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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—En primer lugar, no le tendrían respeto si se les dejase libertad, y además el hacerlo sería también inconveniente para ellas —concluyó declarando en respuesta a una pregunta franca de Michkin.

—¿Por qué? —replicó el último—. Esta vigilancia de usted me fatiga... Ya le he dicho varias veces que me aburro de estar solo. Y me disgusta verle agitando siempre las manos y andando constantemente de puntillas en torno mío.

El caso era que Lebediev, tan preocupado de proteger contra todos los demás la tranquilidad del príncipe, no cesaba por su parte de acercarse a él. Generalmente comenzaba por entreabrir la puerta, introducía la cabeza por la rendija y examinaba la habitación como para cerciorarse de que el príncipe no había huido de allí. Luego, andando sobre las puntas de los pies, Lebediev se aproximaba, sigiloso, al sillón de su inquilino, produciéndole a veces verdaderos sobresaltos. Preguntábale, solícito, si necesitaba algo, y cuando Michkin, cansado, le pedía que le dejase en paz, el funcionario obedecía en silencio, giraba sobre sus talones y mientras se dirigía a paso de gato hacia la puerta, ejecutaba ademanes como si indicara que su visita no tenía causa importante, que no hablaría más ni tornaría en largo tiempo. Lo cual no le impedía volver a los diez o quince minutos. Kolia poseía libre acceso a todas horas a la habitación de Michkin, y ello desesperaba a Lebediev, excitándole hasta la ira. Cuando los dos amigos hablaban, el funcionario pasaba a veces hasta media hora junto a la puerta, escuchándoles. Kolia lo observó y, como era natural, lo participó al príncipe.

—¿Se considera usted mi tutor para guardarme bajo llave y cerrojo? —preguntó entonces Michkin a Lebediev—. En todo caso, deseo vivir aquí de otra manera. Le advierto que me propongo moverme cuanto se me antoje y recibir a quien me plazca.

—Sin duda, sin duda —repuso Lebediev, agitando vivamente los brazos.

El príncipe le miró de pies a cabeza.

—¿Ha traído usted aquel estante pequeño que tenía a la cabecera en su casa de la capital, Lukian Timofeievich?

—No; lo he dejado allí.

—¡Parece mentira!

—No se puede quitar. Habría que hacer una brecha en la pared.

—Pero, ¿no tiene aquí otra cosa parecida?

—La tengo mejor, mucho mejor. Por ello me decidí a adquirir esta casa.

—¡Ah! Y, dígame: ¿quién era el visitante que me buscaba hace una hora y a quien usted negó la entrada?

—Era... el general. Es cierto que no le he dejado pasar. No necesitaba verle para nada práctico. Yo, príncipe, estimo mucho al general... Es un... un gran hombre, ¿no le parece? Sí, sí, pero... sin embargo... En fin, vale más que no le reciba usted, príncipe.

—Permítame que le pregunte el motivo. Y además, ¿por qué se acerca constantemente a mí andando de puntillas, con aire de misterio, como si quisiera decirme algún secreto al oído?

—Soy un ser abyecto, lo reconozco. ¡Abyecto! —dijo insólitamente Lebediev, golpeándose el pecho, con mucha aflicción—. Pero, ¿no le parece, príncipe, que el general sería demasiado... hospitalario para usted?

—¿Hospitalario?

—Sí. En primer lugar, quiso vivir en mi casa. Pase. Pero luego ha tratado de introducirse en la familia. Hemos considerado ya varias veces nuestros parentescos respectivos y ha resultado en limpio que somos parientes en virtud de lejanos enlaces matrimoniales. Parece que también es usted primo segundo suyo, por parte de madre, de modo que, si es usted su primo, ilustre príncipe, de ello se desprende que usted y yo somos parientes. Pasemos por esto, que es, al fin y al cabo, una pequeña debilidad. Pero figúrese que hace poco el general me aseguraba que, desde su nombramiento de alférez hasta el 11 de junio del año último, sentaba todos los días a su mesa doscientos convidados por lo menos. Finalmente me ha dicho que de esa mesa nunca se levantaba nadie en todo el día, sino que allí se dormía, se cenaba y se tomaba el te durante quince horas consecutivas, lo que persistió treinta años seguidos sin la menor interrupción, de tal modo que apenas quedaba tiempo sino de cambiar los manteles. Cuando se iba un invitado le reemplazaba otro inmediatamente. Los días de fiesta el general tenía a su mesa trescientos invitados y, cuando se celebró el milenario de la fundación del Imperio ruso, llegaron a setecientos. Cuando se oyen cosas así, se comprende que eso es una manía suya, y una manía de muy mal agüero. Tener en casa personas tan hospitalarias no es conveniente, y de aquí que yo me preguntase si el general no sería demasiado hospitalario para usted y para mí.

—¡Pero si, según creo, mantiene usted con él excelentes relaciones!

—Relaciones fraternales, cierto. Pero las tomo a beneficio de inventario. No me importa que él y yo seamos parientes políticos; incluso ello constituye un honor para mí. Y yo, a pesar de las doscientas personas y el milenario del Imperio ruso, considero al general como un hombre muy notable. Hablo con sinceridad. Hace poco, príncipe, me decía usted que yo me acercaba a usted con aire de querer contarle un secreto... Pues bien, tengo uno, en efecto, que comunicarle. Cierta persona me ha hecho saber que desearía mantener con usted una entrevista a solas.

—¿Por qué a solas? De ningún modo. Iré yo a su casa quizá hoy mismo.

—Nada de eso, nada de eso —contestó Lebediev agitando las manos—. Si ella tiene miedo no es a lo que usted cree. A propósito: ¿sabe usted que aquel monstruo viene a informarse diariamente de su salud, príncipe?

—Siempre le llama usted monstruo, y eso me resulta sospechoso.

—No debe usted tener sospecha alguna —repuso prontamente Lebediev—. Sólo quería decirle que la persona que usted sabe no tiene miedo alguno a ese hombre, sino que su temor es muy distinto, muy distinto...

—Pero, ¿qué teme entonces? ¡Dígalo de una vez! —exclamó el príncipe, con impaciencia, viendo los misteriosos ademanes de su interlocutor.

—En eso precisamente consiste el secreto. Y Lebediev sonrió.

—¿Qué secreto?

—El de usted. Usted me ha prohibido, ilustre príncipe, hablar antes de... —y, satisfecho de haber excitado sumamente la curiosidad de Michkin, acabó con decisión—: resumen, tiene miedo de Aglaya Ivanovna.

El príncipe arrugó el entrecejo y calló durante unos instantes.

—Veo, Lebediev —dijo, al cabo—, que habré de concluir por irme de su casa. Y ¿dónde están Gabriel Ardalionovich y los Ptitzin? ¿Les ha prohibido entrar también?

—Ahora vienen, ahora... Incluso dejaré pasar al general. Abriré todas las puertas y haré entrar a todas mis hijas, a todas... En seguida, en seguida... —dijo Lebediev, asustado, en voz baja.

Y corrió de una puerta a otra, con agitados ademanes.

En aquel momento apareció Kolia en la terraza. Venía de la calle, trayendo la noticia de que Lisaveta Prokofievna y sus tres hijas le seguían.

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