La Mirada De Una Mujer
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Philip y Susan son amigos desde la infancia, y aunque su relaci?n es muy estrecha ella se ha mantenido siempre un poco distante. La muerte de los padres de Susan en un accidente de coche es al causa principal que la lleva a tomar una dr?stica decisi?n: partir hacia Honduras para prestar ayuda humanitaria. Antes de emprender viaje, se re?ne con Philip para despedirse y acuerdan encontrarse en ese mismo sitio a su regreso, dos a?os despu?s.
El tiempo pasa lenta e inexorablemente. Ambos avanzan en direcciones distintas, pero su relaci?n se mantiene viva gracias a las cartas que con frecuencia se escriben. Hasta que llega el d?a del reencuentro. En la misma mesa junto a la ventana que compartieron dos a?os atr?s, Susan le comunica a Philip que ha venido para verlo… pero que regresa a Honduras. Volver? el a?o siguiente, pero tampoco ser? para quedarse. Y as?, a?o tras a?o…
Hasta que una noche, una llamada a la puerta de Philip cambiar? para siempre el curso de los acontecimientos.
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– Me gustaría que jugases, pero llueve.
– ¿Y qué? -preguntó ella.
– Quedarás empapada.
– En mi país llueve todo el tiempo y la lluvia es mucho más fuerte. Y si no fuésemos a hacer lo que nos gusta porque nos mojamos, nos moriríamos. No es así como la lluvia te mata, no has entendido nada. ¡Tú no la conoces! ¡Yo sí!
La cajera les pidió que se apartasen si no iban a pedir nada, puesto que los demás clientes se impacientaban. Lisa de nuevo había vuelto la cabeza y contemplaba el tobogán de la misma manera que un prisionero observa la línea de un horizonte imaginario más allá de los barrotes de su celda.
– Si me tirase por el tobogán quizá llegaría a mi país. Es como en los sueños. Estoy segura de que si deseo algo con fuerza puede llegar a pasar.
Philip pidió disculpas a la camarera y cogió la mano de Lisa. Salieron del local. Ahora la lluvia era más intensa y en el aparcamiento se formaban grandes charcos. Él caminó de forma intencionada sobre cada uno de ellos, dejando que los zapatos se hundiesen en el agua.
Al pie de la escalera, cogió a Lisa en sus brazos y la puso en el tercer escalón del tobogán.
– Supongo que sería ridículo que te dijese que tengas cuidado. Allí nunca te caías.
– ¡Sí!
Ella subió por los barrotes de uno en uno, sin prestar atención a las ráfagas de viento. Él la adivinó feliz, ignorante del instante futuro, como un animal que ha sido devuelto a su medio natural.
Al pie del gran tobogán rojo, de colores difuminados por la oscuridad del cielo, un hombre empapado mantenía los brazos abiertos para acoger a una niña que se lanzaba con los ojos fuertemente cerrados porque creía que así su sueño se haría realidad. Cada vez que se lanzaba, él la recogía, abrazándola, y la volvía a colocar en el tercer barrote de la escalera.
Ella hizo tres intentos. Luego se encogió de hombros y le dio la mano.
– ¡No funciona! Nos podemos ir.
– ¿Quieres comer algo?
Ella negó con la cabeza y lo llevó al coche. Al subir en el asiento trasero, le dijo al oído.
– ¡De todas maneras me ha gustado! La tormenta aún no había pasado.
Cuando llegaron a casa, Mary se hallaba sentada en el salón. Se levantó de un salto y se puso en medio de la escalera.
– No vais a ir a ninguna parte así, empapados como estáis. Hace sólo una semana que se limpiaron las moquetas. Quitaos los zapatos y la ropa, ahora bajo con unas toallas.
Philip se quitó la camisa y ayudó a Lisa a hacer lo mismo. Ella encontraba estúpido que hubiese moquetas si no se podía caminar sobre ellas. En su país todo era más práctico: el suelo era de madera y en él se podía hacer todo lo que una quisiera, porque se pasaba la bayeta y todo quedaba limpio de nuevo. Mary frotaba los cabellos de Philip, quien, a su vez, secaba los de Lisa. Les preguntó si habían pasado por un túnel de lavado y habían dejado las ventanillas abiertas. Luego les ordenó que subiesen a cambiarse. El mal tiempo les impidió salir y la niña pasó la tarde descubriendo la casa.
Ella había subido al despacho de Philip. Tras empujar la puerta y entrar, se había deslizado detrás de la gran mesa, desde donde espiaba a Philip, que se dedicaba a repasar el contorno de un dibujo. Luego se puso a examinar la habitación y sus ojos se detuvieron en la fotografía de Susan, que contempló largo rato. Jamás había visto a su madre tan joven y jamás había constatado el parecido que iba surgiendo entre ambas con el transcurso del tiempo.
– ¿Crees que un día seré más vieja que ella?
Philip levantó la cabeza de su dibujo.
– Ella tenía veinte años en esa foto. La tomé en el parque la víspera de su marcha. Yo era su mejor amigo, sabes. Cuando yo tenía tu edad le regalé la medalla que siempre llevaba colgada del cuello. La puedes ver si te acercas un poco más. Entre nosotros no había secretos.
Arrogante, Lisa clavó su mirada en él.
– ¿Sabías que yo había nacido?
Luego salió sin decir nada. Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el vano de la puerta antes de dirigir la mirada hacia la pequeña caja que contenía las cartas de Susan. Puso la mano sobre la tapa, dudó un momento y renunció a abrirla.
Sonrió tristemente al retrato que estaba colocado en la estantería y reanudó su trabajo.
Lisa bajó al cuarto de baño y abrió el armario que contenía los productos de belleza de Mary. Cogió un frasco de perfume, apretó el pulverizador y aspiró el aroma de vetiver que se esparció en el aire. Hizo un gesto, dejó el frasco y salió del cuarto. La siguiente visita fue a la habitación de Thomas, que carecía de interés. La gran caja sólo contenía juguetes de niño. El fusil que estaba en la pared le dio escalofríos. ¿También aquí había soldados que podían venir a quemar casas y matar a sus habitantes? ¿Qué peligro existía en una ciudad donde las vallas no habían sido arrancadas y cuyas paredes no mostraban impactos de bala?
Mary acababa de preparar la cena y estaban sentados a la mesa de la cocina. Thomas, a quien habían servido el primero, trazaba surcos sobre el puré con el tenedor. Había colocado los guisantes en formación de convoy, que se dirigía a un garaje imaginario situado bajo la loncha de jamón. Uno de sus camiones verdes rodeaba metódicamente el pepinillo que sostenía la bóveda, la dificultad del ejercicio consistía en evitar el bosque de espinacas, lugar de todos los peligros. Sobre su servilleta de papel, Philip dibujaba con un carboncillo el rostro de Mary. Sobre la suya, Lisa esbozaba a un Philip dibujando.
El miércoles él se la llevó consigo a comprar al supermercado. Lisa jamás había visto algo semejante: en aquel lugar había más comida que la que nunca había en todo su pueblo.
Todas las salidas de la semana fueron pretextos para descubrir las originalidades de ese universo que su madre le describía como el «país de antes». Lisa, entusiasta, a veces celosa y amedrentada, se preguntaba cómo podría llevar un trozo de este mundo a los que se encontraban en su país, en aquellas calles llenas de polvo que ella tanto echaba de menos. Al irse a dormir evocaba imágenes que la reconfortaban: la callejuela de tierra que separaba su casa del hospicio que su madre hiciera construir o las miradas calurosas de los habitantes del pueblo, que siempre la saludaban cuando pasaba. El electricista, que jamás quería aceptar dinero de su madre, se llamaba Manuel. Recordaba la voz de la maestra que iba una vez por semana a darle clase en el almacén donde se guardaban los alimentos, la señora Casales; siempre llevaba consigo fotografías de unos animales increíbles. Se hundió en los brazos de Enrique, el transportista, al que todos conocían como el Hombre de la Carreta.
En su sueño oyó los cascos de su asno al golpear contra la tierra seca. Ella lo siguió hasta la granja. Atravesó los campos de colza, cuyos altos tallos amarillos la protegían del sol ardiente, y llegó a la iglesia; las puertas estaban entreabiertas desde que una lluvia deformara los marcos. Avanzó hacia el altar por el pasillo central mientras los habitantes del pueblo la miraban sonriendo. Al llegar a la primera fila, su madre la cogió y la abrazó. El perfume de su piel, en la que el sudor se mezclaba con el olor a jabón, penetró en su nariz. La luz bajó de intensidad, como si el día se pusiese con demasiada rapidez, y el cielo se oscureció de pronto. Nimbado por una claridad opalina, el asno entró en la iglesia majestuosamente y contempló el conjunto con aire confundido. La tormenta estalló de forma brutal y las paredes de la iglesia parecieron encogerse.
Se oyó el ruido sordo del agua que bajaba de la montaña. Los campesinos se arrodillaron, con las cabezas gachas, uniendo sus manos para suplicar aún con mayor fervor. Le costó darse la vuelta; era como si el peso del aire impidiese sus movimientos. Los dos batientes de madera reventaron hechos pedazos y el torrente penetró en la nave. El asno fue levantado del suelo, intentó desesperadamente mantener los ollares por encima de las aguas y lanzó un último relincho antes de ser tragado por el torbellino. Cuando ella abrió los ojos, Philip estaba a su lado y le cogía la mano. Acariciaba sus cabellos y le murmuraba aquellas dulces palabras con las que se intenta imponer silencio a los niños cuando sólo los gritos podrían liberarlos del miedo. Pero ¿qué adulto se acuerda de esos espantos?
Ella se sentó bruscamente en la cama y se pasó la mano para quitarse las gotas de sudor que perlaban su frente.
– ¿Por qué mamá no se ha venido conmigo? ¿Para qué sirven mis pesadillas si ella no se despierta también a mi lado?
Philip hizo ademán de abrazarla, pero la pequeña lo rechazó.
– Hace falta tiempo -dijo él-. Ya lo verás, sólo un poco de tiempo y todo irá mejor.
Él se quedó a su lado hasta que la niña se durmió. Al regresar a su habitación no encendió la luz para no despertar a Mary. Buscó la cama a tientas y se metió entre las sábanas.
– ¿Qué hacías?
– Basta, Mary.
– Pero ¿qué he dicho?
– ¡Nada, precisamente!
Aquel sábado se podía confundir con el anterior, la lluvia constante había vuelto a golpear los cristales de la casa. Philip se había encerrado en su despacho. En el salón, Thomas liquidaba extraterrestres en forma de media calabaza que descendían por la pantalla del televisor. Sentada en la cocina, Mary pasaba las páginas de una revista. Dirigió su mirada a la escalera, cuyos escalones desaparecían en la penumbra de la primera planta. A través de las puertas de corredera del salón adivinó la espalda de su hijo inclinado sobre el juego. Contempló a Lisa, que dibujaba delante de ella. Dirigiendo su cara hacia la ventana, Mary se sentía embargada por la tristeza del cielo en aquella tarde taciturna y silenciosa. Lisa levantó la cabeza y sorprendió el dolor que corría por las mejillas de la mujer. La escrutó así unos instantes y la cólera que le invadió deformó su rostro de niña. Saltó al instante de la silla en la que estaba sentada y se dirigió con paso firme hacia el frigorífico, que abrió con brusquedad para coger dos huevos, una botella de leche y cerrarlo al fin de un portazo. Tomó un bol en el que comenzó a batir la mezcla con una fuerza que sorprendió a Mary. La pequeña añadió, muy segura de sí misma, azúcar, harina y otros ingredientes, que fue cogiendo uno a uno de las estanterías.
– ¿Qué haces?
La niña miró a Mary directamente a los ojos, el labio inferior le temblaba.
– En mi país llueve, pero no son lluvias como aquí, sino verdaderas lluvias que caen sin parar durante días y días. Y la lluvia entre nosotros es tan fuerte que siempre acaba por encontrar la manera de colarse en el interior de las casas. La lluvia es inteligente, mamá me lo dijo. Tú no lo sabes, pero siempre quiere más y más.