Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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—¿Le ha despedido usted? ¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Se lo dijo usted a él mismo?
—A él mismo, en casa... Volvió a presentarse.
—Gemma, entonces, ¿me ama usted? Volvióse ella de cara hacia él y murmuró:
—Sin eso, ¿estaría yo aquí?
Y sus dos manos abiertas cayeron sobre el banco.
Sanin se apoderó de ambas manos inertes y las apretó contra sus ojos, contra sus labios... ¡El velo que había visto la víspera en sus ensueños se levantaba! ¡Aquélla era la dicha, su faz resplandeciente!
Alzó la cabeza, y miró a Gemma a los ojos con atrevimiento. Ella también le miró, un poco fija. Apenas brillaban sus ojos semiabiertos, ligeramente húmedos con lágrimas de placer. No se sonreía... reíase con una risa muda y enervada.
—¡Oh Gemma! —Exclamó Sanin—. ¡Podría yo pensar que tú... (su corazón vibró como la cuerda de un arpa, cuando sus labios pronunciaron ese tú por vez primera)... que tú me amarías?
—Yo misma no lo esperaba —dijo Gemma en voz baja. —¿Podría yo pensar —continuó Sanin—, al llegar a Francfort, donde sólo pensaba permanecer unas cuantas horas, que había de encontrar aquí la felicidad de toda mi vida?
—¿De toda tu vida? ¿De veras?
—De toda mi vida, ¡hasta el último día! exclamó Sanin con nuevo arranque.
De pronto, a dos pasos de su banco, dejóse oír el ruido de la pala del jardinero.
—Volvamos a casa murmuró Gemma—; entremos juntos, ¿Quieres?
Si le hubiera dicho en aquel momento “¡Arrójate al mar! ¿ Quieres?“, se hubiera tirado de cabeza al abismo, antes de que ella hubiese concluido la última palabra.
Salieron juntos del jardín y se encaminaron a casa, pasando no por las calles de la ciudad sino por la ronda.
XXVIII
Sanin marchaba, cuando junto a Gemma, cuando un poco detrás, mirándola siempre sin cesar de sonreír. Gemma parecía a la vez apresurarse y contenerse. A decir verdad, ambos, él todo pálido y ella toda encendida de emoción andaban como entre niebla. Ese trueque de almas que acababan de hacer, producía en ellos una impresión tan nueva y tan fuerte, que era casi penosa: todo había hecho tal cambio de frente en su existencia, que no podían encontrar el equilibrio. Sólo notaban una cosa: que iban envueltos en un torbellino análogo a aquel otro torbellino nocturno que casi les había echado en brazos uno de otro. Sanin, al seguirla, sentía que miraba a Gemma con otros ojos; en un momento advirtió en el paso y en los movimientos de Gemma muchas particularidades en que hasta entonces no había reparado. ¡Cuán adorables y hechiceras le parecían todas esas menudencias! Y ella, por su parte, sentía que Sanin la miraba así.
Ambos amaban por la vez primera: todas las maravillas del primer amor se realizaban en ellos. Un primer amor se parece a una revolución. El orden regular y monótono de la vida queda roto y destruido en un momento; la juventud sube a la barricada, hace ondular en el aire su esplendente bandera, y sea lo que fuere lo que le reserve el porvenir, la muerte o una nueva vida, lanza a todo y a todos su llamamiento apasionado.
—¡Mira, diríase que es Pantaleone! —dijo Sanin, apuntando con el dedo una figura encapuchonada que se deslizó rápidamente por una callejuela, como para evitar ser vista.
En el colmo de su felicidad, Sanin experimentaba la necesidad de hablar con Gemma, no de su amor, puesto que era cosa convenida, consagrada, sino de cosas indiferentes.
—Sí, es Pantaleone —respondió Gemma con tono alegre y placentero—. Probablemente ha salido a espiarme; ayer, todo el día me siguió los pasos... Algo sospechaba.
—¡Que sospecha algo! —repitió Sanin con arrobamiento.
Por supuesto, con el mismo deliquio hubiera repetido cualquiera otra frase de Gemma.
Luego le rogó que le contase con detalles todo lo acontecido la víspera.
Al punto comenzó con premura un relato un poco embrollado, con mezcla de sonrisas y suspirillos, mientras que sus límpidos ojos cruzaban con Sanin miradas furtivas y radiantes. Le contó cómo su madre, después de una conversación de tres horas, había querido obtener de ella algo positivo; cómo a la postre se había separado de FrauLenore con la promesa de darle a conocer su resolución antes de finalizar el día; cómo le había costado sumo trabajo obtener ese plazo moratorio; cómo de una manera enteramente inesperada, había llegado Klüber con más humos y más bambolla que nunca; cómo había expresado su descontento contra ese extranjero desconocido, cuya conducta era imperdonable, digna de un chiquillo y hasta profundamente ofensiva (así decía) para él, Klüber.
Aludía a tu duelo —advirtió Gemma—, y exigía que inmediatamente se te cerrase la puerta de casa. “Porque, decía él (y aquí Gemma remedó un poco la voz y los modales del negociante), esto echa una mancha sobre mi honor, ¡como si yo no fuese capaz tan bien como cualquier otro de defender a mi novia, si lo creyese necesario o simplemente útil! Todo Francfort sabrá mañana que un extranjero se ha batido con un oficial por mi futura. ¡Cómo puede interpretarse eso? ¡Eso mancha mi honor!” Mamá era de su parecer ¡Figúrate! Pero yo le declaré sin ambages que hacía mal en inquietarse por su honor y por su persona, y en ofenderse por lo que dijesen acerca de su futura, en atención a que yo no era ya su futura ¡y nunca sería su mujer! A decir verdad, hubiera querido, en primer término, hablar con usted... contigo, antes de darle las calabazas en regla; pero vino, y no pude contenerme. Mamá prorrumpió en gritos de espanto; yo me fui a otra habitación a coger su anillo de esponsales (¿no has notado que desde hace dos días no lo llevo puesto?) y se lo devolví. Se ofendió terriblemente; mas, como también son terribles su amor propio y su presunción, partió sin darnos la lata. Naturalmente, he tenido que aguantar muchos cargos de mamá; me daba pena verla tan afligida, y me dije que me había dejado llevar harto de prisa de mis prontos, pero tenía tu carta, y además sabía yo antes...
—¿Qué te amo?
—¡Sí, ya me amabas tú!
Así hablaba Gemma, confusa y sonriente, bajando la voz y aun callándose de pronto cuando alguien pasaba junto a ellos. Sanin escuchaba en éxtasis y admiraba el sonido de su voz, como la víspera había admirado su carácter de letra.
—Mamá está que la ahogan con un cabello —prosiguió Gemma (Y afluían las palabras a sus labios)—; no quiere comprender que HerrKlüber me era odioso; que le había aceptado no porque le ama se, sino por acceder a las súplicas de ella... Sospecha de usted... digo de ti...o, más bien, para no mentir, está convencida de que yo te amaba, y eso la contraría tanto más, cuanto que anteayer aun no se le había puesto en la cabeza ninguna idea de este género, y precisamente a ti había encomendado que me hicieses reflexionar... Era una extraña embajada, ¿no es así? Ahora te trata de hombre astuto y solapado; dice que defraudaste su confianza, y me predice que defraudarás la mía...