auténtico aburrimiento y que los años no harían más que empeorarlas. ¡Pero no hasta ese punto y tan deprisa!

Joanne retrocedió, hundiéndose un poco más en el sofá.

– No te pongas así, Mary. Es ridículo. No había nada de malo en lo que te he dicho. Lo tomas todo por la tremenda. Al contrario, estaba expresando el cariño que todas te tenemos.

Mary se levantó y tomó a Joanne por el brazo, obligándola a incorporarse.

– ¿Quieres saber algo más, Joanne? Tu cariño te lo puedes meter donde te quepa. ¡Y no voy a ocultarte que todas me dais asco y tú, la presidenta del club de las malqueridas, más que ninguna! Escúchame, voy a darte una pequeña lección de vocabulario. Si concentras bien la atención de tu diminuto cerebro en lo que te voy a decir, se lo podrás repetir a tus amigas sin equivocarte. ¡Se domestica a los animales, a una niña se la educa! Si bien es verdad que cuando veo a tus hijos en la calle soy consciente de que aún no has entendido la diferencia. Pero inténtalo de todas maneras. Te aburrirás menos. Ahora vete de esta casa, porque si tardas un poco te sacaré de una patada en el culo.

– Pero ¿es que te has vuelto completamente loca?

– Sí -gritó ella-. Por eso es por lo que estoy casada desde hace tiempo. Educo a mis dos hijos, y soy feliz haciéndolo. ¡Fuera! ¡Sal de aquí!

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