La Mirada De Una Mujer
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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.
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La llegada del verano anunciaba el final del curso escolar. Un hermoso mes de junio se acababa y el día siguiente sería festivo: el picnic de la escuela. Desde hacía tres días Philip, Mary y Thomas se preparaban para la ocasión.
8
Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa no quiso comer nada y Mary tuvo que recoger la cocina con prisas. Las tartas envueltas en papel de celofán se encontraban colocadas en el maletero y Philip daba pequeños toques de claxon para que subieran al coche. El motor ya ronroneaba cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor; su malestar era tan perceptible que Mary tuvo que preguntarle qué le pasaba. Él contuvo a duras penas su irritación y se dirigió a Lisa:
– Hace dos días que todos estamos en pie de guerra para preparar tu ceremonia de fin de curso, y tú eres la única a la que no parece importarle nada.
Perdida en su contemplación de las nubes a través de la ventanilla, Lisa no se dignó responder.
– Tienes razones para estar callada -añadió Philip-. Con las notas que has sacado, no hay para echar las campanas al vuelo. Espero que el próximo curso trabajes un poco más, pues de lo contrarío se te cerrarán muchas puertas.
– ¡Para el trabajo que pienso hacer mis notas están bien de sobra!
– Vaya, por fin una buena noticia: expresas un deseo. Así que no hay que desesperarse. ¿La oís? ¡Finalmente tiene un objetivo!
– ¿Qué os pasa a los dos? -intervino Mary-. ¿Os podéis calmar?
– Gracias por tu apoyo. Así pues, ¿cuál es ese trabajo fabuloso que te espera con los brazos abiertos y para el que bastan unas notas mediocres? Me gustaría saberlo.
Con un murmullo respondió que cuando fuese mayor ingresaría en el Peace Corps y marcharía a Honduras, donde pensaba realizar el mismo trabajo que su madre. Mary, en cuyo estómago se hizo al instante un nudo, volvió la cara hacia la ventanilla para que no se le notase la emoción. El coche se detuvo en el arcén con un rechinar de ruedas. Thomas quedó hundido en su asiento, con la mano crispada sobre su cinturón. Philip se volvió, ebrio de cólera:
– ¿Has tenido esa idea tú solita? Lo que acabas de manifestar es una extraordinaria prueba de amor hacia nosotros. ¿Crees que ésa es la verdadera generosidad? ¿Crees que huir de la propia vida es una forma de valor? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Es ése el modelo de vida que quieres seguir? ¿Dónde están las pruebas de felicidad que tu madre dejó tras de sí? ¡Jamás volverás a aquel país! ¿Quieres que te explique lo que sucede cuando uno renuncia a su propia vida…?
Mary apretó la mano de su marido.
– ¡Cállate! ¡No tienes derecho alguno a decirle esas cosas! ¡No estás hablando con Susan! ¿No te das cuentas?
Philip salió del coche dando un portazo.
Mary se volvió hacia Lisa y le acarició la cara. Intentó consolarla con una voz suave y franca. La muchacha tenía los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas de miedo.
– Estoy orgullosa de ti. Eso que quieres hacer te exigirá mucho valor. Ya te pareces a tu madre y tienes todas las razones del mundo para quererla, porque era una mujer extraordinaria. -Después de un breve silencio añadió-: Tienes mucha suerte. Cuando yo tenía tu edad me hubiera gustado admirar a mis padres hasta el punto de querer parecerme a ellos.
Mary tocó el claxon con insistencia hasta que Philip se puso detrás del volante. Le pidió que arrancasen. El tono que adoptó no dejaba opción a que se le llevase la contraria. De nuevo miró por la ventanilla; sus ojos expresaban tristeza.
Luego, cuando estuvieron en la escuela, Philip no participó en ninguna actividad. Se negó a sentarse en el momento de la entrega de premios y no abrió la boca durante toda la comida. Tampoco dijo nada durante el resto de la tarde. No miró a Lisa e incluso se negó a cogerle la mano cuando ella se la tendió como signo de paz al concluir el almuerzo. Mary trató de hacer reír a Philip levantando las cejas, sin éxito. Encontraba que su actitud era pueril, y se lo dijo a Thomas; pasó el resto de su tiempo ocupándose de Lisa, cuyo día sabía que se había estropeado. El ambiente, en el camino de regreso, contrastaba fuertemente con el de la fiesta que acababa de terminar.
Al entrar en la casa, Philip subió enseguida a encerrarse en su despacho. Mary cenó en compañía de los niños en una atmósfera sofocante. Después de arroparlos, se fue a la cama sola; exhaló un profundo suspiro y se tapó los hombros con la sábana.
Por la mañana, cuando abrió los ojos, la cama estaba vacía. Sobre la mesa de la cocina encontró una nota: él se había ido a la oficina y regresaría tarde, por lo que no hacía falta que le esperase.
Ella preparó el desayuno y se dispuso a hacer frente a un extraño fin de semana. A media tarde salió para hacer algunas compras y dejó a los niños viendo la televisión.
En el supermercado sintió cómo la embargaba una sensación de soledad. Se negó a dejarse dominar por la emoción e hizo un rápido inventario de su vida: aquellos a los que amaba disfrutaban de buena salud, tenía un techo encima de su cabeza y un marido que casi nunca perdía los estribos. No había motivo alguno para caer en una de esas malditas depresiones de domingo.
Se dio cuenta de que estaba hablando sola cuando una señora mayor al pasar a su lado le preguntó si estaba buscando algo. Mary le sonrió: «Algo para hacer creps». Luego empujó el carrito y se dirigió al estante del azúcar y la harina. Regresó a casa sobre las seis de la tarde, llena de paquetes, porque a veces se adueñaba de ella una compulsión compradora, que le servía para aliviar los arañazos del corazón. Depositó los paquetes sobre la mesa de la cocina y se volvió hacia Thomas, que jugaba en el salón.
– ¿Habéis sido buenos?
El niño asintió con un movimiento de cabeza. Mary comenzó a sacar la compra de las bolsas.
– ¿Lisa está en su habitación? -preguntó.
Absorto en el juego, Thomas no respondió.
– Te he hecho una pregunta, ¿no me has oído?
– No. Está contigo, ¿no?
– ¿Qué quieres decir con que está conmigo?
– Salió hace dos horas y me dijo: «¡Me voy con mamá!».
Al instante Mary dejó caer la fruta de las manos y cogió a su hijo por los hombros.
– ¿Qué es lo que dijo?
– ¡Me estás haciendo daño, mamá! Salió y me dijo que se iba contigo.
La voz de Mary traicionaba su inquietud. Soltó lentamente a su hijo.
– ¿Llevaba una mochila?
– La verdad es que no me fijé. ¿Qué pasa mamá?
– Sigue jugando. Ahora vuelvo.
Subió corriendo por la escalera, entró en la habitación de Lisa y buscó la hucha-conejo que habitualmente se hallaba sobre la estantería blanca de madera. Estaba sobre la mesa de trabajo, vacía. Mordiéndose el labio inferior, Mary se precipitó a su habitación, se tiró sobre la cama, cogió el teléfono y marcó el número de Philip, pero éste no respondió. Recordó entonces que era domingo y marcó nerviosamente el número de su línea directa. Él descolgó cuando el aparato sonó por cuarta vez.
– Tienes que volver de inmediato a casa. Lisa se ha ido. Voy a telefonear a la comisaría.
Philip aparcó detrás de un coche de la policía de Mont- clair. Subió el sendero corriendo y encontró a Mary sentada en el sofá de la sala, cerca del oficial Miller, el cual tomaba notas.
El policía le preguntó si era el padre de la niña. Philip lanzó una mirada a Mary y asintió con la cabeza. El detective le invitó a unirse a la conversación.
Durante diez largos minutos los interrogó sobre lo que en su opinión podía estar en el origen de la huida. ¿Tenía la muchacha un amiguito? ¿Había roto recientemente con él? ¿En su comportamiento habían observado indicios de esta acción?
Exasperado, Philip se levantó. No encontrarían a su hija si seguían jugando a las preguntas y las respuestas. Ella no se había escondido en la sala de estar, y ya habían perdido demasiado tiempo. Exigió que al menos alguien fuese en su búsqueda y salió dando un portazo. El policía quedó desconcertado. Mary entonces le relató la especial situación de Lisa y le confesó que la víspera habían tenido una discusión, la primera desde que la niña apareciera en la vida de ambos. No mencionó las palabras que le había dicho a Lisa en el coche; ahora temía que hubiesen provocado la súbita marcha de la adolescente.
El inspector guardó su libreta y se despidió, invitando a Mary a que pasara por su despacho. Intentó tranquilizarla: en el peor de los casos la muchacha dormiría al aire libre y regresaría a primera hora de la mañana. Por lo general las fugas acababan así.
La noche se anunciaba larga. Philip regresó con las manos vacías y la voz trémula. Encontró a su mujer sentada a la mesa de la cocina. Cogió las manos de Mary entre las suyas al tiempo que murmuraba su desconcierto, apoyó la cabeza sobre su hombro, la abrazó y subió a refugiarse en el despacho. Mary le siguió con la mirada. Luego ella también subió y entró sin llamar.
– Me doy cuenta de que no llegas a dominar esta situación, y te comprendo. Pero será necesario que uno de los dos lo haga. Te vas a quedar aquí. Prepararás la cena de Thomas y contestarás al teléfono, y si hay alguna novedad, me llamas de inmediato al coche. Voy a ver cómo lo llevan.
Ella no le dio tiempo para que replicase. Él vio a través del tragaluz de su despacho cómo bajaba por el sendero y desaparecía con el coche al doblar la esquina.
La cara de Miller no anunciaba nada bueno. Sentada delante de él, la mujer sintió unas fuertes ganas de fumar cuando el oficial encendió un cigarrillo. Varias patrullas habían inspeccionado los diferentes lugares de la ciudad donde la gente joven acostumbraba reunirse. Se había interrogado a varios amigos de Lisa, y ahora la policía creía que la muchacha había cogido el tren o el autobús y se había marchado a Manhattan. El inspector Miller ya había enviado un fax a la unidad responsable de los accesos a la ciudad de Nueva York, que comunicaría el aviso de fuga a todas las comisarías de la ciudad.
– ¿Y luego? -preguntó ella.
– Señora, cada uno de los inspectores debe de tener una media de cuarenta expedientes similares en su despacho. La mayor parte de los adolescentes regresa a casa al cabo de tres o cuatro días. Deberá usted tener paciencia. Vamos a continuar nuestras rondas por Montclair, pero Nueva York está fuera de nuestra jurisdicción y no podemos actuar allí.