La Mirada De Una Mujer
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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.
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– Yo que usted me iría corriendo a visitar todos esos lugares. Probablemente se encuentre en uno de ellos. -Pilguez se desdijo-: En su estado, no vaya muy deprisa. Llámeme por teléfono y luego quédese en casa a descansar un poco.
Mary se levantó y le dio las gracias. Antes de abandonar la mesa colocó su mano sobre el hombro del poli huraño.
– ¿Cree usted en la pista del tobogán?
– ¡Nunca hay que descartar un golpe de suerte! ¡Vayase ya!
Mary descartó la hipótesis angustiosa del tren: ese medio de transporte era demasiado caro para el conejo de Lisa. Volvió a la terminal de autobuses y pidió ser recibida por algún responsable. Una empleada la reconoció y la hizo esperar en un banco. La espera le pareció interminable. Al fin un hombre muy corpulento la hizo entrar en su oficina; la estancia era de color verde claro y el personaje de respiración jadeante parecía amable y dispuesto a ayudarla.
Le mostró la foto de Lisa y quiso saber si era posible viajar hasta Centroamérica en autobús. «Nuestras líneas llegan sólo a México», respondió el hombre, secándose el sudor de la frente con el revés de la mano. Tres autobuses habían salido desde la desaparición de la chica. Incorporándose con dificultad, miró su reloj y señaló con el dedo las posiciones de los autocares sobre el gran mapa que colgaba de la pared. Luego cogió un enorme anuario de la compañía que estaba en una estantería. Llamaría por teléfono a las paradas en las que los pasajeros descendían para descansar. Ella le pidió que avisase a los conductores para que se pusiesen en contacto urgentemente con la terminal de Nueva York. Aunque era evidente que para él representaba un esfuerzo, el hombre la acompañó hasta la salida del edificio. Cuando ella le dio las gracias, visiblemente emocionada, antes de desaparecer por la acera de la terminal él le dijo que debido a su edad no creía que la muchacha hubiese subido al autobús sin llamar la atención de los conductores. Añadió que, en cualquier caso, jamás lograría pasar la frontera.
Para luchar contra el sueño Mary circulaba con la ventanilla abierta. No era cuestión de caer dormida ahora. Eran las ocho y media de la noche y el aparcamiento del MacDonald's todavía estaba lleno, pero el viejo tobogán rojo descansaba solitario. Había recorrido todos los pasillos gritando el nombre de Lisa, sin obtener respuesta alguna. Ninguno de los empleados del fastfood a los que mostró la foto había visto a la muchacha. Tomó la ruta que conducía hacia la parte alta de la ciudad, se desvió por un camino de tierra y detuvo el todoterreno blanco junto a la barrera que le impedía proseguir. Continuó a pie por el sendero y subió hasta la cima de la colina. Bajo la luz pálida del final del día siguió gritando el nombre de Lisa, pero el eco no le respondía. De buena gana se habría echado a dormir sobre el mismísimo suelo. Entrada ya la noche se sintió al límite de sus fuerzas y, resignada, decidió regresar a casa.
Thomas estaba sentado en el suelo del salón. Ella le dijo unas palabras cariñosas y subió rápidamente a su habitación. Ya en la escalera, Mary se dio cuenta de que la planta baja estaba silenciosa. Echó una mirada y constató que la pantalla del televisor estaba negra; Thomas contemplaba un televisor apagado. Bajó los escalones, se arrodilló juntó a él y le abrazó.
– No nos ocupamos mucho de ti en estos momentos. ¡Cariño mío!
– ¿Crees que volverá? -preguntó el niño.
– No es que lo crea. ¡Estoy segura de que lo hará!
– ¿Se ha ido por la discusión que tuvo con papá?
– No. Es más bien por mí. Creo que no le he puesto las cosas demasiado fáciles.
– ¿La quieres?
– Claro que sí. Pero ¿cómo puedes hacerme esta pregunta?
– Porque nunca lo dices.
Mary acusó el golpe.
– No te quedes así, ve a preparar dos sandwiches. Subo a cambiarme y bajo a cenar contigo. ¿Sabes dónde está tu padre?
– Se ha ido a la comisaría. Volverá dentro de una hora.
– ¡Entonces haz tres… no, cuatro!
Subió de nuevo por la escalera, apoyándose en la barandilla, y continuó hasta el despacho de Philip.
La habitación estaba sumida en la penumbra. Rozó la lámpara que se encontraba sobre la mesa de trabajo; bastaba tocarla con la punta del dedo para que se encendiera.
Se dirigió a una de las estanterías y tomó el pequeño marco, que miró atentamente. En la foto aparecía Susan con una sonrisa que pertenecía al pasado. Mary empezó a hablar en tono apagado:
– Te necesito. Estoy aquí como una tonta en medio de esta habitación. Jamás en mi vida me había sentido tan sola. He venido a pedirte ayuda. Desde allí, donde tú estás, seguramente puedes verla. Yo sola no puedo hacerlo todo. Comprendo lo que debes de pensar, pero no deberías habérmela enviado si no querías que le tomara cariño. Te pido sólo que me concedas el derecho a seguir amándola. Ayúdame sin miedo, puesto que tú siempre serás su madre, te lo prometo. Envíame una señal, aunque sólo sea una señal mínima, un pequeño empujoncito. Eso puedes hacerlo, ¿no?
Las lágrimas que había estado reteniendo comenzaron a correr por sus mejillas. Sentada en el sillón de su marido, con la foto de Susan pegada contra su pecho, apoyó la frente sobre la mesa. Cuando levantó la cabeza vio la pequeña caja de madera que se hallaba en medio de la mesa; la llave estaba al lado. Se incorporó de un salto y bajó la escalera.
Al llegar junto a la puerta de entrada le dijo a Thomas:
– No salgas de casa. Cómete el sandwich mientras ves la tele y cuando regrese papá, dile que telefonearé un poco más tarde. Y, sobre todo, no abras a nadie. ¿Has comprendido?
– ¿Puedo saber qué está pasando?
– Luego, cariño. Ahora no tengo tiempo. Simplemente, haz lo que te digo. Te prometo que luego te lo explicaré todo.
Se precipitó en el coche y metió febrilmente la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Iba muy deprisa, rebasaba a todo el que encontraba delante, unas veces por la derecha y otras por la izquierda, provocando a su paso un concierto de bocinazos al que hacía caso omiso. Sentía en el pecho cómo el corazón se le iba acelerando. Casi se despista, pero logró coger la salida 47. Diez minutos más tarde abandonaba el coche junto a la acera. No respondió al policía que la interpeló, y se precipitó en el interior del edificio en una loca carrera. Subió apresuradamente por unas escaleras de caracol y al llegar al final del pasillo, se detuvo delante de una puerta. A través del ojo de buey contempló la sala. Esperó justo el tiempo para recuperar el aliento y después, lentamente, empujó el batiente de la puerta.
Al fondo de la cafetería de la terminal número 1 del aeropuerto de Newark, sola, sentada a una mesa, una muchacha de catorce años miraba por el ventanal que daba a las pistas.
Mary caminó lentamente por el pasillo y se sentó delante de ella. Lisa sintió su presencia, pero mantuvo los ojos fijos en los aviones. Sin decir una sola palabra, Mary colocó su mano sobre la de la muchacha, respetando su silencio. Luego, sin darse la vuelta, Lisa dijo:
– ¿Entonces mamá cogió el avión aquí?
– Sí -susurró Mary-, aquí. Mírame, aunque sea sólo un instante, tengo algo importante que decirte.
Lisa volvió lentamente la cabeza y hundió sus ojos en los de Mary.
– Cuando te vi por primera vez, vestida con aquellas ropas mojadas y demasiado estrechas para ti, con tu bolsa de viaje y tu globo, no podía imaginar que una niña tan pequeña llegaría a ocupar un espacio tan grande en mi corazón. Jamás en mi vida pensé que podría tener tanto miedo, hasta el día de hoy. Quisiera que nos hiciésemos una promesa mutua, que tuviésemos un secreto sólo para nosotras dos. No te vuelvas a escapar, y el día de tu graduación, cuando tengas diecinueve años, si ese «allí» sigue siendo tu hogar, si todavía quieres irte, seré yo la que te traiga al aeropuerto. Te lo juro. ¿Has estado aquí todo el tiempo y nadie se ha fijado en ti?
Los rasgos de Lisa se distendieron y una sonrisa tímida se dibujó en la comisura de sus labios.
– No. ¿Volvemos ya? -dijo con una voz apagada.
Se levantaron, Mary dejó algunos dólares sobre la mesa y abandonaron la cafetería. Al llegar a la acera, Mary lanzó por encima del hombro la multa que acababa de encontrar sobre el parabrisas. Lisa le hizo una pregunta:
– ¿Quién eres para mí?
– Soy tu paradoja -respondió Mary tras unos instantes de duda.
– ¿Qué es una paradoja?
– Esta noche, cuando estés acostada, te lo explicaré. Bien, tengo miedo de mis ojos y además en el coche tú no puedes hacer tortitas.
Una vez en el coche, llamó por teléfono a su casa. Philip descolgó al instante.
– Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero.
A continuación llamó al inspector de policía, que en pocos días rellenaría una solicitud de traslado a la policía criminal de San Francisco; le habían dicho que aquella ciudad era en verdad hermosa y, además, conocía a una cierta Nathalia que trabajaba allí.
Cuando llegaron a casa, Thomas se precipitó hacia Lisa. Ella le abrazó. Los dos adultos le trajeron una bandeja con fruta. No tenía hambre, estaba cansada y quería dormir.
En la habitación, Mary se sentó al borde de la cama y le acarició largo rato los cabellos. Le dio un beso en la frente y, cuando se disponía a salir del cuarto, oyó que ella le preguntaba por segunda vez en aquel día:
– ¿Qué es una paradoja?
Con la mano sobre el pomo de la puerta, Mary esbozó una sonrisa cargada de emoción.
– La paradoja es que yo jamás seré tu madre, pero que tú siempre serás mi hija. Ahora duérmete, todo va bien.
9
Aquel verano no hubo campamento de vacaciones. Philip, Mary, Lisa y Thomas alquilaron la misma casa en Hampton. El verano sirvió para unirlos y en su vida en común florecieron los viajes en barco, las barbacoas, las risas y la alegría de vivir.
De vuelta a la escuela, Lisa abordó sus estudios con una nueva actitud, que halló una traducción explícita en el boletín de notas del primer semestre. Thomas se distanciaba un poco de su hermana; la adolescencia los separaba de forma provisional.
Por Navidad Mary explicó a Lisa que lo que le acababa de suceder era normal. Esa sangre no era en absoluto la señal de una lucha de su cuerpo contra un miedo cualquiera; simplemente significaba que estaba a punto de convertirse en mujer. Y serlo no iba a ser nada sencillo.
En enero Mary organizó una gran fiesta para celebrar los dieciséis años de Lisa. Esta vez toda la clase respondió a su invitación. Durante la siguiente primavera Mary sospechó que en la vida de Lisa había un amorío y le impartió una extensa lección sobre las particularidades de la feminidad. Lisa dio poca importancia a los detalles físicos, pero prestó una especial atención a todo lo relacionado con los distintos sentimientos. El arte de la seducción la fascinaba hasta el punto de que dio lugar a múltiples conversaciones entre ellas. Por vez primera era Lisa quien las iniciaba. Ávida de explicaciones, buscaba la compañía de Mary que, encantada con este pretexto, destilaba sus respuestas con parsimonia.