La Mirada De Una Mujer
La Mirada De Una Mujer читать книгу онлайн
Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Mary cerró violentamente la puerta detrás de Joanne, que se alejó a toda prisa por el sendero. Para recobrar el aliento e intentar disipar la migraña que le había cogido, apoyó la frente contra la pared. Aún no se había recuperado del sofoco, cuando el crujido de los escalones a sus espaldas la asustó.
Lisa, vestida con un chándal impecable, entraba en la cocina. Salió al poco rato llevando un plato en la mano. Se había hecho un sandwich de jamón y pollo, con mahonesa y cuatro rebanadas de pan; era tan grande que para que se aguantase había tenido que clavarle un palillo del restaurante chino al que llamaban cuando Mary no tenía ganas de cocinar. En mitad de la escalera, allí donde poco antes la habían interpelado, Lisa se dio la vuelta y con una gran sonrisa dijo:
– ¡Ahora tengo hambre!
Después se dirigió a su habitación.
En el mes de julio los cuatro se fueron de vacaciones a las Montañas Rocosas. La montaña, donde Lisa volvió a encontrar algo parecido a la libertad que le faltaba, hizo que se uniese más a Thomas. Ya fuera escalando, trepando a los árboles, observando animales o recogiendo los insectos más variados sin dejar que la picasen, ella iba siempre al límite de sus fuerzas y provocaba una gran admiración en quien cada día la consideraba un poco más su hermana mayor. Mary, sin atreverse a confesarlo, sufría por la complicidad que se estaba creando entre ambos hermanos, la cual iba en detrimento del tiempo que ella pasaba con su hijo. Por las mañanas, temprano, Lisa arrastraba a Thomas a una jornada de aventuras; ella representaba el papel de responsable de un campamento del Peace Corps y el niño el de las diferentes víctimas del huracán.
A partir de aquella noche de tormenta, durante la cual se pasó una buena parte protegiendo el secreto de los temblores que lo sacudían, Thomas había sido ascendido a ayudante del campamento. Al día siguiente, al amanecer, ella cogió un poco de tierra, que aún estaba cubierta de rocío, y la mezcló con agujas de pinos; aspiró profundamente el aroma que la mezcla desprendía. Durante el desayuno se la llevó a Philip, afirmando con orgullo, y para gran desesperación de Mary, que aquello olía un poco a su país, aunque mejor.
El mes pasó muy deprisa y de regreso al hogar, los niños experimentaron la sensación de estar confinados. El retorno los instaló en la monotonía de los días que se van acortando, cuandos los colores del otoño ya no compensan el tono gris del cielo, que sólo se ilumina con la promesa de un verano que volverá.
Por Navidad recibió un estuche de pintura que contenía varias cajas de lápices de colores, carboncillos, pinceles y tubos de gouache . De inmediato, sobre un mantel de papel que estaba enganchado con chinchetas a la pared, emprendió la composición de un inmenso fresco.
La pintura, que demostraba las cualidades artísticas de Lisa, representaba su pueblo. Había pintado la plaza principal dominada por la pequeña iglesia, la calle que conducía a la escuela, el gran almacén con las puertas abiertas, el todoterreno estacionado delante de la fachada. En el primer plano aparecían Manuel, la señora Casales, así como su asno, todos delante de su antigua casa al borde del precipicio. «Es nuestro pueblo en la montaña. Mamá está dentro de casa», había dicho.
Mary se esforzó en contemplar la «obra» y, bajo la mirada irritada de Philip, le devolvió la pelota a Lisa: «Está muy bien. Con un poco de suerte, dentro de veinte años yo también estaré en el cuadro. Entonces será más difícil, pues tendré arrugas. En cambio, tú habrás adquirido más experiencia con los pinceles. Estoy segura de que cuando tengas ganas, lo harás… Tenemos tiempo».
El 16 de enero de 1991, a las siete y catorce minutos de la tarde, el corazón de Estados Unidos se puso a latir al ritmo de las bombas que caían sobre Bagdad. Al término de un ultimátum que había expirado la víspera a medianoche, Estados Unidos, junto con las principales fuerzas occidentales, entraba en guerra con Iraq a fin de liberar Kuwait. Dos días más tarde la Eastern Airlines cerraba sus puertas, ya no transportaría pasajeros a Miami ni a ningún otro aeropuerto. Cien horas después del comienzo de las hostilidades terrestres, los ejércitos aliados detenían los combates. Ciento cuarenta y un soldados estadounidenses, dieciocho británicos, diez egipcios, ocho procedentes de los emiratos y dos franceses habían caído a consecuencia del fuego enemigo. La guerra tecnológica había acabado con la vida de cien mil militares y civiles iraquíes. A finales de abril Lisa recortó un artículo del New York Times , que se aprendió casi de memoria y pegó en un gran álbum. En él se leía que un ciclón había asolado las costas de Bangladesh, matando a veinticinco mil personas. A finales de la primavera Lisa volvió a casa en un coche de la policía municipal, después de ser interpelada cuando estaba a punto de pintar una bandera sobre el tronco de un árbol, detrás de la estación. Philip evitó que se remitiera un informe al juez al demostrar a los policías, con la ayuda de una enciclopedia, que se trataba de la bandera de Honduras y no de la iraquí.
Lisa fue castigada a permanecer el fin de semana encerrada en su habitación y Mary le confiscó el estuche de dibujo durante un mes.
El año 1991 se enorgullecía de las esperanzas democráticas que veía nacer: el 17 de junio, en África del Sur las leyes del apartheid eran abolidas; el 15, la elección de Boris Yeltsin a la presidencia de la Federación Rusa anunciaba el fin de la URSS. En el mes de noviembre, los primeros combates, iniciados por los setecientos carros blindados yugoslavos que rodeaban Vukovar, Osijek y Vinkovci, anunciaron el inicio de otra guerra que pronto asolaría el corazón de la vieja Europa.
El año 1992 nació en medio de un invierno glacial. Dentro de unas cuantas semanas Lisa cumpliría trece años. Desde lo alto de las colinas de Montclair se veía la ciudad de Nueva York cubierta con un manto gris y blanco. Philip había apagado la luz de su despacho y se dirigía a su dormitorio, junto a su mujer, que dormía. Se acostó cerca de ella y pasó tímidamente la mano por su espalda antes de darse la vuelta.
– Echo de menos tu mirada -dijo ella en la oscuridad-. Me doy cuenta de cómo tus ojos se iluminan cuando miras a Lisa. ¡Si yo recibiera de ti aunque sólo fuese la cuarta parte de esa mirada! Desde el fallecimiento de Susan tus ojos ya no me miran. En tu interior hay algo que ha muerto y que soy incapaz de resucitar.
– No. Te equivocas. Hago lo que puedo, no siempre es fácil y no soy perfecto.
– No puedo ayudarte, Philip, porque la puerta está cerrada. ¿El pasado cuenta para ti mucho más que el presente y el futuro? Es tan fácil renunciar por nostalgia… ¡Qué formidable dolor pasivo, qué admirable muerte lenta! Pero al fin y al cabo también es una muerte. Al comienzo de nuestra relación me contabas tus sueños, tus anhelos. Creí que me reclamabas, acudí a tu lado y, sin embargo, permaneciste prisionero de tu mundo imaginario. Y yo tuve la impresión de ser expulsada de mi propia vida. Yo no te he quitado a nadie, Philip. Estabas solo cuando te encontré. ¿Te acuerdas?
– ¿Por qué dices eso?
– Porque me abandonas y yo no soy la culpable.
– ¿Por qué te niegas a acercarte a Lisa?
– Ella tampoco desea que me acerque. El acercamiento tiene que ser cosa de dos. Para ti es fácil, porque el lugar del padre estaba libre.
– Pero en su corazón hay todo el espacio del mundo.
– ¿Eres tú quien lo dice? Tú, que a pesar del amor que te profeso, no eres capaz de hacerme un lugar en el tuyo.
– ¿Te doy pena hasta ese punto?
– Mucho más, Philip. No hay peor soledad que la que se siente en compañía de otro. Te amo, pero he pensado en dejarte. ¡Qué increíble incoherencia, qué ultraje a la vida! Pero todavía estoy aquí porque te amo. Y tú no me ves. Sólo te ves a ti mismo, tu dolor, tus dudas, tus incertidumbres. Sin embargo, a pesar de todo te sigo amando.
– ¿Has pensado en dejarme?
– Lo pienso cada mañana al levantarme, en las primeras horas de nuestro día, al verte tomar el café en silencio, al observar cómo te vistes en soledad; cuando te lavas el perfume de mi piel y permaneces bajo el agua demasiado rato; cuando sé que en la ducha estás muy lejos de aquí. Cuando te precipitas hacia el teléfono en cuanto suena, como si se acabara de abrir una ventana que te permitirá escapar un poco más aún. Y yo me quedo ahí, con un océano de felicidad ante mis manos, en el que soñaba que nos bañaríamos juntos.
– Simplemente estoy un poco aturdido -se disculpó él.
– No has aprendido nada, Philip. Observo cómo te vas haciendo mayor cuando te pasas los dedos por las arrugas que aparecen en tu cara. Desde el primer día te amé ya viejo. Es así como supe que deseaba compartir mi vida contigo. La idea de una edad sin límites a tu lado me hacía feliz porque por primera vez en mi vida no tenía miedo a la eternidad, como tampoco a las afrentas del tiempo. Porque cuando me penetrabas sentía tus fuerzas y tus debilidades y me gustaba esa dulce combinación. Pero sola no puedo inventar nuestra vida, nadie puede. No es posible inventar la vida, sólo hay que tener valor para vivirla. Me voy por unos días. Si continúo a tu lado, acabaré por hundirme.
Philip cogió las manos de Mary entre las suyas y las apretó.
– Mi infancia murió con ella y no logro superar el duelo.
– Susan es un pretexto, tu adolescencia también. Puedes prolongar eternamente esa parte de tu vida. Todo el mundo puede hacerlo. Se sueña con un ideal que uno persigue y acecha, y luego, cuando aparece, se descubre el miedo a vivirlo. El miedo a no estar a la altura de los propios sueños; el miedo de unirlos a una realidad de la que uno es responsable. Es tan fácil renunciar a ser adulto, tan fácil olvidar las propias faltas y atribuir el error a una fatalidad que oculta nuestra pereza… Si supieses lo cansada que estoy de repente. Tuve el valor, Philip, de amarte tal como eras, de amar tu vida, que era tan complicada como decías al principio. ¿Complicada a causa de qué? ¿De tus tormentos, de tus imperfecciones? ¿Creías acaso que detentabas el monopolio?
– ¿Estás cansada de mí?
– He pasado todo este tiempo escuchándote, mientras que tú sólo te oías a ti mismo. Pero la idea de hacerte feliz me llenaba de alegría, y me reía de los problemas de la vida cotidiana. No tengo miedo de que tu cepillo de dientes esté en mi vaso, ni de los ruidos que haces por la noches, ni de tu cara ceñuda por la mañana. Mi sueño era vivir sin prestar atención a todo eso. Yo también he tenido que aprender a luchar contra mis momentos de soledad, contra mis instantes de vértigo. ¿Acaso los veías? Te di todas las razones del mundo para intentar que admitieses que tu Tierra a veces giraba al revés. Pero lo quieras o no gira en un solo sentido. Y, lo quieras o no, ella te lleva encima y tú has de girar con ella.