El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Le bastaba andar y saber a dónde iba, si bien un minuto más tarde caminaba ya sin reparar en los lugares que recorría. Cualquier ulterior examen de su «repentina idea» habíase convertido de pronto para Michkin en tarea desagradable y casi imposible. Con un doloroso esfuerzo de atención examinaba cuanto se ofrecía a sus ojos: miraba el cielo, el río. Interpeló a un niño a quien encontró de camino. Acaso los síntomas epilépticos se intensificasen cada vez más. Oíanse truenos lejanos; la tormenta que amenazaba acercábase, aunque lentamente. La atmósfera estaba muy cargada...
Así como a veces nos obsesiona la fatigosa reminiscencia de un motivo musical, del mismo modo estaba Michkin ahora obsesionado por el recuerdo del sobrino de Lebediev, a quien viera por la mañana. Por una extraña asociación de ideas, se representaba al joven con el aspecto del asesino de que le hablara Lebediev al presentárselo. Michkin había leído muy recientemente cosas relativas a aquel asesino. Desde su llegada a Rusia solía leer en los periódicos muchas cosas de aquel género y se informaba de ellas con asiduidad. La conversación con el camarero de la fonda había versado precisamente sobre el asesinato de los Jesmarin. Recordaba que el camarero compartía su propia opinión. Y recordaba igualmente al camarero: no era un necio, sino un hombre circunspecto y reposado. «Aparte eso, Dios sabe cómo será. En un país desconocido, es difícil descifrar el modo de ser de la gente.» Y, sin embargo, comenzaba a tener apasionada fe en el alma rusa. Durante aquellos seis meses había hecho descubrimientos que constituían para él sorpresas inauditas. Pero el alma de los demás es un misterio, y en consecuencia, el alma rusa se le aparecía llena de tinieblas. Así por ejemplo, trataba hacía tiempo a Rogochin. Y, esto aparte, ¡qué caos, qué absurdidad, qué cosas tan desagradables a veces en todo aquello! ¡Y qué repulsivo y satisfecho de sí mismo aquel truhán del sobrino de Lebediev! Michkin reaccionó contra sus fantasías: «¿En qué pienso? ¿Acaso es el autor del crimen? ¿Acaso asesinó a esas seis personas? ¡Qué raro, me parece que me confundo! Se me va la cabeza... ¡Y qué rostro tan simpático y encantador el de la hija mayor de Lebediev, aquella que tenía un niño en brazos! ¡Qué fisonomía tan inocente, casi infantil! Es extraño que no haya recordado antes aquella cara: se me había borrado en la memoria. Pero lo positivo, lo tan seguro como que dos y dos son cuatro, es que Lebediev adora a su sobrino.»
¿Por qué juzgaba tan a la ligera a aquellas gentes? ¿Podía pronunciarse así tras una sola y primera vista? Lebediev, hoy, le había mostrado un enigma. ¿Cabía esperar un alma semejante en Lebediev? ¿Conocía antes a Lebediev bajo aquel aspecto? ¡Señor! ¡Lebediev y la condesa Du Barry! ¡Qué cosas! Si Rogochin matase a alguien, su crimen al menos no sería una cosa tan monstruosa; no se vería en él tal caos, tanta insensatez. Un arma de modelo especial encargada al efecto y el asesinato de seis personas perpetrado en estado de completo delirio... ¿Tendría Rogochin algún arma encargada también con arreglo a un modelo especial? Pero, ¿tal vez era inevitable y se sabía de cierto que Rogochin fuera a cometer un asesinato? «¿No es un crimen y una villanía por mi parte pensar con esta cínica franqueza en semejante posibilidad?», díjose Michkin con un sobresalto. Y el rubor de la vergüenza sonrojó su semblante. Permaneció estupefacto, inmóvil, como clavado en el suelo. Todo le acudió a la vez a la memoria: los dos incidentes sobrevenidos antes, el uno en la estación de Pavlovsk, el otro en aquella a que había llegado por la mañana; la pregunta que le había dirigido Rogochin sobre los «ojos»; la cruz de Rogochin que llevaba al cuello; la bendición que Rogochin pidió a su madre para él, y, en fin, aquel vehemente abrazo en la escalera, aquella suprema abnegación... Y, tras todo esto, Michkin se había sorprendido buscando no sabía qué en torno suyo, le habían preocupado una tienda, y un objeto de un escaparate... ¡Qué mezquino todo ello! Y al cabo andaba ahora con un «fin particular», con una «idea súbita». Sintiéndose colmado de desesperación y angustia, quiso regresar inmediatamente sobre sus pasos; pero un minuto después se paró, reflexionó y rehizo su camino en la dirección de antes.
Estaba ya en la Petersburgskaya y se encontraba cerca de la casa que quería buscar. Pero ahora no se aproximaba a ella con el mismo objeto que hacía poco, esto es, con un «fin particular». ¿Cómo había podido suceder así? Sí: era indiscutible que su dolencia volvía; acaso sufriese un ataque antes de que el día concluyera. Era la inminencia del ataque lo que producía aquella «idea», aquel eclipse intelectual. Ahora las tinieblas se disipaban, el demonio era expulsado, las dudas no existían, el júbilo desbordaba en su corazón. No la había visto hacía mucho: necesitaba verla. Hubiera deseado encontrar a Rogochin, tomarle del brazo y visitarla juntos. ¿Acaso Michkin era rival de Rogochin? No: su corazón se mantenía puro. Mañana iría a decir a Rogochin que la había visto; era cierto que había volado a San Petersburgo sólo para verla como decía Rogochin. Quizá la encontrase; no era seguro del todo que estuviese en Pavlovsk...
Urgía concretar con claridad las situaciones respectivas de Rogochin y suya, dejar de tener misterios el uno para el otro, prescindir de abnegaciones sombrías y apasionadas, como la de Rogochin poco antes; hacerlo todo a la luz del día, claramente... ¿No podía el alma de Rogochin soportar la luz? Rogochin afirmaba que no quería a Nastasia Filipovna como Michkin, que no sentía por ella ninguna piedad, «ninguna compasión semejante». Cierto que a continuación había añadido: «Acaso tu compasión sea más fuerte aún que mi amor.» Parfen Semenovich se calumniaba, sin duda. ¡Hum! Rogochin se había entregado a la lectura: ¿tal vez no era eso «compasión» también, o, al menos, un principio de «compasión»? La mera presencia de aquel libro, ¿no demostraba que Parfen Semenovich sabía muy bien lo que él era con respecto a ella? ¿Y su relato de antes? Allí existía ciertamente algo más que un arrebato pasional. Y, en fin, ¿acaso el rostro de Nastasia Filipovna no estimulaba otros sentimientos a más del de la pasión? ¿Podía siquiera inspirar pasión ahora? Aquella fisonomía provocaba una impresión de sufrimiento, prendía el alma en su encanto, hacía que... Y un recuerdo doloroso, punzante, traspasó de súbito el corazón del príncipe.
Sí: punzante. Recordó cómo había sufrido cuando, últimamente, creyó ver en ella síntomas de locura. Entonces se sintió casi desesperado. ¿Cómo le había permitido marchar el día que ella le abandonó para refugiarse al lado de Rogochin? Debiera haber corrido en persona tras ella, en vez de esperar que se le diesen noticias de la fugitiva. Pero, ¿era posible que Rogochin no hubiese notado que la joven estaba loca? Rogochin explicaba todo por otras causas, por una supuesta pasión... Y luego, aquellos celos insensatos... ¿Qué significaba el proyecto del que había hablado antes? ¿Qué había querido decir? Michkin enrojeció súbitamente y un temblor agitó su corazón.
Después de todo, ¿de qué servía pensar en todo aquello? La demencia existía por ambas partes. Un amor apasionado del príncipe hacia aquella mujer resultaba casi inconcebible, sería algo lindero con lo inhumano, con lo bárbaro. Sí, sí... Rogochin se calumniaba: tenía en realidad un gran corazón, capaz de sufrir y de compadecer. Cuando supiese toda la verdad, cuando comprendiera lo digna de lástima que era aquella mujer destrozada, demente, ¿no le perdonaría todo el pasado, todo lo que ella le había hecho sufrir? ¿No se convertiría en su servidor y hermano, en su amigo y su providencia? Y esa compasión sería para Rogochin la escuela que le permitiera formarse. La compasión es la principal y acaso la única ley de la existencia humana. ¡Qué imperdonable culpa había cometido con Rogochin, qué vilmente injusto había sido con él! Michkin se repetía que no era el alma rusa la que estaba «llena de tinieblas», sino que era la suya la tenebrosa, puesto que pudo imaginar tal abominación. Por unas simples palabras afectuosas y cordiales dichas en Moscú, Rogochin le llamaba su hermano y, en cambio, él... Pero todo era efecto de la enfermedad, de un delirio, y todo iba a disiparse. ¡Con qué sombrío abatimiento dijo Rogochin que estaba perdiendo la fe! Aquel hombre debía de sufrir cruelmente. Confesaba que le placía contemplar el cuadro de Holbein, y aunque no lo miraba de buen grado, sentía, de todos modos, la precisión de mirarlo. Rogochin no era solamente un alma apasionada, sino un luchador que quería recuperar a viva fuerza la fe perdida, aquella fe cuya falta le producía un tormento insufrible. ¡Oh, creer en algo, creer en alguien! ¡Y qué extraordinario aquel cuadro de Holbein! ¡Ah, la calle! Y el número 16: «casa de la viuda del secretario del colegio Filisov». Allí debía de ser.