El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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El tramo de escalones que subía a buen paso conducía a los corredores de los pisos primero y segundo, a lo largo de los cuales se alineaban las habitaciones del hotel. Como en todas las casas viejas, la escalera, angosta y oscura, era de piedra y giraba en torno a una gruesa columna, de piedra también. Al nivel del primer piso, aquella columna presentaba un entrante, especie de nicho de medio metro escaso de anchura y de una profundidad que podía alcanzar hasta un cuarto de metro. Allí podía introducirse fácilmente un hombre. A pesar de la oscuridad, el príncipe, al llegar al rellano, notó una sombra en el nicho. Se propuso pasar a su lado sin mirar a la derecha, pero, después de dar un paso, no supo contenerse y volvió la cabeza.
Su mirada captó en el acto los mismos ojos de antes. El hombre oculto adelantó un paso fuera del nicho. Por un segundo ambos permanecieron frente a frente, tan próximos que casi se tocaban. De improviso Michkin asió a Rogochin por los hombros y le empujó hacia la escalera, para examinar mejor sus facciones.
En los ojos de Rogochin se encendió una luz siniestra, mientras una rabia contenida se exteriorizaba en su rostro desfigurado por una espantosa sonrisa. Su mano derecha se alzó blandiendo un objeto que brillaba en la oscuridad. Michkin no pensó siquiera en detener la mano que le acometía. Más tarde sólo creyó recordar haber exclamado:
—Nunca hubiese podido creer esto en ti, Parfen Semenovich.
Luego le pareció ver abrirse ante él una perspectiva indefinible y una intensa luz interior alumbró su alma.
Aquello no duró acaso ni medio segundo, pero, sin embargo, Michkin conservó después la memoria, muy nítida, del comienzo del ataque, de los primeros gritos que se escaparon, espontáneos, de su boca, y que todos sus esfuerzos mentales no lograron reprimir. Y en seguida la conciencia de sí mismo se desvaneció, sucediéndola una completa tiniebla.
Era un acceso epiléptico, el primero que sufría desde hacía mucho. Sabido es lo súbitamente que se producen los ataques de esa enfermedad. En un abrir y cerrar de ojos el rostro se descompone de un modo horrible, y la alteración de la mirada resulta espantosa. Las convulsiones que agitan el cuerpo del enfermo crispan todos los músculos de su cara. De su pecho brotan gritos terribles, inimaginables, sin comparación con cosa alguna, gritos que no parecen humanos. Al oírlos parece increíble que los profiera el paciente, más bien se creería que hay en su interior otro ser que es el verdadero vociferante. Tal es, al menos, la impresión que han descrito numerosas personas testigos de crisis epilépticas. En resumen, hay mucha gente que siente un terror indecible, insoportable, casi supersticioso, ante un atacado de epilepsia.
Fue sin duda aquella impresión de espanto, unida a la otra sensación del momento, la que detuvo en seco el brazo de Rogochin, ya alzado sobre el príncipe, este se desplomó de espaldas y rodó a la largo de la escalera, golpeándose la nuca al caer contra los peldaños pétreos. Rogochin, sin comprender todavía lo que acababa de ocurrir, bajó los escalones de cuatro en cuatro y, una vez abajo, pasando al lado de la postrada figura, salió del hotel como loco, inconsciente de lo que hacía.
El cuerpo del enfermo, agitado por violentas convulsiones, había rodado hasta el pie de la escalera, que contaba desde el primer piso unos quince peldaños. Cinco minutos después, viendo al príncipe en el suelo, se formó un grupo en torno a él. Como la cabeza estaba herida y sangraba copiosamente, se dudó al principio de si se trataba de un accidente o de un crimen. Pero algunos adivinaron en breve que se hallaban ante un caso de epilepsia, y una de las personas de la casa reconoció al herido como a un viajero llegado por la mañana al hotel.
Al fin, una circunstancia afortunada hizo que se aclarara todo lo ocurrido
Kolia, que prometiera estar en «Los Dos Platillos» a las tres, en vez de hacerlo así se había dirigido a Pavlovsk, pero no aceptó la invitación de la generala Epanchina para que se quedase a comer y de vuelta a San Petersburgo se apresuró a ir a «Los Dos Platillos», donde llegó hacia las siete de la tarde. Averiguando por la nota del príncipe que éste había llegado a la ciudad, se apresuró a encaminarse a la dirección que le daba. Cuando le dijeron que Michkin había salido, Kolia bajó al salón de la fonda y esperó la vuelta de su amigo tomando té y oyendo tocar el órgano. En esto, oyendo hablar casualmente de un accidente sufrido por un viajero, se dirigió al vestíbulo movido por un presentimiento, y reconoció a Michkin. En el acto se adoptaron las medidas necesarias, empezando por la de transportar al herido a su habitación. Michkin volvió pronto de su desmayo, pero transcurrió bastante tiempo antes de que recobrase el conocimiento del todo. El médico llamado para examinar las heridas de la cabeza declaró que eran meras contusiones leves. Una hora después, Michkin comenzó a darse cuenta bastante clara de lo sucedido. Kolia le hizo subir a un coche y le condujo a casa de Lebediev. El funcionario recibió a Michkin con muchas reverencias y manifestaciones de afecto. En atención a él activó los preparativos de marcha, y, dos días más tarde, Michkin y todos los Lebediev se fueron a Pavlovsk.
VI
La casa que Lebediev ocupaba en Pavlovsk no era muy grande, pero sí linda y cómoda. La parte destinada a alquiler había sido recientemente decorada. En la terraza, bastante amplia, que se extendía ante el edificio, había varios naranjos, limoneros y jazmines plantados en grandes macetas de madera verde, que, en opinión de Lebediev, daban al lugar un aspecto fascinador. Algunas de las macetas estaban ya en la terraza cuando él adquirió la casa y, encantado del efecto que producían, se apresuró a comprar otras del mismo estilo para unirlas a las primeras. Una vez colocadas todas en su debido lugar, Lebediev salió repetidamente a la calle para apreciar la vista que ofrecían, y a cada salida resolvía para sí aumentar la suma que pensaba pedir al futuro inquilino.
Michkin, que se sentía extenuado física y moralmente, quedó muy satisfecho de la casita. La mañana del día de la marcha a Pavlovsk había recuperado ya su aspecto de salud, aunque en su interior se hallaba bastante deprimido. Cuantos rostros le rodeaban desde hacía tres días le causaban una impresión agradable. Placíale ver, no sólo a Kolia, su compañero inseparable, sino a toda la familia de Lebediev, salvo el sobrino —que había desaparecido de la casa— y al propio Lebediev. Y también le satisfizo recibir, antes de su marcha de San Petersburgo, la visita del general Ivolguin. En la tarde de la llegada a Pavlovsk varias personas se reunieron en la terraza de la casita para ver al príncipe. Gania fue el primero en acudir. Tan cambiado y enflaquecido estaba el joven, que a Michkin le costó trabajo reconocerle. Luego aparecieron Varia y Ptitzin, quienes veraneaban en la población. En cuanto al general Ivolguin, no se separaba casi nunca de Lebediev y se había trasladado definitivamente a Pavlovsk, a lo que parecía. Lebediev se esforzaba en mantenerle separado de Michkin, procurando estar con él lo más que le era dable. El funcionario hablaba al general como un íntimo amigo; dijérase que su mutuo conocimiento databa de mucho tiempo atrás. El príncipe observó en aquellos tres días que Ivolguin y Lebediev solían conversar mucho. Oíaseles gritar y discutir. Incluso trataban en ocasiones de asuntos científicos, lo que complacía sobre manera a Lebediev. Éste parecía no poder pasarse sin el general. Lebediev luchaba, no sólo para tener al general apartado del príncipe, sino para apartar también a su propia familia. So pretexto de que Michkin necesitaba reposo, había establecido en torno, suyo un auténtico cordón sanitario. En vano protestaba Michkin contra aquel exceso de precauciones. Lebediev golpeaba el suelo con el pie, increpaba a sus hijas y hacía alejarse a todas, sin exceptuar a Vera, tan pronto como insinuaba el menor movimiento para acercarse a la terraza donde estaba Michkin.