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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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Vera, con la niña en brazos, como siempre, salió de la casa en aquel momento y se acercó a la terraza. Lebediev giraba en torno a las sillas, sin saber dónde situarse, pero no se resolvía a irse. Apenas divisó a su hija, se lanzó hacia ella, agitando los brazos, para alejarla de la terraza En su azoramiento, incluso se olvidó de golpear el suelo con el pie.

—¿Está loco? —preguntó la generala.

—No; pero...

—Está borracho, ¿verdad? Tus amistades no son muy selectas —añadió Lisaveta Prokofievna, después de pasear la mirada sobre el resto de los visitantes—. Y esa muchacha tan bonita, ¿quién es?

—Vera Lukianovna, la hija de Lebediev.

—Es muy linda. Quiero conocerla.

Apenas oyó Lebediev aquellas palabras corrió en busca de su hija para presentarla a la generala.

—¡Estamos solos, solos! —exclamó en tono patético, aproximándose—. Y esa niñita que lleva en brazos es huérfana también... Es hermana de Vera, se llama Lubova y es hija de mi legítimo matrimonio con mi difunta esposa Elena que murió de sobreparto, hace seis semanas, por designio de Dios... Sí... Y Vera le sirve de madre, aunque no sea más que su hermana, y nada más... Nada más, nada más...

—Y tú, padrecito, no eres más que un imbécil, y perdóname. ¡Bien lo sabes tú mismo! —dijo la generala, profundamente irritada.

Lebediev se inclinó, respetuoso.

—¡Esa es la pura verdad! —repuso con verdadera convicción.

—Perdone, señor Lebediev —intervino Aglaya—. ¿Es cierto que explica usted el Apocalipsis?

—Desde hace quince años. ¡Es la pura verdad! —He oído hablar de usted. Creo que incluso le han mencionado los periódicos...

—No; los periódicos hablaron de otro comentarista; pero ése murió hace tiempo, y ahora yo le substituyo —dijo Lebediev, satisfechísimo.

—Puesto que somos vecinos, tenga usted la bondad de ir un día a casa y explicarme el Apocalipsis. No entiendo nada de eso...

El general Ivolguin, que se sentaba junto a Aglaya y ardía en vehementes deseos de hablar, interpeló a la joven.

—Permítame advertirle, Aglaya Ivanovna, que todo eso del Apocalipsis es mero charlatanismo por parte de Lebediev. Sin duda el vivir en el campo implica ciertas originalidades y entretenimientos, y recibir un intrus tan extraordinario para hacerle perorar sobre el Apocalipsis es un capricho como cualquier otro; pero yo... Veo que me mira usted con extrañeza. Tengo el honor de presentarme a usted: soy el general Ivolguin. La he llevado a usted en mis brazos, Aglaya Ivanovna.

—Encantada. Ya conozco a Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna —murmuró la joven, esforzándose para no estallar en carcajadas.

Lisaveta Prokofievna enrojeció de indignación. No podía tolerar al general, a quien tratara en otros tiempos, pero con el que había suspendido toda relación.

—Mientes como acostumbras, padrecito. ¡Jamás la has llevado en tus brazos! —dijo al general, con voz enojada.

—Te olvidas, mamá, de que sí me ha llevado en brazos —aseguró Aglaya, de improviso—. Me acuerdo muy bien. Tenía yo seis años entonces y habitábamos en Tver. El general me fabricó un arco y una flecha, me enseñó a manejarlos y maté con ellos un pichón. ¿No se acuerda de aquel pichón que matamos juntos?

—Y yo recuerdo que a mí me llevó un casco de cartón y una espada de madera —declaró, risueña, Adelaida.

—Es cierto —afirmó Alejandra—. Las dos reñisteis a propósito del pichón herido, y se os castigó poniéndoos en un rincón a cada una. Adelaida estuvo de pie en el suyo sin soltar su casco ni su espada.

Al asegurar a Aglaya que la había llevado en sus brazos, el general no creyó decir otra cosa que una palabra cualquiera, como pretexto de conversación; pero esta vez resultó que había dicho la verdad, e incluso una verdad que él había olvidado. Cuando Aglaya recordó el pichón que mataran entre los dos, la memoria del general despertó instantáneamente y, como sucede a menudo a tales edades, todos los detalles del pasado revivieron en su memoria. Será difícil concretar qué era lo que, en sus sueños, pudo afectar tan vivamente al general, quien estaba algo ebrio, como de costumbre; pero, fuese lo que fuera, manifestó una emoción extraordinaria.

—¡Me acuerdo, me acuerdo de todo! —exclamó—. Yo era entonces capitán de Estado Mayor. Y usted era pequeñita, muy mona... Y Nina Alejandrovna... Y Gania... Yo estaba en casa de ustedes; solían invitarme. En cuanto a Ivan Fedorovich...

—Sí: y mira en lo que has venido a parar —replicó la generala— No has ahogado en la bebida todo sentimiento noble, puesto que ese recuerdo te produce tal emoción. Y, sin embargo, has amargado la vida de tu mujer. En vez de ser un ejemplo para tus hijos, has hecho que te llevaran a la cárcel por deudas. Vete de aquí, padrecito, escóndete en cualquier sitio, en un rincón, detrás de una puerta, y llora. Y puede que Dios te perdone si recuerdas el tiempo en que eras un hombre puro. Vete: te hablo en serio. El mejor modo de corregirse es pensar con remordimiento en el pasado.

No necesitaba insistir. El general poseía la sensibilidad corriente en los beodos habituales y, como todos aquellos a quienes la bebida ha hecho perder una posición brillante, sólo pensaba en el pasado con disgusto. Levantóse, pues, y se dirigió dócil, hacia la puerta. Aquella humildad enterneció a Lisaveta Prokofievna.

—Vamos, Ardalion Alejandrovich, amigo mío —dijo—; quédate un poco más. Todos somos pecadores. Cuando creas que tu conciencia te dirige menos reproches que ahora, ven a nuestra casa y pasaremos un rato juntos, recordando los viejos tiempos. Quizá yo misma tenga cincuenta veces más culpas que tú... Bueno, bueno, adiós... No tienes nada que hacer aquí —concluyó, con repentina inquietud, viéndole volver.

—Por ahora, vale más que no le vigiles —dijo Michkin a Kolia, que se preparaba a seguir a su padre—. Si no, se exaltará de aquí a un momento y desaparecerán todas sus buenas disposiciones presentes.

—Eso es; déjale en paz. Ya irás a buscarle dentro de media hora —apoyó la generala.

—¡Hay que ver lo que es hacer oír la verdad a un hombre, aunque sólo sea por una vez en su vida! ¡Se ha emocionado hasta llorar! —permitióse comentar Lebediev.

Lisaveta Prokofievna le atajó en el acto.

—¡También tú debes ser buena pieza si es verdad lo que he oído decir de ti!

Gradualmente se fue precisando la situación recíproca de las diversas personas reunidas en torno al príncipe. Éste podía ver y apreciar todo el interés que le testimoniaban las Epanchinas. Declaróles, pues, que él, antes de su visita, se proponía ir a verlas, pese a lo avanzado de la hora. Lisaveta Prokofievna, mirando a los visitantes, le contestó que nada le impedía poner en práctica su proyecto. Ptitzin, hombre muy delicado, se apresuró a retirarse al pabellón del funcionario, a quien de buena gana hubiese arrastrado consigo. Lebediev le prometió reunirse con él en seguida. Varia, que hablaba con las jóvenes, no se movió de su asiento. Tanto ella como su hermano estaban muy contentos de la ausencia de su padre. Gania se retiró poco después que Ptitzin. Durante los pocos minutos pasados en la terraza, bajo las miradas de las Epanchinas, había asumido una actitud modesta y digna, sin perder la serenidad ni aun cuando Lisaveta Prokofievna le midió severamente con los ojos de pies a cabeza. Los que le habían conocido antes le encontraban muy cambiado. Aglaya se sintió satisfecha.

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