El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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El príncipe llamó y preguntó por Nastasia Filipovna.
La dueña de la casa contestóle personalmente que Nastasia Filipovna había salido por la mañana para dirigirse a Pavlovsk, donde pensaba pasar algunos días con Daría Alexievna. La señora Filisova era una mujercita menuda, de unos cuarenta años, de ojos penetrantes y rostro agudo, de tímida y escudriñadora expresión. Preguntó el nombre del visitante, con cierta intencionado aire de misterio. Al principio Michkin no quiso darlo, pero luego rectificó, insistiendo vivamente en que se mencionase su visita a Nastasia Filipovna. Aquella insistencia atrajo la atención de la señora Filisova, quien exteriorizó en su semblante una idea que parecía querer manifestar: «No se preocupe; le comprendo bien.» Era evidente que el nombre del príncipe le había causado una viva impresión. El visitante la contempló, distraído, por un momento, y luego regresó al hotel. Pero cuando salió de casa de la Filisova no era el mismo que había llamado a la puerta. Se había operado en él un cambio extraordinario e instantáneo. Otra vez andaba lento, pálido, débil, agitado, pleno de congoja. Sus rodillas temblaban y una vaga sonrisa contraía sus labios lívidos. Su «idea súbita» se había confirmado y justificado de repente. Michkin volvía a creer en su demonio.
Aunque, ¿por qué, después de todo, estaba confirmada y justificada? ¿De qué provenían aquel temblor, aquel sudor frío y aquella glacial oscuridad de su alma? ¿De que poco antes había vuelto a ver aquellos «ojos»? ¡Pero si había salido del Jardín de Verano exclusivamente para verlos! Ésa había sido su «idea súbita». Sí: estaba absolutamente seguro de que allí, cerca de esta casa, encontraría los «ojos de antes». Ése era el deseo febril que le había llevado a realizar aquella marcha, y, puesto que esperaba ver los ojos, ¿por qué su presencia le había trastornado hasta ese punto? Sí: ahora no cabía dudar de que eran los mismos que por la mañana, entre la multitud, le habían dirigido una mirada llameante en el momento en que se apeaba del tren en Moscú, los mismos, sin duda los mismos que, horas más tarde, en casa de Rogochin, sorprendiera fijos en él a espaldas suyas. Cierto que Rogochin había negado, preguntando a la vez que crispaba el rostro en una forzada sonrisa: «¿A quién pertenecían esos ojos?» Y hacía poco, en la estación de Tzarskoie Selo, cuando Michkin estaba a punto de subir al tren y dirigirse en busca de Aglaya, había vuelto a ver de repente aquellos ojos, por tercera vez en el curso del día, y entonces había sentido vivos deseos de acercarse a Rogochin y decirle a quién pertenecían los ojos en realidad. Pero había huido, confuso y turbado, de la estación, sin lograr recobrar el ánimo hasta delante del escaparate de una cuchillería, donde había valorado mentalmente en sesenta kopecsel coste de un cuchillo con mango de cuerno de ciervo. Un demonio extraño, espantable, se había asido a él definitivamente y no abandonaba su ánimo. Mientras el príncipe meditaba, sentado a la sombra de un tilo en el Jardín de Verano, aquel demonio, le había insinuado, muy quedo: «Puesto que Rogochin se obstina en seguirte desde la mañana, espiando cada uno de tus pasos, es seguro que, al ver que no tomas el tren de Pavlovsk (lo que habrá sido un golpe terrible para él) no dejará de dirigirse allí, a esa casa de la Petersburgskaya, y vigilará si llegas tú, tú que esta mañana misma le has dado palabra de honor de no ver más a Nastasia Filipovna, y le has dicho que no habías venido a San Petersburgo por eso.» Luego Michkin se había dirigido a casa de la Filisova. ¿Qué de extraño, pues, que hubiese encontrado allí a Rogochin? No había visto sino a un hombre desgraciado, muy sombrío, sí, pero cuyo estado de ánimo era fácil de comprender. Además, aquel desgraciado no se ocultaba ya. Cierto que antes había mentido, pero en la estación de Tzarskoie Selo apenas se había preocupado de ocultar su presencia. Si alguno de los dos trató de esquivarse, fue más bien Michkin que Rogochin. Y ahora, junto a la casa, el último permanecía cerca de ésta, en pie en la acera de enfrente, con los brazos cruzados. Era imposible no verle y parecía haberse colocado adrede así. Estaba allí como un acusador, como un juez, y no como...
¿Y no como qué? ¿Por qué causa, cuando Michkin le miró, se apartó como si no le viese, aunque los ojos de los dos se habían encontrado? Porque se habían encontrado, e incluso cambiado una mirada. ¿No se proponía Michkin muy poco antes coger el brazo a Rogochin y subir a visitar, juntos, a Nastasia Filipovna? ¿No se proponía ir al día siguiente a decir a su amigo que había estado en casa de ella? ¿Quizá a mitad de camino de su objetivo no había logrado triunfar de su demonio y sentido una repentina alegría que inundaba de gozo su alma? ¿O había realmente en el conjunto de los actos verificados aquel día por Rogochin, en el total de sus palabras, miradas y movimientos, algo que justificase los horribles presentimientos de Michkin y las odiosas insinuaciones de su demonio? ¿Existía en todo ello ese no se sabe qué que salta a la vista, pero que es difícil de analizar y expresar: esa sensación de la que no cabe hacerse idea exacta y que, sin embargo, impresiona hasta el punto de determinar la convicción?
Pero ¿qué convicción? ¡Cuánto hacía sufrir al príncipe la monstruosidad de aquella convicción y qué reproches se dirigía a sí mismo al experimentarla! Se repetía sin cesar: «Ea, di, si te atreves, en qué consiste esa certeza que sientes, formula todo tu pensamiento, ten el valor de expresarte netamente y con claridad, sin rodeos.» Y sonrojado por la vergüenza, airado contra sí mismo, continuaba: «¿Cómo podré desde ahora mirar a la cara de ese hombre? ¡Oh, qué día, Dios mío! ¡Qué pesadilla!»
Así se lamentaba Michkin mientras volvía de la Petersburgskaya. Al llegar al término de aquel largo y penoso camino, experimentó de pronto un imperioso deseo: el de ir sin dilación a casa de Rogochin, esperar su vuelta, abrazarle cuando entrase, decírselo todo, entre turbadas lágrimas, terminar aquello... Pero ya estaba al lado del hotel... ¡Cuánto le habían desagradado aquel hotel, sus pasillos, su alcoba, toda la casa! Ya a la primera ojeada sintió antipatía por el conjunto y varias veces, durante el día, hubo de pensar con contrariedad en la necesidad de volver allí por la noche. «¡Vamos, vamos! —dijo para sí—. Parezco hoy una mujer nerviosa. Creo en toda clase de presentimientos.» Mientras se burlaba de sí mismo en esta forma, se detuvo a la puerta del hotel.
Entre los hechos del día figuraba uno que se había grabado en su espíritu más que todos los otros, aunque ahora ya lo mirase a sangre fría, en la plenitud de su buen sentido y no bajo el influjo de un sueño desvariado. Acababa de recordar de pronto el cuchillo que viera por la mañana en la mesa de Rogochin. «Mas, ¿por qué no ha de poder Rogochin tener en su mesa todos los cuchillos que le plazca?», se dijo el príncipe, muy maravillado de sus sospechas. Igual impresión experimentó al pensar en cuando se había detenido ante el escaparate de la cuchillería. «¿Qué relación puede haber...?», comenzó a razonar mentalmente. Pero no concluyó el pensamiento. Sofocado de vergüenza, sintiéndose al borde de la desesperación, permaneció inmóvil en el lugar en donde se hallaba, junto a la puerta. Esto sucede a veces a los seres humanos: un recuerdo insoportable —sobre todo si es humillante— paraliza, cuando despierta, la actividad física de los individuos. «Soy un hombre sin corazón y un cobarde», se dijo, irritado.
Hizo un movimiento para entrar, pero tornó a detenerse. En el amplio zaguán, nunca muy claro, reinaba ahora una oscuridad profunda. En el preciso momento en que Michkin llegaba al hotel, la nube de tormenta que cubría el cielo se había resuelto en una lluvia torrencial. Cuando el joven, tras aquel minuto de inmovilidad, quiso abandonar el sitio en que se había parado, vio de pronto, en la penumbra, la figura de un hombre que se hallaba en el portal, junto al arranque de la escalera. Aquel hombre, que parecía esperar alguna cosa, desapareció inmediatamente. El príncipe no tuvo tiempo de examinarle y no hubiera podido decir con seguridad quién era. Además, en un hotel hay siempre un vaivén continuo de gentes que entran y salen. Y, con todo, quedó persuadido, de que aquel hombre era Rogochin. Al cabo de un momento, Michkin, con el corazón desfalleciente, se precipitó tras él escalera arriba: «Todo va a aclararse ahora», pensaba.