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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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Lebediev, impresionado por esta novedad, se acercó vivamente a Michkin.

—¿Hago pasar a Gabriel Ardalionovich y a los Ptitzin? Hago pasar al general?

—¿Por qué no? ¡Que pasen cuantos quieran verme! Le aseguro, Lebediev, que padece usted un error continuo. Desde el primer momento ha interpretado mal mi posición. No tengo el menor motivo para ocultarme de nadie —aseguró Michkin jovialmente.

Viéndole reír, Lebediev creyó oportuno hacerle coro. El funcionario, aunque seguía mostrándose muy agitado, experimentaba una visible satisfacción.

Kolia no mentía. Las Epanchinas se presentaron a los pocos instantes. Mientras se acercaban a la terraza, aparecieron otros visitantes, que ya estaban en la casa, pero habían sido retenidos hasta entonces en las habitaciones de Lebediev. Eran los Ptitzin, Gania y Ardalión Alejandrovich.

Las Epanchinas acababan de saber por Kolia la enfermedad del príncipe y su viaje a Pavlovsk. Hasta entonces la generala había permanecido en un estado de penosa incertidumbre. La antevíspera, Ivan Fedorovich comunicó a su familia que el príncipe le había dejado tarjeta. Al saberlo, Lisaveta Prokofievna se persuadió firmemente de que Michkin iría a visitarlas a Pavlovsk sin demora. Las jóvenes se apresuraron a objetar que no había por qué concebir interés semejante en un hombre que no escribía hacía seis meses, y que acaso sólo hubiese ido a San Petersburgo por asuntos propios, pero tales observaciones sólo sirvieron para irritar a su madre, quien afirmaba que el príncipe se presentaría al día siguiente «a más tardar». Y al día siguiente esperó por la mañana, durante la comida y hasta por la tarde, y cuando la noche llegó, Lisaveta Prokofievna, encolerizada, comenzó a querellarse con toda la casa, sin insinuar, naturalmente, una sola palabra sobre el verdadero motivo de su mal humor. Durante el día inmediato guardó idéntico silencio acerca de Michkin. En el curso de la comida una palabra imprudente de Aglaya motivó un minúsculo incidente.

—Mamá está incomodada porque el príncipe no viene —había dicho de pronto la joven.

Y, contestando el general que no era suya la culpa, Lisaveta Prokofievna se puso en pie y salió del comedor, furiosa.

Por la tarde llegó Kolia contando lo sucedido al príncipe. La generala triunfaba; pero, con todo, Kolia recibió una fuerte recriminación:

—Este chico pasa aquí días enteros, no podemos nunca vernos libres de él y cuando hace falta que venga, no viene. Si no quería molestarse, bien podía habernos enviado aviso.

Kolia se hubiese indignado de buena gana al oír que «no podían verse nunca libres de él», pero resolvió aplazar su enojo para mejor ocasión. Y, de no ser tan ofensiva la frase, incluso le hubiera agradado, a causa de lo mucho que le placía ver la agitación e inquietud que causaba en la generala la enfermedad de Michkin. Lisaveta Prokofievna insistió enérgicamente en la necesidad de enviar un propio a San Petersburgo, para hacer acudir una celebridad médica de primera fila. Sus hijas la disuadieron de tal propósito, pero, sin embargo, resolvieron acompañar a su madre cuando ésta manifestó su intención de visitar al paciente.

—Está en su lecho de muerte —dijo Lisaveta Prokofievna, muy excitada—. ¿Vamos, pues, a andarnos ahora con cumplidos? ¿Acaso no es un amigo de la familia?

—Pero antes quizá conviniera explorar el terreno —sugirió Aglaya.

—No hay por qué. Además, tú puedes quedarte aquí. Precisamente es fácil que venga Eugenio Pavlovich y no habrá nadie para recibirle...

Como es natural, Aglaya, oyendo estas palabras, se apresuró a unirse a su madre y hermanas, como había deseado desde el primer momento. El príncipe Ch., que había acudido a visitar a Adelaida, consintió en acompañar a las señoras. A partir del primer día en su trato con las Epanchinas había oído hablar de Michkin y lo que se decía de éste le había interesado mucho. Resultó que él mismo le conocía, porque tres meses antes se habían encontrado en una pequeña ciudad de provincias y pasado quince días juntos. Ch. contó a las mujeres diversos detalles sobre el príncipe y en general habló de él en los términos más favorables. Aceptó, pues, con sincera satisfacción, la propuesta de hacerle una visita. Ivan Federovich no estaba en Pavlovsk y Eugenio Pavlovich no había llegado aún.

Entre la casa de las Epanchinas y la de Lebediev no mediaban más de trescientos pasos. Al entrar en la última, Lisaveta Prokofievna experimentó como primera contrariedad la de hallar a Michkin en numerosa compañía, a dos o tres miembros de la cual aborrecía de todo corazón. Luego, en vez de encontrar un moribundo, como esperaba, sorprendióse no poco cuando vio acercarse a ella un joven sonriente, elegante y, a lo que cabía juzgar a primera vista, muy sano. La generala quedó atónita, con viva satisfacción de Kolia. Cierto que éste hubiera podido desengañarla de antemano, pero el malicioso escolar dejó de hacerlo previendo la cómica indignación que causaría a la Epanchina ver a Michkin en tan buen estado de salud. Kolia extremó su indelicadeza hasta jactarse públicamente de su éxito, a fin de concluir de indignar a la generala, con quien, pese a su buena y mutua amistad, se hallaba en constante disputa.

—¡Espera, espera un poco, buen mozo! ¡No eches a perder tu triunfo tan pronto! —le gritó, acomodándose en el sillón que le ofrecía el príncipe.

Lebediev, Ptitzin y Ardalion Alejandrovich se apresuraron a ofrecer asientos a las muchachas. Lebediev acercó otro al príncipe Ch., inclinándose profundamente al hacerlo. Varia, como de costumbre, cambió en voz baja afectuosos saludos con sus tres amigas.

—Verdaderamente, príncipe, creía encontrarte en cama, dado lo muy aumentadas que el temor me hacía ver las cosas. No quiero ocultarte que, en el primer momento, tu buen aspecto casi me ha enfurecido; pero ha sido cosa de un momento, es decir, hasta que tuve tiempo de reflexionar. Cuando reflexiono, siempre hablo y obro muy inteligentemente. Creo que a ti te pasa lo mismo. La verdad es que si yo tuviese un hijo enfermo y lo viera curado, no sentiría más placer que el que siento viéndote curado a ti. Si no lo crees, allá tú. Pero ese travieso muchacho se pasa la vida gastándome bromas de mal gusto. Parece que es tu protégé; mas te advierto que el día menos pensado voy a prescindir del honor y el placer de seguir cultivando más tiempo su amistad.

—¿En qué he faltado yo? —exclamó Kolia—. Si le hubiese dicho que el príncipe estaba casi restablecido, no me habría hecho caso, puesto que era mucho más interesante imaginarlo en su lecho de muerte.

—¿Cuánto tiempo piensas pasar aquí? —preguntó la generala a Michkin.

—Todo el verano y acaso más...

—¿Estás solo? ¿O te has casado?

—No; no me he casado —repuso Michkin, sonriendo ante aquella insinuación, tan ingenuamente formulada.

—¿Por qué sonríes? Casarse es una cosa muy natural... Y ahora dime: ¿por qué no te has instalado con nosotros? Tenemos un pabellón desocupado. Pero en fin, como quieras... ¿Es ése el dueño de la casa? —preguntó a media voz, señalando con un movimiento de cabeza a Lebediev —¿Por qué hace tantas muecas?

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