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La Mirada De Una Mujer

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La Mirada De Una Mujer
Название: La Mirada De Una Mujer
Автор: Levy Marc
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Mirada De Una Mujer - читать бесплатно онлайн , автор Levy Marc

Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.

El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…

Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.

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– ¡Me tienen sin cuidado las fronteras administrativas! ¿Quién estará personalmente al frente de la búsqueda de mi hija?

Miller comprendía la desolación de la mujer, pero no podía hacer nada más. La conversación había terminado, pero Mary era incapaz de levantarse de la silla. Miller dudó unos segundos, abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de visita, que entregó a la mujer.

– Mañana vaya a visitar a este colega de mi parte. Es detective en el Midtown South Squad, lo llamaré por teléfono para avisarle.

– ¿Por qué no lo llama ahora mismo?

Miller la miró directamente a los ojos y descolgó el aparato. Respondió un contestador automático. Se disponía a colgar, pero ante la insistencia de Mary dejó un mensaje que resumía los motivos de su llamada. Ella le dio las gracias sinceramente y salió de la comisaría.

Subió con el coche hasta las colinas de Montclair, desde donde se veía extenderse hacia el infinito la ciudad de Nueva York. En alguna parte, en medio de aquellos millones de luces que parpadeaban, una muchacha de catorce años se hundía en una noche incierta. Mary giró la llave de contacto y tomó la autopista que conducía a la Gran Manzana.

Enseñó a todo el personal de la terminal central de autobuses la foto de Lisa que llevaba en la cartera. Nadie recordaba haber visto a la adolescente. Se acordó de la tienda de fotocopias donde había encuadernado su tesis cuando aún residía en la metrópoli; permanecía abierta toda la noche. Una estudiante de veinte años, de cabellera rizada, trabajaba en el local desierto. Mary le explicó el objeto de su visita. Competente, la chica le ofreció un café y se colocó ante el teclado del ordenador. Para componer la palabra «Desaparecida» debajo de los datos que Mary le proporcionó. Cuando la hoja estuvo impresa, le ayudó a pegar la foto. Se hicieron cien copias. Mary salió a la calle y la estudiante colocó una de las copias en la tienda.

Luego fue de barrio en barrio, recorriendo la ciudad a poca velocidad. Cada vez que se cruzaba con una patrulla, la detenía y entregaba una hoja con la foto y los datos de su hija a los policías, pidiéndoles que estuviesen atentos. A las siete de la mañana se presentó en la comisaría número siete y entregó al policía uniformado que se ocupaba de la recepción la tarjeta de visita que le había dado el oficial Miller. El hombre cogió la tarjeta y le dijo que tendría que esperar o volver un poco más tarde, puesto que el teniente no entraba de servicio hasta las ocho. Mary se sentó en un banco y aceptó de buena gana un vaso de cartón con café, que el hombre le ofreció media hora después.

El oficial de la policía criminal estacionó su vehículo en el aparcamiento y se dirigió ahcia la entrada que se hallaba en la parte trasera del edificio. Rondaba la cincuentenea y su espesa cabellera comenzaba a blanquear. Subió a su despacho, colgó la chaqueta en el respaldo de su silla y colocó su arma dentro de un cajón. La lucecita del contestador automático parpadeaba. El primer mensaje procedía de su casero, que el reclamaba el pago del alquiler y amenazaba con informar a su jefe. El segundo era de su madre, que se quejaba como cada día de su compañera de habitación en el hospital. El tercero y el único que iluminó su mirada huraña era el de una colega que se había ido a vivir a San Francisco poco tiempo después de romper su relación con él. ¿O habían roto porque él no había querido seguirla? El cuarto y último mensaje pertenecía a uno de sus conocidos, el oficial Miller de la policiía de Montclair. Cuando la cinta se rebobinó, bajó a buscar un café en la máquina de la planta baja; desde hacía varios meses no podía llevarle uno también a Nathalia. Mary estaba adormilada y él le tocó el hombro.

– Soy el detective George Pilguez. Me han anunciado su visita. No ha perdido usted el tiempol Sígame. -Mary cogió el bolso y el vaso de café-. Puede dejarlo, le traeré uno caliente.

Pilguez observó deteneidamente a la mujer que acababa de sentarse delante de él y reparó en sus rasgos cansados. Ella no intentó ser amable, detalle que a él le gustó de inmediato. Dejó que contase su historia e hizo girar su silla. De encima de un armario cogió una treintena de carpetas de cartón y las dejó caer descuidadamente sobre la mesa.

– Son menores que han huido de sus casas. Únicamente durante la semana pasada. Explíqueme, ¿por qué razón debería interesarme más por esa chica que por las demás?

– ¡Porque esa chica es mi hija! -exclamó ella con voz decidida.

Él echó su silla ahcia atrás y acabó por dibujar en su rostro lo que podía parecer el esbozo de una sonrisa.

– Estoy de buen humor. Voy a pasar el aviso de búsqueda a todas las parullas y haré algunas llamadas a las otras comisarías de la ciudad. Vuelva a casa. La mantendré al corriente si hay alguna novedad.

– Me quedaré en la ciudad. Yo también la buscaré.

– Con el aspecto de cansada que tiene, debería retirarle el permsio de conducir. Voy a llevarle a tomar un buen café y no discuta. Me sentiría culpable de no prestar asistencia a una eprsona que se encuentra en peligro. ¡Sígame!

Salieron de la comisaría y se dirigieron al café de la esquina. Ella le contó la historia de una muchacha que había salido de Honduras para entrar en su vida un domingo lluvioso. Cuando acabó su relato habían compartido unos huevos fritos.

– Y su marido, ¿qué dice?

– Creo que los acontecimientos lo ahn desbordado. Se siente culpable a causa de la discusión que tuvieron en el coche.

– Sí. Si uno ya no puede gritar a sus propios críos, ¿para qué tenerlos?

Ella le miró desconcertada.

– Lo siento, intentaba que se relajase.

– Y a usted, ¿qué es lo que le ha puesto de buen humor?

– Es verdad. Antes, en mi despacho, le dije que estaba de buen humor. Se fija usted en los detalles.

– ¡Periodista de profesión!

– ¿Trabaja en la actualidad?

– No. Tengo dos críos. Como dice usted, en la vida hay que elegir. No ha respondido a mi pregunta.

– Estoy a punto de comprender que ya no aguanto más en esta ciudad.

– ¿Y eso le pone de buen humor?

– No, pero me consuela. Me decía a mí mismo que hay una persona a la que echo en falta más de lo que me imaginaba.

– ¡No veo cómo eso le puede alegrar!

– Yo sí. Quizá tome una decisión antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Qué decisión?

– ¡Pedir el traslado!

– ¿A la ciudad donde se encuentra su amiga?

– ¡Creí que ya no ejercía usted su profesión!

– Encuentre a Lisa. No imaginaba que la echaría de menos hasta este punto.

– Vuelva a verme esta tarde, si todavía se aguanta en pie. Y conduzca con prudencia.

Mary se levantó e hizo ademán de pagar la cuenta, pero él tomó la nota con un gesto conciso al tiempo que con la otra hacía un signo de negación. Ella le dio las gracias y salió de la cafetería. Durante el resto del día recorrió las avenidas de la ciudad. Al pasar por debajo del edificio del New York Times se le encogió el corazón. De forma instintiva se dirigió al Soho, y se detuvo al pie de las ventanas de su antiguo apartamento. El barrio cambiaba sin cesar. En el escaparate de una tienda contempló su propio reflejo e hizo una mueca de disgusto: «Ahora ya sé por qué todo me parece tan lejano», masculló. Una llamada a Philip le confirmó que no había novedades en Montclair. Haciendo acopio de valor a través de una larga inspiración se tomó otro café en Fanelli's y se dirigió hacia el barrio hispano de la ciudad.

La tarde tocaba a su fin. Hacía veinticuatro horas que Lisa había desaparecido y Mary sentía cómo la angustia crecía en su pecho. A la tensión se añadía el cansancio. Se quedó inmóvil en medio de un paso de peatones al cruzarse con una madre y su hija, que debía de tener más o menos la misma edad de Lisa; la mujer la miró con un gesto adusto y siguió su camino. Le recorrió una ola de tristeza. Al anochecer se dirigió a la comisaría y en el camino telefoneó al teniente Pilguez.

Quedaron citados en la misma cafetería. Ella fue la primera en llegar. Sus ojos tuvieron que acomodarse a la penumbra del lugar. Tomó todas las monedas que le quedaban en el bolso y compró un paquete de Winston en un distribuidor que había junto a los lavabos.

Se sentó al mostrador, aceptó el fuego que le ofreció el camarero e inspiró profundamente el humo. La cabeza le dio vueltas y tosió, y estuvo a punto de caer del taburete. El camarero, inquieto, le preguntó si se sentía bien. Las risas entrecortadas y nerviosas que salieron de su garganta irritada dejaron perplejo al hombre.

El teniente Pilguez empujó la puerta. Se dirigieron a una mesa apartada. Él pidió una cerveza; ella dudó y al fin decidió tomar lo mismo.

– He pasado toda la mañana estudiando el expediente de su hija. No debe de haber patrulla de Nueva York que no esté al corriente del asunto. He ido al barrio puertorriqueño y he hablado con todos mis confidentes. No hay el menor rastro de su hija. Por un lado eso es más bien una buena noticia, porque significa que no ha caído en manos de delincuentes; en caso contrario, me habrían informado al instante. Lisa disfruta de mi protección, lo cual en ciertos ambientes es casi mejor que si fuese acompañada de un guardaespaldas.

– No sé cómo darle las gracias -murmuró Mary.

– ¡Entonces no lo haga! Escuche lo que voy a decirle. Ahora tiene que volver a su casa. Acabará destrozada y eso no será de mucha utilidad cuando encontremos a su hija. Mientras espera nos puede ayudar.

Pilguez le recordó que los pasos de una adolescente toman caminos diferentes de los que seguiría un adulto. Lisa quizás había desaparecido obedeciendo un impulso, pero no por azar. Debía de seguir una ruta que guardaba una cierta lógica: la suya propia. La tela de su huida estaba tejida con el hilo de la memoria. Había que buscar en sus recuerdos para descubrir los que tenían un significado especial. ¿Acaso en el curso de un paseo por el parque habría visto un árbol que le recordara a su tierra natal? De ser así, probablemente estaría allí, esperando bajo sus ramas.

– Tal vez ese viaje a las Rocosas -apuntó Mary.

¿La madre de Lisa había hecho suyo un determinado lugar durante su infancia? Mary pensó en la colinas de Montclair, desde donde se veía la ciudad, pero ya había estado allí.

– ¡En ese caso, vuelva de nuevo! -dijo Pilguez.

¿Se acordaba de haber visto una bandera hondureña, por pequeña que fuese? Estaría allí, contemplándola. Estaba la que había pintado en el tronco de un árbol. ¿Había algún lugar que para ella fuese una especie de puente entre esta parte del mundo y la otra? Mary se acordó del tobogán rojo desconchado del que Philip le hablara. ¡Aunque hacía tanto tiempo de eso! Había sido en los primeros días de su llegada.

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