El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Volvió la espalda y empezó a descender lentamente por la escalera.
—¡León Nicolaievich! —gritó Rogochin desde el rellano cuando su amigo estaba en el zaguán—. ¿Llevas la cruz que compraste a aquel soldado?
—Sí.
Y el príncipe se detuvo.
—Enséñamela.
¡Una extravagancia más! Después de reflexionar un instante, Michkin tomó a subir, y, sin quitarse la cruz, la mostró a Rogochin.
—Dámela —dijo Parfen Semenovich.
—¿Por qué? ¿Es que tú...?
Michkin habría preferido no separarse de la cruz.
—Yo la llevaré y te daré la mía en cambio.
—¿Quieres que las cambiemos? Sea, Parfen Semenovich. Puesto que deseas que fraternicemos, yo lo deseo también.
Y Michkin tendió su cruz de estaño a Rogochin, quien le dio la suya de oro. Rogochin continuaba silencioso. Ambos acababan de fraternizar, pero inútilmente. Michkin notaba con dolorosa extrañeza que el rostro de Rogochin expresaba desconfianza todavía y que, al menos a ratos, una sonrisa amarga, casi aviesa, seguía crispando sus labios. Al fin Parfen Semenovich tomó la mano de Michkin, sin decir palabra, pareció vacilar por unos segundos y dijo al cabo, con voz ininteligible:
—Ven conmigo.
Y le arrastró. Atravesaron el descansillo del primer piso y llamaron a una puerta situada frente a aquella por la que habían salido. No tardaron en abrirles. Una anciana encorvada, con un pañuelo negro anudado a la cabeza, se inclinó profundamente y en silencio ante Rogochin. El joven le hizo una presurosa pregunta y, sin esperar siquiera la contestación, introdujo a Michkin en el piso. Seguían varias estancias sombrías, cuya extraordinaria limpieza mostraba un no se sabía qué de glacial. Los muebles, viejos y severos, estaban cubiertos de pulcras fundas blancas. Rogochin, sin hacerse anunciar, pasó con el príncipe a una especie de saloncito dividido en dos partes por un tabique de caoba bruñida, tras el cual parecía hallarse un dormitorio. En un ángulo del salón, junto a la estufa, estaba sentada en un sillón una viejecita que no representaba excesiva edad. Su rostro, bastante redondo y muy agradable, exteriorizaba buena salud. Pero tenía los cabellos completamente blancos y se notaba a primera vista que aquella mujer había recaído en un estado análogo al de la infancia. Vestía un traje de lana negra, llevaba un amplio pañuelo negro al cuello y se tocaba con una cofia blanca muy limpia, guarnecida de cintas de luto.
Sus pies se apoyaban en un taburete. A su lado hacía punto, en silencio, una mujer de edad avanzada, que, como la otra, vestía de negro y se tocaba con una cofia blanca. Debía de ser una especie de señora de compañía. Según parecía, ambas no cambiaban una palabra jamás. Cuando Rogochin entró con el príncipe, la primera de las mujeres sonrió, y para testimoniar la alegría que le causaba la visita, les saludó repetidas veces con inclinaciones de cabeza.
—Madre —dijo Rogochin, después de besarle la mano—, le presento a mi buen amigo el príncipe León Nicolaievich Michkin. Hemos cambiado nuestras cruces. En Moscú ha sido un verdadero hermano para mí; le debo muchos favores. Bendícele, madre, como si bendijeras a un hijo. Espera, madre. Yo te colocaré los dedos juntos.
Pero antes de que Rogochin le dispusiera debidamente la mano, la anciana la levantó, unió sus tres dedos e hizo por tres veces el signo de la cruz sobre el príncipe. Esta bendición fue acompañada de un nuevo y afectuoso saludo dirigido a Michkin.
—Ea, vámonos, León Nicolaievich —dijo Rogochin—. Sólo te había traído aquí con este objeto. Y añadió, cuando estuvieron en el rellano:
—Mi madre no comprende nada de cuanto se le dice, y no ha entendido, pues, una sola de mis palabras. Sin embargo, te ha bendecido. Quizá tuviese deseos de hacerlo... En fin, adiós: ha llegado el momento de separarnos.
Y abrió la puerta de sus habitaciones.
Michkin fijó, en Rogochin una mirada llena de amistoso reproche.
—Pero, ¡déjame al menos abrazarte antes de separarnos, hombre extravagante! —dijo tendiéndole los brazos.
Rogochin alargó también los suyos, pero casi en el acto los dejó caer. En su interior se libraba una lucha. No quería abrazar al príncipe y no osaba mirarle.
—No temas. Ahora que tengo tu cruz, no te asesinaré por un reloj —murmuró con una risa extraña.
De pronto se produjo en su rostro una transformación completa: púsose terriblemente pálido, sus labios temblaron y sus ojos despidieron llamas. Tendió los brazos, estrechó con fuerza al príncipe contra su pecho y dijo con voz ahogada:
—Que ella sea para ti, puesto que el destino lo quiere. Para ti. Yo te la cedo... Acuérdate de Rogochin...
Y volviéndose sin mirar a Michkin, entró precipitadamente en sus habitaciones y cerró dando un portazo.
V
A la sazón ya era tarde. Faltaba poco para las dos y media, y Michkin no encontró en casa al general Epanchin. Después de dejar su tarjeta, resolvió ir a la fonda «Los Dos Platillos» y preguntar por Kolia, proponiéndose encargar que entregasen al muchacho una nota suya en caso de no hallarle. En «Los Dos Platillos» manifestaron al príncipe que Nicolás Ardalionovich había salido por la mañana. «Si por casualidad viene alguien preguntando por mi —había indicado al marchar— díganle que probablemente volveré a las tres. Si a las tres y media no estoy, será que habré ido a Pavlovsk, a comer con la generala Epanchina.» El príncipe resolvió esperar y para entretener el tiempo pidió de comer.
Dieron las tres y media, y las cuatro y Kolia continuaba ausente. El príncipe salió del hotel y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Hacía un día espléndido, como sucede con frecuencia en San Petersburgo a principios de verano. Paseó durante algún tiempo sin finalidad, maquinalmente. No conocía bien la población. A veces deteníase en una esquina, en una plaza, en un puente; incluso entró en una confitería para descansar. A ratos examinaba con viva curiosidad a los transeúntes, pero en general no reparaba en nadie, ni aun en el camino que seguía. Su espíritu inquieto, sometido a una dolorosa tensión, experimentaba a la vez una extraordinaria precisión de soledad. Lejos de intentar esfuerzo alguno para substraerse a aquel suplicio del espíritu, quería estar solo a fin de abandonarse a él pasivamente. Se negaba a resolver los problemas que surgían en su alma y su corazón. «¿Acaso todo lo que ocurre es por culpa mía?», murmuraba para sí, casi inconsciente de sus palabras.
A las seis se encontró en la estación del ferrocarril de Tzarskoie Selo. La soledad le resultaba ya insoportable y un apasionado impulso arrastraba su corazón. Tomó un billete para Pavlovsk, sintiendo extrema impaciencia por partir. Había sin duda alguna cosa que le perseguía, algo que era una realidad y no un fantaseo, como cupiera creer. Cuando iba a subir al tren, arrojó el billete y salió de la estación, turbado y pensativo. Poco después, en la calle, un recuerdo le acudió de súbito a la memoria. Repentinamente advirtió que estaba preocupado por alga de que no se había dado cuenta hasta entonces. Hacía varias horas, en «Los Dos Platillos», o acaso antes de llegar allí, se había puesto a buscar algo en torno suyo. Esto era notorio. Luego no había pensado más en ello; después lo recordó, y así sucesivamente, y tal olvido duraba largo rato, a veces hasta media hora. Y a la sazón se sorprendía al hallarse dirigiendo en torno suyo miradas curiosas e inquietas por todas partes.